sábado, 19 de julio de 2025

Novela Peruana "Brutalidad" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 25: El abuelo de Groover: El Comandante Pirulo Miura

 


El pequeño Groover se acercó llorando a su abuelo.

Abuelito, abuelito, defiéndeme, un negro cochino me ha pegado.  Uno de sus regordetes dedos señalaba la ubicación de su agresor.

El abuelo, que había sido líder sindical de microbuseros, leía un periódico amarillento sentado en el borde de la acera de su casa. Le gustaba repasar las noticias teniendo como fondo el bullicio de los chiquillos.

No le prestó inmediata atención al doliente muchacho. Solo cuando sus berridos se hicieron insufribles, apartó el periódico.

¿Qué pasa, carajo? ¿No te he enseñado que solo lloran las niñas? ¿O has perdido los huevos? A ver; muéstramelos.

Las severas y sardónicas interrogantes del abuelo cortaron en seco el llanto del pequeño Groover, quien ahora se mostraba aterrorizado.

Oye, tú crees que estoy bromeando, ¿no? Muéstrame la trola, carajo. La faz del abuelo era de temer. Seguro se te ha caído. Seguro ese negrito de mierda te ha castrado de un mordisco y por eso estás llorando como hembra. Bájate los pantalones o te los bajo yo. Y me importa un reverendo pirulo si tus amigos te ven el culo. Ya, rápido, muéstrame la trola. Vamos a comprobar si estás mocho y por eso es que estás chillando como cabro.

No, abuelo, yo tengo mi pichula bien puesta, dijo Groover, eliminando los últimos rastros de sus lágrimas.

Ah, ya, dijo el anciano, la voz firme y atronadora. Ya decía yo. Entonces, ¿qué chucha quieres? ¿No ves que estoy leyendo mi periódico?

Ese negro cochino de allá me ha pegado, dijo Groover, más sereno, pero todavía con el enojo carcomiéndole las entrañas.

Ah, te ha pegado. Ya. Vamos, dijo el anciano, levantándose pesadamente de la acera, enrollando su periódico, dándole forma de garrote. ¿Quién es el hijo de puta que te ha pegado? ¿Ese negro de allá? Vamos, llévame.

De la mano, el abuelo fue conducido por su nieto hasta un grupo de muchachos que jugaba fulbito en un parque, destrozando los geranios, aniquilando las magnolias, quebrando los ramales. Al ver al anciano irrumpir en el césped donde bailoteaba la pelotita, los chicos detuvieron el juego.

¿Quién fue el concha de su madre que le pegó a mi nieto?, gritó el abuelo. Los pequeños, que habían estado comentando en susurros la improbable intromisión de aquel vetusto hombre, enmudecieron.

Yo, respondió un negrito quimboso, cubierto con la camiseta del Alianza Lima. Llevaba el número diez en el dorso. Debajo de la nuca se podía leer el nombre de uno de los jugadores más borrachos del equipo blanquiazul: Waldir.

Acércate, mocoso, ordenó el anciano.

El negrito, que caminaba como todo un sabido, se acercó al abuelo sin temor alguno.

Toma, dijo el abuelo, entregándole el mazo de noticias. Para que lo termines de abollar al cabro de mi nieto.

Sin pérdida de tiempo, el negrito tomó el periódico enrollado y aporreó a Groover como si fuera una cucaracha.

Eso, así, dale, dale, que no se te escape esa cucaracha de mierda, negro cojudo. Dale, dale, dale, más duro, por ahí, por ahí, yo te la agarro, que se escapa, se carcajeaba el abuelo.

***

El Chino Miura era conocido en el partido aprista como el Comandante Pirulo, debido a la destreza con la que manipulaba una mortífera arma de su invención denominada así, pirulo, un arma que Miura creó inspirándose en las legendarias y brutales macanas incaicas.

El arma del Chino Miura no tenía, como la macana, una vara para sujetarla sino una cuerda que se enroscaba en la muñeca del brazo. Esto la dotaba de versatilidad y, sobre todo, de furtividad, ya que podía llevársela camuflada en las mangas de la camisa antes de ser lanzada sorpresivamente sobre la cabeza del rival, indistintamente un comunista o un odriísta. Lo que impactaba en el cráneo del enemigo político eran unas bolas de bronce con pespuntes romos que asemejaban las púas de los erizos de mar. Un pirulazo en la mitra o dejaba en coma al rival o lo convertía en un enceguecido aprista.

