El pequeño Groover
se acercó llorando a su abuelo.
Abuelito,
abuelito, defiéndeme, un negro cochino me ha pegado. Uno de sus regordetes dedos señalaba la ubicación
de su agresor.
El abuelo,
que había sido líder sindical de microbuseros, leía un periódico amarillento
sentado en el borde de la acera de su casa. Le gustaba repasar las noticias
teniendo como fondo el bullicio de los chiquillos.
No le
prestó inmediata atención al doliente muchacho. Solo cuando sus berridos se
hicieron insufribles, apartó el periódico.
¿Qué pasa,
carajo? ¿No te he enseñado que solo lloran las niñas? ¿O has perdido los huevos?
A ver; muéstramelos.
Las severas
y sardónicas interrogantes del abuelo cortaron en seco el llanto del pequeño
Groover, quien ahora se mostraba aterrorizado.
Oye, tú
crees que estoy bromeando, ¿no? Muéstrame la trola, carajo. La faz
del abuelo era de temer. Seguro se te ha caído. Seguro ese negrito de mierda
te ha castrado de un mordisco y por eso estás llorando como hembra. Bájate los
pantalones o te los bajo yo. Y me importa un reverendo pirulo si tus amigos te
ven el culo. Ya, rápido, muéstrame la trola. Vamos a comprobar si estás mocho y
por eso es que estás chillando como cabro.
No, abuelo,
yo tengo mi pichula bien puesta, dijo Groover, eliminando los últimos rastros de sus
lágrimas.
Ah, ya, dijo el
anciano, la voz firme y atronadora. Ya decía yo. Entonces, ¿qué chucha
quieres? ¿No ves que estoy leyendo mi periódico?
Ese negro
cochino de allá me ha pegado, dijo Groover, más sereno, pero todavía con el enojo
carcomiéndole las entrañas.
Ah, te ha
pegado. Ya. Vamos, dijo el anciano, levantándose pesadamente de la
acera, enrollando su periódico, dándole forma de garrote. ¿Quién es el hijo
de puta que te ha pegado? ¿Ese negro de allá? Vamos, llévame.
De la mano,
el abuelo fue conducido por su nieto hasta un grupo de muchachos que jugaba
fulbito en un parque, destrozando los geranios, aniquilando las magnolias,
quebrando los ramales. Al ver al anciano irrumpir en el césped donde bailoteaba
la pelotita, los chicos detuvieron el juego.
¿Quién fue
el concha de su madre que le pegó a mi nieto?, gritó el abuelo. Los
pequeños, que habían estado comentando en susurros la improbable intromisión de
aquel vetusto hombre, enmudecieron.
Yo, respondió
un negrito quimboso, cubierto con la camiseta del Alianza Lima. Llevaba el
número diez en el dorso. Debajo de la nuca se podía leer el nombre de uno de
los jugadores más borrachos del equipo blanquiazul: Waldir.
Acércate,
mocoso, ordenó el anciano.
El negrito,
que caminaba como todo un sabido, se acercó al abuelo sin temor alguno.
Toma, dijo el abuelo,
entregándole el mazo de noticias. Para que lo termines de abollar al cabro
de mi nieto.
Sin pérdida
de tiempo, el negrito tomó el periódico enrollado y aporreó a Groover como si
fuera una cucaracha.
Eso, así,
dale, dale, que no se te escape esa cucaracha de mierda, negro cojudo. Dale,
dale, dale, más duro, por ahí, por ahí, yo te la agarro, que se escapa, se
carcajeaba el abuelo.
***
El Chino
Miura era conocido en el partido aprista como el Comandante Pirulo, debido a la
destreza con la que manipulaba una mortífera arma de su invención denominada
así, pirulo, un arma que Miura creó inspirándose en las legendarias y brutales macanas
incaicas.
