El objeto más noble que puede ocupar
el hombre es ilustrar a sus semejantes.
Simón Bolívar
Vieja
cachera, qué culpa tengo yo de que estés llenándote de hijos y no tengas para
pagarte un taxi, carajo, dijo mi maestra, clavándose más en su asiento,
negándose a que la embarazada que tenía enfrente lo ocupase. Dile a tu
marido que, así como te hace hijos, trabaje el doble o el triple para que te
pague un taxi o te compre un carro, vieja misia; misia y cachera.
Mi profe se
había expresado con tal vehemencia que nadie se atrevió a refutar su postura,
ni siquiera la mujer embarazada que, por su aspecto, parecía haber salido de un barrio pobre de la ciudad. Dos niños pequeños se aferraban de sus faldas,
haciendo malabares para no dejarse arrastrar por la inercia de las frenadas y
aceleradas del vehículo.
Desde mi
ubicación, colgado del tubo del microbús, al ladito de mi profe, pude ver que
algunos de los pasajeros asentían en trémulo concilio con las declaraciones que
ella acababa de proferir.
Yo
permanecí en silencio. No podía salir de mi estupefacción: ¿de dónde le había
salido ese carácter volcánico a la maestra que hacía dos días conocí y cuya
dulce sonrisa me flechó?
***
Mi vida
estaba a punto de cambiar: en tres meses, me mudaría a Montreal, Canadá. La
minera para la que llevaba trabajando casi dos años me reubicaría en ese lugar.
Desde allí, supervisaría los trabajos técnicos de las cinco minas que la
empresa poseía en dicho país.
Googleé
Montreal. Casi el ochenta por ciento de sus habitantes hablaba francés; toda la
ciudad -sus museos, estadios, restaurantes, calles y demás- estaba sumergida en
esa lengua. Una muestra: en Google Maps, los nombres de todas las calles
empezaban con el francés “rue” y no con el inglés “street”.
Si quería
hacer bien mi chamba, debía ponerme a estudiar francés ya mismo; aunque no
empezaría desde cero. Luego de terminar el inglés, en el año 2003, continué con
el francés en el 2004. Sin embargo, no completé los veinticuatro meses
requeridos que aseguraban un dominio decente del idioma; apenas pude cursar
cuatro. Los deberes universitarios me absorbieron.
En La Alianza
Francesa, no aprendería el idioma en tres meses. Necesitaba a un maestro
particular que me ayudara a cumplir esa misión. El popular científico Robert Oppenheimer
aprendió holandés en seis semanas para dictar una clase de física nuclear; ¿por
qué no podría yo aprender francés en tres meses?
***
Bajamos en
el Óvalo de Higuereta. Caminamos unos metros y entramos al centro comercial
Polvos Rosados. El olor a incienso era fuerte. Me recordó los tiempos en los
que frecuentaba las camas de viejas putas del Centro de Lima. Yo iba detrás de
Vera, analizando al paso los contenidos de cada uno de los puestos comerciales
que recorríamos. Cuando estuvimos casi al fondo de la galería, mi maestra se
desvió hacia la derecha y entró en una de las tiendas. Era un estudio de
tatuajes. Yo la seguí.
Un tipo de
dreds, en bividí, los ojos disimulados tras unos lentes ahumados, saludó a Vera
sin mostrar entusiasmo alguno. Tras observarlo unos momentos, me di cuenta de
que todos sus movimientos estaban preñados de una pasmosa lentitud.
Me dijo
Jack que tenías lo mío, le dijo Vera. El pata de los dreds, que le perforaba
los labios a una chica, asintió sin muchas ganas. Luego, señaló con la mirada
hacia una especie de mesa que le servía de aparador.
Llévatela,
nomás; ya arreglé con él, dijo.
Chévere,
Josué, agradeció Vera, y se acercó a la mesita. Tomó de ella una bolsita
transparente. Pásame tu DNI, me dijo. Me acerqué y se lo di. Con un poco
del contenido de la bolsita, que había resultado ser cocaína, formó un cerrito
sobre la mesa. Con mi DNI, machacó el montículo hasta convertirlo en varias
líneas paralelas, todas del mismo tamaño y grosor, delgadas como cabello de
recién nacido, pero rectas como conducta de jesuita.
Primero yo,
¿ya?, me dijo. Y sin esperar alguna respuesta mía, desaparecieron, por uno
de los orificios de su nariz, una, dos y tres líneas. Te toca, me ofreció,
recogiendo con los dedos (y lamiéndoselos luego) las partículas de coca que
no lograron ingresar en ella.
Yo nunca
había aspirado cocaína, ni fumado marihuana. Era un tipo sano.
¿Cómo se
hace?, le consulté.
¿Nunca lo
has hecho?, se sorprendió.
Para no
quedar como un cojudo, imité lo que le había visto hacer hacía pocos segundos.
Aspiré dos líneas de una sola pasada. La nariz me quedó picando.
