MOTE:
La historia de un delito justo
Renzo
M
La producción narrativa reciente ―la más joven, vital y virgen― encuentra su ámbito de exposición en editoriales de perfil discreto y en eventos autogestionados, usualmente de poca convocatoria. También lo hace desde la propia iniciativa del autor, que, cansado de los impasses con la industria librera, harto de los premios esquivos y de las argollas literarias (que las hay de todo calibre, desde Quilca hasta la avenida Larco, incluyendo provincias y anexos); ese mismo autor, renuente a pagar un bolo a cierto columnista de algún periódico local, acomete lo inevitable: apostar por la valiente y a la vez suicida decisión de editar sus propios textos, y aun distribuirlos, morral en mano, en librerías que prometen lectores.
De todo este mar de tentativas literarias, de esa
hojarasca de títulos y géneros de cada nueva temporada, de tanto sudor pisando
la calle, de vez en cuando el lector se topa con algo que merece llamarse
literatura. Eso me ocurrió con "Mote", novela corta o nouvelle de
temática urbana, escrita y publicada por Daniel Gutiérrez, hacedor también de
otras siete publicaciones.
Lo de temática urbana es sólo para darle contexto a
un libro cuya brevedad no desmerece para nada su historia bien contada y los
aciertos estilísticos en el tratamiento de la forma narrativa.
En apretada síntesis, "Mote", el
protagonista que da título al libro, se nos presenta como un antihéroe
provinciano que busca su porción de torta capitalista. El robo sistemático que perpetró
a la entidad financiera en que trabajaba lo hizo purgar prisión y, luego, lo
forzó a exiliarse al Viejo Continente, en Italia, donde consigue chambitas que
ponen a prueba sus límites morales y sexuales. En Europa, en alguna terraza de
café o bar milanés, o, en la soledad de su cuarto en los suburbios de un barrio
obrero, Mote también mata las horas de ocio pensando en la fortuna secreta que
guardó en Huancayo, su tierra natal, y piensa en su familia, en las faenas
agrícolas de su niñez, en sus escarceos homosexuales, repasa sus victorias
efímeras en el fútbol bajo el cielo azul huancaíno que lo vio crecer y hacerse
profesional, el primero de su clase, destacado alumno de economía en su
facultad huanca, orgulloso siempre de ser serrano y de llevar su apelativo Mote
a todas partes.
Es verdad que Mote opta por lo que, digamos, es un
camino incorrecto: el robo planificado y alevoso, doloso. Pero decirlo así
causa rubor en un país en el que abundan los impresentables que parasitan en el
aparato público, acaso en algún oscuro departamento de ministerio inclusivo,
debido únicamente al talento para besar la mano o el culo de algún político
cachafaz; en un país de abyecta convivencia, de doble moral, de cinismo
asfixiante, en donde las empresas, independientemente de su tamaño y de su giro
comercial, pisotean derechos laborales mediante contratos que nunca favorecen
al trabajador; todo lo contrario: lo hunden en la inestabilidad de un proyecto
de vida trunco.
Mote interpela toda esa herencia fujimorista, sucio
remedo de liberalismo. Su delito es una suerte de golpe bajo contra la banca
usurera, contra la triquiñuela jurídica, contra los contratos de firma mensual,
contra los sindicatos sin peso, contra las clínicas sin humanidad, contra las
AFP's que inflan sus negocios con dinero ajeno. Por eso Mote, a su manera, se
rebela contra ese sistema que exprime el alma, la mente y el cuerpo del
clasemediero provinciano de barrio proletario, de ese sujeto del rendimiento
(dirá el filósofo Byung-Chul Han), que importa sólo y exclusivamente en la
medida que es productivo, eficiente y rentable.