El arma del
Chino Miura no tenía, como la macana, una vara para sujetarla sino una cuerda
que se enroscaba en la muñeca del brazo. Esto la dotaba de versatilidad y,
sobre todo, de furtividad, ya que podía llevársela camuflada en las mangas de
la camisa antes de ser lanzada sorpresivamente sobre la cabeza del rival,
indistintamente un comunista o un odriísta. Lo que impactaba en el cráneo del
enemigo político eran unas bolas de bronce con pespuntes romos que asemejaban
las púas de los erizos de mar. Un pirulazo en la mitra o dejaba en coma al
rival o lo convertía en un enceguecido aprista.
Haya de la
Torre, el Viejo, le encomió, en una reunión solemne, la innovación en ataque y
resguardo dentro de los mítines que significaba el pirulo en el arsenal
aprista.
Compañero,
Miura, yérgase, dijo Haya. Y venga a acompañarme acá al podio.
El recinto
era un coro de silencio. Cuando el Viejo hablaba, nadie debía respirar
siquiera.
Miura,
henchido el pecho, se irguió por sobre sus compañeros y caminó hacia el
estrado.
Gracias al
temple indoamericano del compañero Miura, he podido llevar la palabra redentora
al pueblo, a ese pueblo que es la savia de nuestra causa. Mientras yo elevo la
voz de la justicia social, protestando contra la entrega inconsciente de
nuestros recursos a las transnacionales imperiales, con el rabillo del ojo veo
al compañero Miura, siempre vigilante, conteniendo con coraje a los
provocadores odriístas, respaldado por esa vanguardia de varones recios y
fornidos, nuestros búfalos apristas, guardianes de la disciplina y el orden. El Viejo
Haya no pudo contener un movimiento serpenteante de la lengua entre sus labios
descarnados cuando rememoró la corpulencia de los jóvenes búfalos, fuerza de
choque de su partido político. ¿Cuántas cabezas rompió hoy, compañero Miura?
¿A cuántos de esos odriístas ha convertido usted en apristas a punta de
pirulazos? No se me quede callado, porque en el aprismo no hay cabida para los
mudos: aquí todos somos heraldos de la palabra, porque solo quien sabe hablarle
al corazón del populacho puede conducirlo por la senda de la emancipación y los
altos destinos de nuestra América Indoamericana.
El Chino
Miura dejó de ver al Viejo y se encontró con una masa de ojos ansiosa por beber
sus palabras. Había elaborado un pequeño discursito mientras esperaba sentando
la llamada del líder del partido, pero, ahora, en frente de tantas miradas,
particularmente, bajo el severo escrutinio de Haya, cuya nariz curvada le daba la
apariencia de una lechuza de piedra, no tenía nada que decir.
Vamos,
hombre, apure, hable, la patria le exige prontitud, instó
Haya, las manos blancas y regordetas, salpicadas de manchas café.
Miura
seguía sin poder articular palabra. No eran los nervios. Imposible. El Chino
aceptó para sus adentros que la razón de su repentina mudez era el tardío
reconocimiento de que... ¡no tenía vocabulario! Tras haber escuchado un
discurso completo del Jefe (como también se le llamaba a Haya) sin estar ya
enfocado en efectuar céleres lobotomías pirúlicas en las cabezas de sus
enemigos, se dio cuenta de que no merecía considerarse aprista. No poseía ni un
milésimo del léxico del Viejo. Y si abría la boca y empezaba a balbucear, el
Jefe, en persona, comprobaría que su querido Chino Miura no era más que un
simple matón, un búfalo que solo era capaz de bramar. Tremenda decepción se
llevaría su amado líder.
Hable,
hombre, que la paciencia se me está agotando, demandó Haya.
El inventor
del pirulo se aclaró la garganta, se acercó al micrófono de gran cabeza
prismática y empezó a hablar.
Muchas
gracias, Jefe. Estaba preparando en un papelito cochino un pequeño discursito,
pero se me cayó por ahí. Creo que fue mejor que se perdiera, porque hablaba
cada babosería ahí. Se hubieran quedado con sus caritas de imbéciles,
compañeros, luego de escuchar mis baboserías. Yo no llegué a terminar el
colegio porque no les tomaba importancia a los libros; los libros me los metía
al poto.
