lunes, 9 de octubre de 2023

NOVELA PERUANA - VERA LA CAMARADA de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 02

 



El objeto más noble que puede ocupar

el hombre es ilustrar a sus semejantes.

Simón Bolívar

 

Vieja cachera, qué culpa tengo yo de que estés llenándote de hijos y no tengas para pagarte un taxi, carajo, dijo mi maestra, clavándose más en su asiento, negándose a que la embarazada que tenía enfrente lo ocupase. Dile a tu marido que, así como te hace hijos, trabaje el doble o el triple para que te pague un taxi o te compre un carro, vieja misia; misia y cachera.

Mi profe se había expresado con tal vehemencia que nadie se atrevió a refutar su postura, ni siquiera la mujer embarazada que, por su aspecto, parecía haber salido de un barrio pobre de la ciudad. Dos niños pequeños se aferraban de sus faldas, haciendo malabares para no dejarse arrastrar por la inercia de las frenadas y aceleradas del vehículo.

Desde mi ubicación, colgado del tubo del microbús, al ladito de mi profe, pude ver que algunos de los pasajeros asentían en trémulo concilio con las declaraciones que ella acababa de proferir.

Yo permanecí en silencio. No podía salir de mi estupefacción: ¿de dónde le había salido ese carácter volcánico a la maestra que hacía dos días conocí y cuya dulce sonrisa me flechó?

***

Mi vida estaba a punto de cambiar: en tres meses, me mudaría a Montreal, Canadá. La minera para la que llevaba trabajando casi dos años me reubicaría en ese lugar. Desde allí, supervisaría los trabajos técnicos de las cinco minas que la empresa poseía en dicho país.

Googleé Montreal. Casi el ochenta por ciento de sus habitantes hablaba francés; toda la ciudad -sus museos, estadios, restaurantes, calles y demás- estaba sumergida en esa lengua. Una muestra: en Google Maps, los nombres de todas las calles empezaban con el francés “rue” y no con el inglés “street”.

Si quería hacer bien mi chamba, debía ponerme a estudiar francés ya mismo; aunque no empezaría desde cero. Luego de terminar el inglés, en el año 2003, continué con el francés en el 2004. Sin embargo, no completé los veinticuatro meses requeridos que aseguraban un dominio decente del idioma; apenas pude cursar cuatro. Los deberes universitarios me absorbieron.

En La Alianza Francesa, no aprendería el idioma en tres meses. Necesitaba a un maestro particular que me ayudara a cumplir esa misión. El popular científico Robert Oppenheimer aprendió holandés en seis semanas para dictar una clase de física nuclear; ¿por qué no podría yo aprender francés en tres meses?

***

Bajamos en el Óvalo de Higuereta. Caminamos unos metros y entramos al centro comercial Polvos Rosados. El olor a incienso era fuerte. Me recordó los tiempos en los que frecuentaba las camas de viejas putas del Centro de Lima. Yo iba detrás de Vera, analizando al paso los contenidos de cada uno de los puestos comerciales que recorríamos. Cuando estuvimos casi al fondo de la galería, mi maestra se desvió hacia la derecha y entró en una de las tiendas. Era un estudio de tatuajes. Yo la seguí.

Un tipo de dreds, en bividí, los ojos disimulados tras unos lentes ahumados, saludó a Vera sin mostrar entusiasmo alguno. Tras observarlo unos momentos, me di cuenta de que todos sus movimientos estaban preñados de una pasmosa lentitud.

Me dijo Jack que tenías lo mío, le dijo Vera. El pata de los dreds, que le perforaba los labios a una chica, asintió sin muchas ganas. Luego, señaló con la mirada hacia una especie de mesa que le servía de aparador.

Llévatela, nomás; ya arreglé con él, dijo.

Chévere, Josué, agradeció Vera, y se acercó a la mesita. Tomó de ella una bolsita transparente. Pásame tu DNI, me dijo. Me acerqué y se lo di. Con un poco del contenido de la bolsita, que había resultado ser cocaína, formó un cerrito sobre la mesa. Con mi DNI, machacó el montículo hasta convertirlo en varias líneas paralelas, todas del mismo tamaño y grosor, delgadas como cabello de recién nacido, pero rectas como conducta de jesuita.

Primero yo, ¿ya?, me dijo. Y sin esperar alguna respuesta mía, desaparecieron, por uno de los orificios de su nariz, una, dos y tres líneas. Te toca, me ofreció, recogiendo con los dedos (y lamiéndoselos luego) las partículas de coca que no lograron ingresar en ella.

Yo nunca había aspirado cocaína, ni fumado marihuana. Era un tipo sano.

¿Cómo se hace?, le consulté.

¿Nunca lo has hecho?, se sorprendió.

Para no quedar como un cojudo, imité lo que le había visto hacer hacía pocos segundos. Aspiré dos líneas de una sola pasada. La nariz me quedó picando.

