“…all authority on earth depends
On Love and Fear…”
William Wordsworth
Acaba
de cumplir treinta y ocho años y ya es presidenta del Perú: la primera
presidente transexual del Perú.
En el
patio de Palacio, la guardia montada ejecuta las consabidas piruetas de
bienvenida. La presidenta y su comitiva se detienen y observan el espectáculo.
Luego de unos segundos, dan media vuelta y desaparecen tras el umbroso portal
de la Casa de Gobierno.
La
presidente está satisfecha. Se le nota en el semblante decidido y optimista.
Hace unos minutos, en una tensa reunión con litigantes internacionales,
consiguió retirar al Perú del Pacto de San José. La pena de muerte es una
realidad. La presidenta ya tiene en mente al personaje que inaugurará la pena.
Solo espera a que el viejo Serapio le confirme la publicación de la
ley.
Serapio
Calderón lleva décadas trabajando en Palacio. Es un viejito apacible que ha
gozado, si no del agrado, al menos de la conformidad de los últimos diez
presidentes de la nación. Serapio es director de El Peruano, periódico que
publica todas las leyes del país. Ha visto correr todo tipo de decretos,
ninguno positivo para el ciudadano corriente y moliente.
Acompaña
a la presidente el joven líder comunista Pablo Blanco, odiador pertinaz del
capitalismo y el neoliberalismo. Ahora, como vicepresidente del país, a sus
treinta y seis años, está deseoso de aplicar inmediatamente las reformas
justicieras que leyó en uno de sus libros favoritos, un texto publicado en 1928
y reeditado infinitas veces.
Resuenan
unos tacones rápidos en el salón Túpac Amaru, recinto donde pena el alma de la
cuñada de Francisco Pizarro, de nombre Asarpai, ajusticiada inhumanamente en
ese mismo lugar, años ha, culpada de haberse coludido con los sesenta mil
rebeldes capitaneados por Manco Inca en el frustrado asalto a Lima.
Es
Serapio. Ya está publicado el decreto, presidenta, dice.
¿Llegó
nuestro invitado?, pregunta la presidente.
Justo
ahorita acaba de llegar, responde Serapio, las manos juntas,
aferradas sumisamente del breve ruedo del sombrerito que le regaló uno de los
militares golpistas de la década de 1970.
Señorita
presidenta, se anuncia, desde un extremo del salón, un tipo pequeño,
moreno, de pelo corto, pajizo, entrecano. Es grueso y lleva el vientre
abultado, como si ocultase una sandía debajo de la camisa. Se acerca a la
presidente. Sonríe de oreja a oreja. Su mano estirada, de dedos enanos, precede
el rumbo de su apresurado andar. Ha sido un gusto apoyarla y será un
gusto acompañarla en este nuevo gobierno, dice, avanzando hacia la
presidente.
Las
manos se tocan y se saludan. El rostro de la presidente no delata el asco que
le produce inmiscuir su piel con la de ese tipo, el invitado que estaba
esperando. Él tiene que forzar los goznes del cuello para mantener la vista
apuntada medio metro más arriba. Es un enano.
Doctor,
irrumpe alguien. Disculpen, disculpen, dice, abriéndose paso.
Camina rápido y sin ruido, como deslizándose. Se acerca al enano y le entrega
un par de papeles. Acabo de terminarle el discurso, doctor, dice el
irruptor. ¿Te quedó bien el floro, Valdez?, pregunta el
enano. Sí, doctor, corto y muy impactante, responde Valdez. No
me has puesto palabras difíciles como la vez pasada, ¿no? Putamadre, esas
palabras me traban la lengua. Y pa concha ni siquiera sé qué puta significan.
Te quieres lucir conmigo ¿no, huevón? Si mi popularidad vuelve a caer te quedas
sin chamba, sin chamba, ya sabes, amenaza el enano. Enseguida, se calza
unos lentes para verificar la inexistencia de palabras rebuscadas en su
discurso, de vocablos cultos, de esos cuya ignorancia absoluta no le ha
impedido hacerse rico a costa de las obligatorias contribuciones que miles de
anhelantes jóvenes le apoquinan mensualmente a cambio de recibir una feble
educación en alguna de las cinco universidades que ha fundado y desparramado
por todo el país.