Haya de la Torre, el Viejo, le encomió, en una reunión solemne, la innovación en ataque y resguardo dentro de los mítines que significaba el pirulo en el arsenal aprista.

Compañero, Miura, yérgase, dijo Haya. Y venga a acompañarme acá al podio.

El recinto era un coro de silencio. Cuando el Viejo hablaba, nadie debía respirar siquiera.

Miura, henchido el pecho, se irguió por sobre sus compañeros y caminó hacia el estrado.

Gracias al temple indoamericano del compañero Miura, he podido llevar la palabra redentora al pueblo, a ese pueblo que es la savia de nuestra causa. Mientras yo elevo la voz de la justicia social, protestando contra la entrega inconsciente de nuestros recursos a las transnacionales imperiales, con el rabillo del ojo veo al compañero Miura, siempre vigilante, conteniendo con coraje a los provocadores odriístas, respaldado por esa vanguardia de varones recios y fornidos, nuestros búfalos apristas, guardianes de la disciplina y el orden. El Viejo Haya no pudo contener un movimiento serpenteante de la lengua entre sus labios descarnados cuando rememoró la corpulencia de los jóvenes búfalos, fuerza de choque de su partido político. ¿Cuántas cabezas rompió hoy, compañero Miura? ¿A cuántos de esos odriístas ha convertido usted en apristas a punta de pirulazos? No se me quede callado, porque en el aprismo no hay cabida para los mudos: aquí todos somos heraldos de la palabra, porque solo quien sabe hablarle al corazón del populacho puede conducirlo por la senda de la emancipación y los altos destinos de nuestra América Indoamericana.

El Chino Miura dejó de ver al Viejo y se encontró con una masa de ojos ansiosa por beber sus palabras. Había elaborado un pequeño discursito mientras esperaba sentando la llamada del líder del partido, pero, ahora, en frente de tantas miradas, particularmente, bajo el severo escrutinio de Haya, cuya nariz curvada le daba la apariencia de una lechuza de piedra, no tenía nada que decir.

Vamos, hombre, apure, hable, la patria le exige prontitud, instó Haya, las manos blancas y regordetas, salpicadas de manchas café.

Miura seguía sin poder articular palabra. No eran los nervios. Imposible. El Chino aceptó para sus adentros que la razón de su repentina mudez era el tardío reconocimiento de que... ¡no tenía vocabulario! Tras haber escuchado un discurso completo del Jefe (como también se le llamaba a Haya) sin estar ya enfocado en efectuar céleres lobotomías pirúlicas en las cabezas de sus enemigos, se dio cuenta de que no merecía considerarse aprista. No poseía ni un milésimo del léxico del Viejo. Y si abría la boca y empezaba a balbucear, el Jefe, en persona, comprobaría que su querido Chino Miura no era más que un simple matón, un búfalo que solo era capaz de bramar. Tremenda decepción se llevaría su amado líder.

Hable, hombre, que la paciencia se me está agotando, demandó Haya.

El inventor del pirulo se aclaró la garganta, se acercó al micrófono de gran cabeza prismática y empezó a hablar.

Muchas gracias, Jefe. Estaba preparando en un papelito cochino un pequeño discursito, pero se me cayó por ahí. Creo que fue mejor que se perdiera, porque hablaba cada babosería ahí. Se hubieran quedado con sus caritas de imbéciles, compañeros, luego de escuchar mis baboserías. Yo no llegué a terminar el colegio porque no les tomaba importancia a los libros; los libros me los metía al poto.

Yo, yo, yo me engolisinaba con otras cosas, pero no con la cultura. De todos modos, me llegó a gustar la política gracias a los compañeros apristas que conocí, y decidí que me convertiría en defensor de la verdad. Y esto de aquí, mi pirulo, fue el arma querida para que la verdad se imponga siempre, como la que siempre nos habla el Jefe. Jefe, dijo de pronto, mirando a Víctor Raúl, eso háblelo. Eso háblelo.

El despedazamiento del idioma era ya intolerable. Haya hizo un gesto y dos búfalos se encargaron de bajar del estrado al Chino Miura. Como si nada hubiera pasado, Víctor Raúl volvió a dirigirse a su público, enumerándoles las acciones que debían tomar en el próximo mitin.