El delito de Mote es, pues, en el plano literario,
un acto de justicia en nuestros días. Una interpelación moral a la sociedad del
apetito material, que trastoca al ser por la imagen, que lesiona la autoestima
por status, por likes, en nombre del dios éxito. Es, asimismo, la alternativa
extrema de todo empleado que busca su redención en la geografía capitalista del
siglo XXI. (Usted lo ha pensado, la idea de una venganza a la empresa que lo
explotó, que lo peseteó, que lo echó por reclamar un pago justo, acaso por
defender a un compañero, que la despidió por embarazo; pero usted no lo hizo;
usted tiene sus códigos morales, léase cobardía para actuar. Mote se zurró en
ello. Mote lo pensó y lo hizo, demostrando que la justicia no debe estar en el
cielo. Como lo hicieron, desde otras
perspectivas de justicia, el estudiante Raskólnikov, de Crimen y castigo o el adolescente Light Yagami de Death Note. Pero esto, llevado a un
plano real, sitúa a Mote un peldaño más arriba de cuantos nos rodean, esos
falsos anarquistas, pseudos intelectuales, que se autodenominan escritores
underground, subtes, antisistemas, pero posan coquetos con medalla y diploma
oficial cortesía del congreso putrefacto o de una municipalidad que da la
espalda a su pueblo.)
El libro revela también una cierta idiosincrasia
del peruano provinciano, siempre en el péndulo moral, condicionado por una
sexualidad desorbitada que no renuncia a descubrir más placeres en diferentes
pieles y géneros, acaso como una forma de reivindicación cultural y étnica. El
sexo como ejercicio de poder. Incluso en toda clase de situaciones y ambientes,
en su mayoría desopilantes. Ya instalado en Europa, a Mote lo vemos perder la
dignidad a cambio de un puñado de euros ante un acaudalado señorón italiano; lo
acompañamos en su nostalgia que evoca aquella juventud huancaína que no será
jamás; en la banca de un parque o acodado en la mesa de una terraza de café, lo
observamos pensando en la familia que ha dejado con la promesa de volver,
recordando sus hazañas sexuales, los estragos en la cárcel, algún partido de
fútbol o rememorando algún amor contrariado del pasado. Todos tenemos, pues, un
poco de Mote, razón por la cual es fácil empatizar con su historia.
A esa empatía con el personaje principal suma mucho
el manejo técnico del narrador. Aquí Daniel Gutiérrez se exhibe como diestro
fabulador dueño de sus recursos expresivos, con la capacidad para los diálogos
hilarantes y picantes (en italiano y español, un verbum español muy peruano,
dicho sea de paso), siempre acertado para el juego del doble sentido, la
descripción descarnada del sexo desaforado y los cuadros de violencia (como el
más intenso Bukowski) y el empleo de técnicas narrativas como el flashback y el
monólogo interior (huellas del registro callejero a lo Jorge Eslava en Navajas en el paladar, ecos también de
Oswaldo Reynoso y Martin Roldán) para humanizar a su protagonista ante los ojos
del lector. Porque en Mote, la nostalgia huancaína es sentido de pertenencia y
salvación, el aire que se puede respirar. La nostalgia predomina en su ADN
andino y se percibe a lo largo del libro.
No faltan los personajes trans y los episodios
homoeróticos, que son de gusto y preferencia narrativa en nuestro autor. Pero
no desde una visión maniquea del sexo y sus alcances placenteros, sino, más
bien, desde el tratamiento de la complicidad y la ruptura, la dominación y la
sumisión, la sobrevivencia y el amor. Los travestis y homosexuales que desfilan
en las páginas de "Mote" son seres a menudo atormentados por la culpa
como el negro Gonzalo, ex futbolista venido a menos, portador de VIH, o de un
pragmatismo coqueto, como la Tota, emprendedora huanca, una de esas travas que
parecen hechas para romper el catre sin relojes.
En esa vocación por describir a personajes trans y
homosexuales, tan presente en sus libros, Daniel Gutiérrez sabe que radica
buena parte de sus logros estilísticos en esta nouvelle inquietante, de lectura
desopilante y apta para valientes y cobardes, heteros y gays, presidiarios o ex
presidiarios, con mote o sin mote, en fin, para toda esa fauna descarriada y
libre que somos y seremos hasta el final de los tiempos.
Lima, 6 de octubre del 2023
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