El otro ruiseñor que en mi palacio anida
abre sus ojos negros y te mira soñando…
Juan Ramón Jiménez
Están
recostados sobre la cama de un hotel de tres estrellas en San Juan de
Lurigancho.
Ella
termina de contarle cómo fue que mató a su padre y se deshizo después del
cuerpo, allá en Tarapoto, cuando aún no era “ella” sino un niño de once años.
Él
sostiene una lata de cerveza de la que bebe como un autómata. Escucha la
historia del parricidio, pero le es imposible concentrarse del todo: el cuerpo
inerte de su compañero de trabajo está ahí, en el suelo del cuarto, cubierto
por una sábana blanca.
Mira a
la puerta. Le parece que alguien acaba de tocarla o está a punto de hacerlo.
Mira al bulto blanco en el suelo. Le parece que ha respirado, que la tela se ha
hinchado y desinflado lentamente, como si el muerto hubiese dado un largo y
resignado suspiro.
Es la
segunda vez que ella mata a alguien, pero la primera que lo hace sin odio, sin
esa desesperación y ese furor por apartar salvajemente de su vida a un ser que
no merecía que lo llamen papá. Es la segunda vez que ella mata a alguien, y no
parece la segunda; da la impresión de que tuviera más víctimas en su haber.
Ella
advierte su desasosiego. Intenta calmarlo. Le informa que el cadáver, en un
ambiente como ese, tardará cuatro días en heder.
¿Y
cómo sabes eso?
Desde
pequeñito quise ser médico, dice ella y se ve a sí misma en el
polvoriento suelo de la choza donde transcurrió su niñez, sosteniendo un
voluminoso libro que se le escurría de las manos.
Siempre
me gustó leer, continúa. En casa, solo hubo un
libro, uno de Anatomía. Solo Dios sabe cómo fue a parar ese libro a nuestra
choza. Lo leí tantas veces que llegué a sabérmelo de memoria. Si hubiera
estudiado la secundaria, seguro me sacaba veintes en ese curso. ¿Enseñan
Anatomía en el colegio?
¿Y a
esa edad ya te gustaban los hombres?, interrumpe él.
Siempre
me han gustado los hombres, dice ella. De chico era muy
inocente como para darme cuenta de que estaba mal visto que a un niño le guste
otro niño. Yo creía que era algo natural... normal. Hasta que un día mi papá me
encontró chupándosela a mi amiguito del colegio. Ese día me escapé de la casa y
de Tarapoto, y aprendí que matar sin dejar huellas era posible si tenías la
debida sangre fría y cierta experiencia descuartizando gallinas.
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