Con los brazos detrás de la espalda, el Chino Miura fue conducido a la Mazmorra del Verbo, un húmedo lugar en el que dos o tres cuerpos magros trataban de aferrarse a la vida.

Por favor, ya, sáquennos de aquí. ¡Piedad!

Callen, mierdas. Van a salir de aquí cuando se aprendan las trescientas palabras cultas que les ha encargado el Jefe. Ya se las habrán aprendido, ¿no?, bramó uno de los que conducía al Chino. Mañana es su última oportunidad, cojudos. Ya lo saben.

Oiga, ¿qué es este lugar?, dijo Miura. Devuélvanme a la sala, carajo. ¿No ven que soy el Comandante Pirulo, el búfalo número uno del partido?

Sí, pero también eres un mulo. No sabes hablar ni pincho. Tienes el mismo paupérrimo vocabulario de estos muertos de hambre. Solo si pones de tu parte, saldrás de aquí con el pico digno de un aprista de verdad. Ya depende de ti, dijo el otro que lo conducía a su celda, los brazos dolorosamente doblados a la espalda. Al llegar a su mugrosa prisión, lo arrojaron al suelo como caca de perro.

Sobre la mesita de la esquina, hallarás en unos folios las trescientas palabras cultas que todo aprista debe dominar para engañar solventemente al pueblo. Tienes dos días para aprendértelas como si hubieras nacido con ellas. El politburó vendrá al tercer día para tomarte La Prueba que decidirá si vuelves al rebaño o si permaneces aquí, ad infinitum, el culo quemado por la cera caliente de mil y un velas. Estás advertido.

***

No fui hijo del privilegio, ni la senda fue alfombrada, relataba el abuelo. Los nietos lo escuchaban con terror, entre ellos, el pequeño Groover, los ojos morados por la golpiza que le había acomodado el negrito mazamorrero del Alianza Lima.

Alcanzar la estatura de líder intelectual de una tropa de mugrosos microbuseros no fue don gratuito: fue conquista labrada al calor del entrenamiento dialéctico en mis queridas filas apristas. Recuerden esto siempre: para no perecer de hambre y en la miseria, es menester poseer el don de la palabra, ese verbo encendido utilísimo para mentir con la verdad, para seducir al populacho, a los débiles mentales. No crean que nací con este verbo en los labios. Mi latido era rudo, bronco, inferior al de un microbusero analfabeto, hombres que el sistema ha condenado a la ignorancia y que ríen fácilmente oyendo las barbaridades de esos cómicos ambulantes de la calle. ¿No saben quiénes son esos? Mejor. Espero que nunca lo sepan por vuestro propio bien. Ahora, ha llegado el momento de que me demuestren qué han aprendido durante la semana, con qué vocablos cultos van a descolocar a su abuelo, el Comandante Pirulo. ¡Atzó!, concluyó el hombre, llevándose la mano recta a la frente.

Los niños se miraron entre sí, temerosos de ser los elegidos para la temida Prueba. El abuelo únicamente escogía a dos. Así, se aseguraba de que por el miedo a ser quemados en el culo con la cera de una vela encendida todos estudiaran. Y, también, se ahorraba algo de tiempo que luego empleaba para ver los culos femeninos que desfilaban ante la ventana de su casa.

Miguel, señaló el abuelo. Empiezas tú. Hoy quiero aprender nuevos términos. ¿Qué palabra culta me tienes para hoy?

Miguel le ofreció la espalda enhiesta a sus hermanos y primos, y el pecho inflado como el de un gorrión a su abuelo. Así se paraba el viejo Víctor Raúl, así se posiciona todo orador de fuste, carajo.

La palabra que tengo para hoy es “inmarcesible”, dijo Miguel con parsimonia.

Me gusta, me gusta, aprobó el abuelo. Dame el significado.

Inmarcesible, abuelo…

Cuál abuelo, carajo. Soy el Comandante Pirulo. No se vayan a huevear que me los cacho, ah. Ya, prosigue.

“Inmarcesible” es un adjetivo que se refiere a algo que no se marchita.

Muy bien, mierda. Ahora dame un ejemplo de su uso, ordenó el Comandante. Siempre que les realizaba la Prueba a sus nietos, el abuelo ornaba el torso con un saco plagado de chapitas de cerveza en la pechera. Él solía afirmar que eran sus galones, sus condecoraciones. Cada chapita representaba un cráneo roto.  

Su amor por la música era inmarcesible; ni el tiempo ni la adversidad lograron apagar su pasión, pronunció Miguel.