Tranquilo,
así es la primera vez, me dijo Vera, riéndose de mi dolor. ¿Tienes agua?,
le preguntó a Josué, el tipo de los dreds. Este movió la cabeza negativa y
lentamente, sin despegar la atención de los labios que estaba perforando.
Cómprate un
whisky, pes, me dijo Vera. Con whisky es más rico.
Los deseos
de mi profe eran irrebatibles. Con el picor en la ñata, fui hacia el puesto
donde vendían todo tipo de tragos.
¿Está bien,
joven?, parece tren. A cada rato está snif, snif, snif. ¿Qué le pasó?, la
tendera, muy amable, me dedicó unos segundos de genuina preocupación.
Estoy
resfriado, le contesté, y le pagué con un billete de cien soles
que no era de mi maestra sino mío. Claro, ella era lo bastante delicada y fina
como para andar dándole dinero a la gente. Para eso estaban los caballeros,
para satisfacer las demandas de sus amigas.
Mi vieja es
una cachera, decía mi maestra mientras yo regresaba con el
whisky. Ella alargó la mano y sacó la botella de la bolsa negra que lo
contenía. No me dio las gracias. No era necesario. Una mujer de su cultura no
tenía que agradecer los gestos que un caballero hacía por natural deber.
Si una
mujer tiene más de tres hijos, es una cacheraza, pues, concluyó
Vera, sirviéndose un vasito de whisky. Le pasó la botella a Josué. Este tomó
directamente de ella un buen sorbo. Hijo de puta, pensé. ni siquiera te
conozco y te soplas mi whisky.
¿Cuántos
son ustedes, flaca?, dijo el cojudo, sin soltar la botella, MI botella.
Su cliente, la de los labios perforados, todavía sentada, hablaba con alguien
por su celular.
Yo y
mis tres hermanos, respondió Vera.
Viejas
conchudas, filosofó Josué. Se echó otro tanganazo y colocó la
botella a su lado, signo manifiesto de que el trago ya era suyo. Tenía blanca
la punta de la nariz. Está bien que la hayas mandado a la mierda, flaca.
Sí, pe, dijo
Vera, a esas cacheras hay que decirles sus verdades. Solo así, este país
dejará de ser pobre.
Al parecer,
mi maestra no tenía muchas ganas de regresar a casa. Me había dicho que la
acompañase “un ratito” a Higuereta, y ese ratito ya se había extinguido.
Échame más, pidió Vera.
Josué tomó la botella y le llenó el vasito. Volvió a poner el whisky a su lado.
¿O sea, yo no voy a tomar, conchatumadre?, pensé. No era el momento para
armar escándalos. Debía retirarme antes de que la sangre llegase al río.
¿Nos vamos?
Tengo que hacer, le dije a mi maestra, las palabras salpimentadas con
un poco de sano y rancio machismo. ¿Acaso prefieres estar con ese vago de
mierda que conmigo?, pensé.
No jodas.
Quédate. La noche recién empieza, respondió Vera desde su trono de mujer independiente
que sabía lo que quería.
Era un
martes. Ese floro de que la noche era virgen se aplicaba para un viernes, o un
jueves como máximo, pero ¿un martes? Yo encantado de que la noche fuera virgen
siempre y cuando fuera a solas con mi maestra, pero ¿qué tenía que hacer en la
ecuación el vago de Josué?
Oye, el
labio no para de sangrarme, dijo la cliente del amigo de Vera. Mira, me
arreglas esto o no sé qué te hago.
Josué, imperturbable
como médico de hospital público ante el dolor de una gestante, sin mirarla,
apenas murmuró: Échate agua. En unos minutos, se sana esa huevada. Tomó
un sorbo más de mi whisky y continuó conversando con Vera.
¿Échate
agua? Oye, atiéndeme, mira cómo me sangra la boca, se
indignó la mujer. O devuélveme mi plata, carajo.
¡Qué
tienes, conchatumadre!, rugió mi profesora. Josué ya te ha dicho que te
eches agua y esperes. ¿No puedes hacer eso? ¿Tan difícil es? Además, ¿quién te
manda a hacerte huevadas en la cara?, continuó mi maestra, quien lucía un par
de piercings en la cara: uno en la comisura de los labios y otro en una de las
alas de su nariz.
La cliente,
antes de irse, pues intuía que mi profesora no era alguien con quien pudiera
combatir y resultar victoriosa, amenazó: Voy a regresar con la policía,
muerto de hambre. Y voy a traer a un negro para que te cache, bruja,
terminó, yéndose con la boca roja.
Yo también
me voy. Te llamo para la próxima clase, le dije a Vera.
Iba a
responderme, pero Josué la detuvo, le acercó la boca al oído y le dijo algo.
No te vayas, me dijo
después del susurro de Josué. Quédate dos horitas más y luego nos vamos
juntos a un hotel. ¿Quieres que te enseñe francés en la madrugada? Mi
experiencia me dice que es el mejor momento del día para aprender idiomas.
La
propuesta era suculenta. Me quedé.
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