Tranquilo, así es la primera vez, me dijo Vera, riéndose de mi dolor. ¿Tienes agua?, le preguntó a Josué, el tipo de los dreds. Este movió la cabeza negativa y lentamente, sin despegar la atención de los labios que estaba perforando.

Cómprate un whisky, pes, me dijo Vera. Con whisky es más rico.

Los deseos de mi profe eran irrebatibles. Con el picor en la ñata, fui hacia el puesto donde vendían todo tipo de tragos.

¿Está bien, joven?, parece tren. A cada rato está snif, snif, snif. ¿Qué le pasó?, la tendera, muy amable, me dedicó unos segundos de genuina preocupación.

Estoy resfriado, le contesté, y le pagué con un billete de cien soles que no era de mi maestra sino mío. Claro, ella era lo bastante delicada y fina como para andar dándole dinero a la gente. Para eso estaban los caballeros, para satisfacer las demandas de sus amigas.

Mi vieja es una cachera, decía mi maestra mientras yo regresaba con el whisky. Ella alargó la mano y sacó la botella de la bolsa negra que lo contenía. No me dio las gracias. No era necesario. Una mujer de su cultura no tenía que agradecer los gestos que un caballero hacía por natural deber.

Si una mujer tiene más de tres hijos, es una cacheraza, pues, concluyó Vera, sirviéndose un vasito de whisky. Le pasó la botella a Josué. Este tomó directamente de ella un buen sorbo. Hijo de puta, pensé. ni siquiera te conozco y te soplas mi whisky.

¿Cuántos son ustedes, flaca?, dijo el cojudo, sin soltar la botella, MI botella. Su cliente, la de los labios perforados, todavía sentada, hablaba con alguien por su celular. 

Yo y mis tres hermanos, respondió Vera.

Viejas conchudas, filosofó Josué. Se echó otro tanganazo y colocó la botella a su lado, signo manifiesto de que el trago ya era suyo. Tenía blanca la punta de la nariz. Está bien que la hayas mandado a la mierda, flaca.

Sí, pe, dijo Vera, a esas cacheras hay que decirles sus verdades. Solo así, este país dejará de ser pobre.

Al parecer, mi maestra no tenía muchas ganas de regresar a casa. Me había dicho que la acompañase “un ratito” a Higuereta, y ese ratito ya se había extinguido.

Échame más, pidió Vera. Josué tomó la botella y le llenó el vasito. Volvió a poner el whisky a su lado. ¿O sea, yo no voy a tomar, conchatumadre?, pensé. No era el momento para armar escándalos. Debía retirarme antes de que la sangre llegase al río.

¿Nos vamos? Tengo que hacer, le dije a mi maestra, las palabras salpimentadas con un poco de sano y rancio machismo. ¿Acaso prefieres estar con ese vago de mierda que conmigo?, pensé.

No jodas. Quédate. La noche recién empieza, respondió Vera desde su trono de mujer independiente que sabía lo que quería.

Era un martes. Ese floro de que la noche era virgen se aplicaba para un viernes, o un jueves como máximo, pero ¿un martes? Yo encantado de que la noche fuera virgen siempre y cuando fuera a solas con mi maestra, pero ¿qué tenía que hacer en la ecuación el vago de Josué?

Oye, el labio no para de sangrarme, dijo la cliente del amigo de Vera. Mira, me arreglas esto o no sé qué te hago.

Josué, imperturbable como médico de hospital público ante el dolor de una gestante, sin mirarla, apenas murmuró: Échate agua. En unos minutos, se sana esa huevada. Tomó un sorbo más de mi whisky y continuó conversando con Vera.

¿Échate agua? Oye, atiéndeme, mira cómo me sangra la boca, se indignó la mujer. O devuélveme mi plata, carajo.

¡Qué tienes, conchatumadre!, rugió mi profesora. Josué ya te ha dicho que te eches agua y esperes. ¿No puedes hacer eso? ¿Tan difícil es? Además, ¿quién te manda a hacerte huevadas en la cara?, continuó mi maestra, quien lucía un par de piercings en la cara: uno en la comisura de los labios y otro en una de las alas de su nariz.

La cliente, antes de irse, pues intuía que mi profesora no era alguien con quien pudiera combatir y resultar victoriosa, amenazó: Voy a regresar con la policía, muerto de hambre. Y voy a traer a un negro para que te cache, bruja, terminó, yéndose con la boca roja.

Yo también me voy. Te llamo para la próxima clase, le dije a Vera.

Iba a responderme, pero Josué la detuvo, le acercó la boca al oído y le dijo algo.

No te vayas, me dijo después del susurro de Josué. Quédate dos horitas más y luego nos vamos juntos a un hotel. ¿Quieres que te enseñe francés en la madrugada? Mi experiencia me dice que es el mejor momento del día para aprender idiomas.

La propuesta era suculenta. Me quedé.


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