El Comandante cerró los ojos, saboreando cada término de aquella construcción.

Celebro la arquitectura de tu respuesta, Miguel. Has perseverado en la senda correcta, y por hoy quedas eximido del castigo. Mas ahora, la rueda del destino señala al siguiente llamado a la tribuna: el postrer contendiente que enfrentará La Prueba. No olviden, niños, este rito sabatino que compartimos no es vano pasatiempo: es la fragua en la que se templa el carácter y el verbo del hombre nuevo. Más tarde, cuando la vida les demande esfuerzo y dinero, habrán de recordar este humilde escenario, y entonces —lo sé— me lo agradecerán.

Groover, es tu turno de dar un paso al frente. Quiero sorprenderme una vez más contigo. Hoy me has mostrado cómo un negrito de mierda ha trapeado el piso, sin dificultad alguna, con el apellido de los Miura. No has podido elevar el estandarte de nuestro nombre, sino que un negrito cocotí cualquiera te ha hecho mierda. Veremos ahora si en las lides del pensamiento demuestras mayor gallardía y dignidad. Adelante, demuéstranos de qué madera estás hecho.

El pequeño Groover salió al frente, adoptó la postura de orador y habló. Su rostro no reflejaba expresión alguna, diríase que era una típica cara de póker.

Hoy he traído el adjetivo “vejatorio”.

Aguarda ahí, dijo el Comandante. ¿Esa palabra no la dijo ya Arturo hace unas semanas?

Arturo había usado esa palabra, pero no quiso quemar a su primo Groover. No, Comandante Pirulo, no la he usado, dijo el aludido.

Bueno, te la paso, todo porque la memoria ya no es la de antaño. A ver, desarróllate.

“Vejatorio” hace referencia al acto que humilla y provoca sufrimiento moral a una persona, continuó Groover.

El ejemplo, demandó el Comandante.

El líder del partido aprista cometía el acto vejatorio de quemarles el culo con una vela a sus búfalos para que aprendieran a rebuznar como él.

El ambiente, de pronto, se tornó helado. Los nietos eran conscientes de que Groover, en un arranque de rebeldía sin igual, acababa de mancillar la memoria del Viejo Cara de Lechuza. La reacción del Comandante Pirulo sería cruenta.

¡Hijo de mil putas! ¿Sabes cómo aprendí a hablar como un Churchill o un Demóstenes? ¿Cómo me convertí en líder sindical? Gracias al Viejo Víctor Raúl, so pedazo de cojudo. Y, sí, me quemaron el culo, pero eso me sirvió para memorizarme trescientos vocablos cultos que automáticamente transformaban cualquier huevada que decía en una frase que atraía a las idiotizadas masas. Ahora, por majadero, te voy a quemar el poto, Groover. Pásame la vela, Miguel. Ustedes agárrenlo a ese conchasumadre y bájenle el longplay. Voy a hacer que te arda el culo por tres semanas, carajo.

***

Cuando Groover despertó vio que la botella de cerveza que sostenía en sus manos había caído al suelo. El contenido, que no era mucho, se había secado hacía rato, pero el olor a borrachera, a resaca, era ensordecedor.

Luego de unos momentos en los que su mente porfió por hallar algo de estabilidad, decidió buscar el soporte sentimental de su chica, una peruana de ubérrimas carnes y mejor movimiento pélvico, pero recordó que sería imposible. En la última pelea que sostuvieron el día anterior, ella lo había mandado a rodar por misio: no pudo comprarle las bombachas que ella necesitaba para dizque lucirlas con él, aunque él le había dicho varias veces que las mejores bombachas eran las que no se ponía. A mí me gusta que te quites la ropa delante de mí, mami, solo eso. No soy como otros que se fascinan con ver a las mujeres en ropa interior. Yo te quiero ver calatita y de frente darte curso, amor.

Pero yo quiero mi bombacha, viejo sidoso. ¿No te parece que sufro ya un tremendo castigo al cachar contigo con condón para que no me pegues tu bicho? Cuando hacía el amor con mis anteriores hombres, estaba acostumbrada a sentirles la pielcita de sus pingas. En cambio, contigo solo siento un jebe que me raspa. Lo mínimo que puedes hacer por mí es comprarme mis bombachas.