La
presidente se da vuelta y camina hacia el retrato de Túpac Amaru II, que
preside la sala. El enano interrumpe la revisión de su discurso para mirar el
culo de la presidente. Qué nalgotas, piensa. Doctora,
dice, ¿qué opina usted de estas palabritas que he preparado con motivo
de la nueva ley y de nuestro pacto político? Las diré en una conferencia de
prensa que va a empezar en dos horas, en dos horas. Se acerca a la
presidente. Le extiende los folios.
La
presidente aún le da la espalda. Fija su atención en la nariz de Túpac Amaru.
Alguna vez la tuvo así, picuda y quebrada.
Presidenta,
¿me hace el favorcito de echarle una miradita a mi discurso?,
insiste zalameramente el enano. Claro, cómo no, resuelve la
presidente.
La
comitiva, que permanece cerca de la extensa y robusta mesa vigilada por las
esculturas de las cuatro estaciones, ve a lo lejos a la presidente y al enano
conversando al pie del cuadro de Túpac Amaru.
El
discurso está plagado de frases plásticas y manidas. Promesas de cambio sin
fondo sólido. Esperanzas de paja. Le devuelve al enano sus papeles. Este los
recibe y solicita la opinión de la revisora. Escribe muy bonito, le
dice la presidente. El tipo no percibe la ironía. Se dice que usted no
lee nada, ¿cómo hace para escribir tan bonito, entonces? El enano se
pasa la mano por los pelos tiesos de su cabeza y dice que nunca tuvo la
necesidad de leer nada.
Enano: La
gente del pueblo no tiene tiempo para leer, presidenta. Este país necesita
manos, manos, no libros.
Presidenta: ¿Es
cierto, entonces, que usted no hizo ninguna de sus tesis magistrales ni
doctorales?
Enano: Mis asesores
los hicieron. Pero, ya sabe, no se puede confiar en nadie, en
nadie. No les pusieron comillas a lo que pegaban de otros autores y me cayó
toda la prensa encima. Los llamé y les metí la puteada de sus vidas,
presidenta. Gente cojuda, carajo, gente cojuda.
Presidenta: Entonces,
¿hay plagios en sus tesis?
Enano: Un
montón, como cancha, jejeje. Si me permite una bromita, usted debería haber
preguntado más bien: “¿hay tesis en sus plagios?”. Lo que pasó, presidenta, es
que mis asesores me dijeron que no habría problemas con eso de copiar páginas y
páginas de otros trabajos con tal de que se usaran las comillas. Pero los
mismos idiotas que me aseguraron eso se olvidaron de las comillas.
Presidenta: ¿Y
usted no revisaba los documentos finales?
Enano: No,
pues, presidenta, ¿no le digo yo que leer es una pérdida de tiempo? ¿Qué iba a
estar leyendo yo ese montón de tonterías? Además, apenas me sabía los títulos
de los trabajos. El revisor que contraté para la revisión era el encargado de
revisar todas mis tesis. Pero el huevón ese solo era bueno para cobrarme
adelanto tras adelanto. Al final, no revisó nada. A todos terminé botándolos
como perros.
Presidenta: Usted
se doctoró en la Complutense de Madrid ni más ni menos.
Enano: Claro,
presidenta. Soy el único peruano que tiene el grado de doctor firmado por el
rey de España. Yo soy investigador reconocido por la Complutense. Soy el único
peruano que tiene capacidad investigativa.
Presidenta: El
único… La Complutense dijo que iban a revisar su tesis doctoral por
las denuncias que inundaron los medios. Se dijo que de comprobarse
los plagios le podrían quitar el título que le dio el rey. ¿En qué quedó eso?