Yo, yo, yo
me engolisinaba con otras cosas, pero no con la cultura. De todos modos, me
llegó a gustar la política gracias a los compañeros apristas que conocí, y
decidí que me convertiría en defensor de la verdad. Y esto de aquí, mi pirulo,
fue el arma querida para que la verdad se imponga siempre, como la que siempre
nos habla el Jefe. Jefe, dijo de pronto, mirando a Víctor Raúl, eso
háblelo. Eso háblelo.
El
despedazamiento del idioma era ya intolerable. Haya hizo un gesto y dos búfalos
se encargaron de bajar del estrado al Chino Miura. Como si nada hubiera pasado,
Víctor Raúl volvió a dirigirse a su público, enumerándoles las acciones que
debían tomar en el próximo mitin.
Con los
brazos detrás de la espalda, el Chino Miura fue conducido a la Mazmorra del
Verbo, un húmedo lugar en el que dos o tres cuerpos magros trataban de
aferrarse a la vida.
Por favor,
ya, sáquennos de aquí. ¡Piedad!
Callen,
mierdas. Van a salir de aquí cuando se aprendan las trescientas palabras cultas
que les ha encargado el Jefe. Ya se las habrán aprendido, ¿no?, bramó uno
de los que conducía al Chino. Mañana es su última oportunidad, cojudos. Ya
lo saben.
Oiga, ¿qué
es este lugar?, dijo Miura. Devuélvanme a
la sala, carajo. ¿No ven que soy el Comandante Pirulo, el búfalo número
uno del partido?
Sí, pero también
eres un mulo. No sabes hablar ni pincho. Tienes el mismo paupérrimo vocabulario
de estos muertos de hambre. Solo si pones de tu parte, saldrás de aquí con el pico
digno de un aprista de verdad. Ya depende de ti, dijo el
otro que lo conducía a su celda, los brazos dolorosamente doblados a la
espalda. Al llegar a su mugrosa prisión, lo arrojaron al suelo como caca de
perro.
Sobre la
mesita de la esquina, hallarás en unos folios las trescientas palabras cultas
que todo aprista debe dominar para engañar solventemente al pueblo. Tienes dos
días para aprendértelas como si hubieras nacido con ellas. El politburó vendrá
al tercer día para tomarte La Prueba que decidirá si vuelves al rebaño o si
permaneces aquí, ad infinitum, el culo quemado por la cera caliente de mil y un
velas. Estás advertido.
***
No fui hijo
del privilegio, ni la senda fue alfombrada, relataba el abuelo. Los
nietos lo escuchaban con terror, entre ellos, el pequeño Groover, los ojos
morados por la golpiza que le había acomodado el negrito mazamorrero del
Alianza Lima.
Alcanzar la
estatura de líder intelectual de una tropa de mugrosos microbuseros no fue don
gratuito: fue conquista labrada al calor del entrenamiento dialéctico en mis
queridas filas apristas. Recuerden esto siempre: para no perecer de hambre y en
la miseria, es menester poseer el don de la palabra, ese verbo encendido
utilísimo para mentir con la verdad, para seducir al populacho, a los débiles
mentales. No crean que nací con este verbo en los labios. Mi latido era rudo,
bronco, inferior al de un microbusero analfabeto, hombres que el sistema ha
condenado a la ignorancia y que ríen fácilmente oyendo las barbaridades de esos
cómicos ambulantes de la calle. ¿No saben quiénes son esos? Mejor. Espero que
nunca lo sepan por vuestro propio bien. Ahora, ha llegado el momento de que me
demuestren qué han aprendido durante la semana, con qué vocablos cultos van a
descolocar a su abuelo, el Comandante Pirulo. ¡Atzó!, concluyó
el hombre, llevándose la mano recta a la frente.
Los niños
se miraron entre sí, temerosos de ser los elegidos para la temida Prueba. El
abuelo únicamente escogía a dos. Así, se aseguraba de que por el miedo a ser
quemados en el culo con la cera de una vela encendida todos estudiaran. Y,
también, se ahorraba algo de tiempo que luego empleaba para ver los culos
femeninos que desfilaban ante la ventana de su casa.