Pero, mi amor, compréndeme que en el trabajo no gano mucho y que falta poco para despegar en todas mis plataformas: Kick, YouTube y X. Ya en YouTube, con las transmisiones que hago de la Operación Canguro llego a las sesenta vistas. En unos tres o cuatro años, estaré ganando más de mil dólares en YouTube si las cosas siguen creciendo así. El único programa que tengo bajetón en mi parrilla televisiva es el de un huevón que se alucina escritor, pero solo es un relleno más. Y, además, es un misógino de mierda. Cuando consiga un buen proyecto, plin, al toque lo reemplazo. De repente un día de estos el Profe Puti, que sí da chow, me acepta un horario en mi parrilla, amor, ya verás.

Oye, qué parrilla, qué Profe Puti ni qué Operación Canguro ni qué mierda; si no me compras las bombachas que quiero, me largo, y te olvidas de cómo te sacudo la pinga plastificada en mi concha demoledora.

Toda esa escena fue presenciada por los cientos de personas que paseaban y compraban en el centro comercial de la avenida Bloomfield, en Newark.

Luego de aquel papelón, Groover se guardó, derrotado. Empinó el codo hasta quedarse dormido. Y ahora despertaba, borracho, apestando a culo y sin un centavo. Solo había una forma de conseguir dinero rápido. Recordó a su abuelo el Chino Miura. Fue él quien le enseñó a blandir la palabra como arma potente para no morirse de hambre (o comprarles bombachas a las mujeres). Impulsado de valor y entusiasmo por aquel recuerdo generoso del abuelo, abrió programa. Lo intituló: “Dambre No Estafó A Simio Violencia”.

Ustedes saben que Dambre es un tipo respetable y que honra su palabra, empezó a comentarles a sus seguidores. El problema es Simio Violencia, que viajó a Estados Unidos a mendigarle plata a sus pipos. Y esos fanfarrones -porque eso es lo que son, fanfarrones que presumen tener dinero, a diferencia del señor Dambre- terminaron dándole la espalda porque descubrieron que solamente era un pedigüeño más, como el mismísimo y execrable Profe Puti.

La sintonía aumentaba. Si bien algunos comentarios lo tildaban de sobón y chupapingas de Dambre, otros encomiaban su poder oratorio, la variedad de su léxico y la contundencia de su entonación.

Por eso siempre diré: Oh, Dambre, empresario honrado y consciente, eres una luz disruptiva y clarificante, creadora de nuevos senderos en el YouTube peruano, que arranca a la Brutalidad de su nicho de ignominia para colocarla en los más alto del mainstream mundial.

Al finalizar su ditirambo, Groover se aplaudió a sí mismo. Unas lágrimas humedecían su rostro. Era un showman.

Casi hasta he llorado, queridos cuchilleros largos, defendiendo el buen nombre de Dambre. Jamás permitiré que injurien la honra de mi socio, sí, porque él y yo somos iguales, somos socios, somos cabezas, somos los que montan, los que mandan.

***

El teléfono sonó. No era su chica, pero era Dambre; o sea, plata.

Prestamente contestó el celular.

Aló, Dambre, dijo guardando la compostura.

Hola, Viejo. Escuché tu programa. Muchas gracias por haber hablado tan bonito de mí. Me sentí corto, porque desinteresadamente me has defendido. Pero siento que debo darte algo; dinero para ser más exactos, a cambio de tu buena obra. ¿Cuánto quieres por ese discurso, por esa defensa que me has hecho desinteresadamente?

Groover no perdió tiempo. Sabía que cuando alguien montaba, mandaba, entonces, calculando el costo de las bombachas y de una cena de reconciliación, dijo: Sin abusar mucho de tu confianza, unos quinientos dolarillos estarían bien, querido Dambre. Igual, tú sabes que no hace falta que me pagues, pero ya que insistes, no te voy a decir que no me des. No hay que hacernos los cojudos. Y siempre que alguien hable mal de ti, mi intelecto y mis cultas palabras estarán al servicio de tu protección.

A los pocos minutos, con los quinientos cocachos en su cuenta, Groover llamó a su chica. Ella, luego de que le hubo mandado una captura del dinero, lo perdonó.

Gracias, querido abuelo, sin tu entrenamiento no hubiese sido capaz de conseguir ese dinero para satisfacer mis caches. Gracias por haberme entrenado en ese verbo tan florido que tengo.

Desde el infierno, el Comandante Pirulo exclamó: ¡Fueeera, conchatumadre!


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