Enano: Eso
lo dijeron para calmar a los medios, presidenta. Luego de unos mesesitos,
cuando la gente se olvidó del asunto, la Complutense lanzó un comunicado. Ahí
decían que mi tesis era original. Claro, pues, mis conclusiones y
recomendaciones eran originales, originales. Sí, reconozco que todo fue una copiadera,
pero les dije a mis asesores, mis asesores, que hicieran un resumen de todo y
lo pusieran como conclusiones y recomendaciones. Y así lo hicieron. La
Complutense no me quitó el título. Además, presidenta, hay un convenio muy
jugoso entre mis universidades y la Complutense. Y los jurados que evaluaron mi
caso son mis amigos. A todos los he contratado por miles de dólares para que
den charlas en mis universidades, en mis universidades. A toditos también les
di sus honoris causa. Punto. El caso se cerró y ya todo el mundo lo olvidó.
Todo está asegurado, presidenta, todo está asegurado. Todo está bien aceitado.
Cuando nos salten estorbos en nuestra alianza, presidenta, yo tengo un arma que
los desarmará, los desarmará: la plata. Plata como cancha para desinflar a los
saltones. Ya verá, ya verá.
Presidenta: ¿O
sea que no hay ningún proceso legal abierto contra usted?
Enano: Jejeje,
ninguno, presidenta. Estoy limpio, limpio. La plata se encarga de arrasar con
mis enemigos. Usted siga conmigo, con mi partido Alianza Popular Progresista.
Jejeje, dicho sea de paso, el nombrecito este lo copiaron mis asesores de un
partido político de África. ¿Quién se va a dar cuenta? Jejeje. Nadie sabe que
ese país existe. Como le digo, siga con nosotros y va a ver cómo nos va de bien.
La
presidente le hace un gesto a uno de sus edecanes, confundido entre la
comitiva. El gesto dice acérquese. El edecán obedece y echa a andar sin
distraerse. Se cuadra muy cerca de la mandataria. Ella se vuelve hacia el
enano. ¿Sabe quién es el del cuadro? El enano sonríe. Claro,
pues, cómo no voy a saber. Es Túpac Amaru, Túpac Amaru. La presidente
asiente y se acerca al edecán. Lo mira. El oficial mantiene la vista sostenida
en el punto fijo que le dicta su rectilínea formación militar. La presidente se
ubica detrás de él. Lo hace lentamente, con ¿sensualidad? El enano se
incomoda. Mariconazo, piensa. ¿Le suena el nombre de
Antonio de Arriaga?, pregunta la presidente, acariciando con ambas manos el
pecho del rígido edecán. El enano no sabe quién es el tal Antonio de
¿Arizaga? ¿De qué dijo? ¿No es el viejito ese que es presidente
de la corte de justicia? Las manos de la presidente descansan ahora en
los hombros del edecán. Arriaga fue un corregidor español abusivo y
corrupto que tuvo la desgracia de entrometerse en el camino del personaje que
usted tiene enfrente. El enano interrumpe: ¿De él?, dice,
señalando el lienzo de Túpac Amaru. La presidente asiente. Fue con
Arriaga con quien Túpac Amaru inicia su rebelión. Lo apresó y lo colgó de un
poste. La mano derecha de la presidente desciende por el costado de su
edecán y se detiene en su cintura, sobre el revólver colgado del cinto. Antes
de ahorcarlo, un curita fiel a la causa de Amaru leyó la sentencia: Esta es la
justicia que don José Gabriel manda a hacer en la persona de Antonio de Arriaga (la
mano derecha de la presidente desenfunda el arma del edecán) por tirano (la
dirige al rechoncho cuerpo del enano), alevoso (el cañón apunta
directamente al entrecejo del sorprendido político), enemigo del pueblo (se
oye el sordo asombro de la comitiva), corruptor (el dedo pulgar de
la presidente acciona el martillo del arma) y falsario.
¡Pum!
Retumba el salón.
El
severo rostro de Túpac Amaru sufre un retoque: gotones bermellones se alargan
por sus mejillas en estrechos riachuelos que corren cuesta abajo, estrellándose
contra el piso centenario, al lado del cuerpo inanimado del primer sentenciado
a la pena de muerte.
La
presidente del Perú había dicho varios minutos antes: A partir de
ahora, la justicia llegará a tiempo. Todos los delincuentes pertinaces
recibirán inmediatamente el castigo supremo, sin importar el tamaño de su
delito. Nuestra misión será purgar al país de la existencia de cualquier
indeseable.
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