Miguel, señaló el
abuelo. Empiezas tú. Hoy quiero aprender nuevos términos. ¿Qué palabra culta
me tienes para hoy?
Miguel le
ofreció la espalda enhiesta a sus hermanos y primos, y el pecho inflado como el
de un gorrión a su abuelo. Así se paraba el viejo Víctor Raúl, así se posiciona
todo orador de fuste, carajo.
La palabra
que tengo para hoy es “inmarcesible”, dijo Miguel con parsimonia.
Me gusta,
me gusta, aprobó el abuelo. Dame el significado.
Inmarcesible,
abuelo…
Cuál
abuelo, carajo. Soy el Comandante Pirulo. No se vayan a huevear que me los
cacho, ah. Ya, prosigue.
“Inmarcesible”
es un adjetivo que se refiere a algo que no se marchita.
Muy bien,
mierda. Ahora dame un ejemplo de su uso, ordenó el Comandante.
Siempre que les realizaba la Prueba a sus nietos, el abuelo ornaba el torso con
un saco plagado de chapitas de cerveza en la pechera. Él solía afirmar que eran
sus galones, sus condecoraciones. Cada chapita representaba un cráneo roto.
Su amor por
la música era inmarcesible; ni el tiempo ni la adversidad lograron apagar su
pasión, pronunció Miguel.
El Comandante
cerró los ojos, saboreando cada término de aquella construcción.
Celebro la
arquitectura de tu respuesta, Miguel. Has perseverado en la senda correcta, y
por hoy quedas eximido del castigo. Mas ahora, la rueda del destino señala al
siguiente llamado a la tribuna: el postrer contendiente que enfrentará La
Prueba. No olviden, niños, este rito sabatino que compartimos no es vano
pasatiempo: es la fragua en la que se templa el carácter y el verbo del hombre
nuevo. Más tarde, cuando la vida les demande esfuerzo y dinero, habrán de
recordar este humilde escenario, y entonces —lo sé— me lo agradecerán.
Groover, es
tu turno de dar un paso al frente. Quiero sorprenderme una vez más contigo. Hoy
me has mostrado cómo un negrito de mierda ha trapeado el piso, sin dificultad
alguna, con el apellido de los Miura. No has podido elevar el estandarte de
nuestro nombre, sino que un negrito cocotí cualquiera te ha hecho mierda.
Veremos ahora si en las lides del pensamiento demuestras mayor gallardía y
dignidad. Adelante, demuéstranos de qué madera estás hecho.
El pequeño
Groover salió al frente, adoptó la postura de orador y habló. Su rostro no
reflejaba expresión alguna, diríase que era una típica cara de póker.
Hoy he
traído el adjetivo “vejatorio”.
Aguarda ahí, dijo el Comandante.
¿Esa palabra no la dijo ya Arturo hace unas semanas?
Arturo
había usado esa palabra, pero no quiso quemar a su primo Groover. No, Comandante
Pirulo, no la he usado, dijo el aludido.
Bueno, te
la paso, todo porque la memoria ya no es la de antaño. A ver, desarróllate.
“Vejatorio”
hace referencia al acto que humilla y provoca sufrimiento moral a una persona, continuó
Groover.
El ejemplo, demandó
el Comandante.
El líder
del partido aprista cometía el acto vejatorio de quemarles el culo con una vela
a sus búfalos para que aprendieran a rebuznar como él.
El
ambiente, de pronto, se tornó helado. Los nietos eran conscientes de que
Groover, en un arranque de rebeldía sin igual, acababa de mancillar la memoria
del Viejo Cara de Lechuza. La reacción del Comandante Pirulo sería cruenta.
¡Hijo de
mil putas! ¿Sabes cómo aprendí a hablar como un Churchill o un Demóstenes? ¿Cómo
me convertí en líder sindical? Gracias al Viejo Víctor Raúl, so pedazo de
cojudo. Y, sí, me quemaron el culo, pero eso me sirvió para memorizarme trescientos
vocablos cultos que automáticamente transformaban cualquier huevada que decía
en una frase que atraía a las idiotizadas masas. Ahora, por majadero, te voy a
quemar el poto, Groover. Pásame la vela, Miguel. Ustedes agárrenlo a ese
conchasumadre y bájenle el longplay. Voy a hacer que te arda el culo por tres
semanas, carajo.
***
Cuando
Groover despertó vio que la botella de cerveza que sostenía en sus manos había caído
al suelo. El contenido, que no era mucho, se había secado hacía rato, pero el
olor a borrachera, a resaca, era ensordecedor.
Luego de
unos momentos en los que su mente porfió por hallar algo de estabilidad,
decidió buscar el soporte sentimental de su chica, una peruana de ubérrimas carnes
y mejor movimiento pélvico, pero recordó que sería imposible. En la última
pelea que sostuvieron el día anterior, ella lo había mandado a rodar por misio:
no pudo comprarle las bombachas que ella necesitaba para dizque lucirlas con
él, aunque él le había dicho varias veces que las mejores bombachas eran las
que no se ponía. A mí me gusta que te quites la ropa delante de mí, mami,
solo eso. No soy como otros que se fascinan con ver a las mujeres en ropa
interior. Yo te quiero ver calatita y de frente darte curso, amor.
Pero yo
quiero mi bombacha, viejo sidoso. ¿No te parece que sufro ya un tremendo
castigo al cachar contigo con condón para que no me pegues tu bicho? Cuando
hacía el amor con mis anteriores hombres, estaba acostumbrada a sentirles la
pielcita de sus pingas. En cambio, contigo solo siento un jebe que me raspa. Lo
mínimo que puedes hacer por mí es comprarme mis bombachas.
Pero, mi
amor, compréndeme que en el trabajo no gano mucho y que falta poco para
despegar en todas mis plataformas: Kick, YouTube y X. Ya en YouTube, con las
transmisiones que hago de la Operación Canguro llego a las sesenta vistas. En
unos tres o cuatro años, estaré ganando más de mil dólares en YouTube si las
cosas siguen creciendo así. El único programa que tengo bajetón en mi parrilla
televisiva es el de un huevón que se alucina escritor, pero solo es un relleno
más. Y, además, es un misógino de mierda. Cuando consiga un buen proyecto,
plin, al toque lo reemplazo. De repente un día de estos el Profe Puti, que sí
da chow, me acepta un horario en mi parrilla, amor, ya verás.
Oye, qué
parrilla, qué Profe Puti ni qué Operación Canguro ni qué mierda; si no me
compras las bombachas que quiero, me largo, y te olvidas de cómo te sacudo la
pinga plastificada en mi concha demoledora.
Toda esa
escena fue presenciada por los cientos de personas que paseaban y compraban en
el centro comercial de la avenida Bloomfield, en Newark.
Luego de aquel
papelón, Groover se guardó, derrotado. Empinó el codo hasta quedarse dormido. Y
ahora despertaba, borracho, apestando a culo y sin un centavo. Solo había una
forma de conseguir dinero rápido. Recordó a su abuelo el Chino Miura. Fue él
quien le enseñó a blandir la palabra como arma potente para no morirse de
hambre (o comprarles bombachas a las mujeres). Impulsado de valor y entusiasmo
por aquel recuerdo generoso del abuelo, abrió programa. Lo intituló: “Dambre No
Estafó A Simio Violencia”.
Ustedes
saben que Dambre es un tipo respetable y que honra su palabra, empezó a
comentarles a sus seguidores. El problema es Simio Violencia, que viajó a
Estados Unidos a mendigarle plata a sus pipos. Y esos fanfarrones -porque eso
es lo que son, fanfarrones que presumen tener dinero, a diferencia del señor
Dambre- terminaron dándole la espalda porque descubrieron que solamente era un
pedigüeño más, como el mismísimo y execrable Profe Puti.
La sintonía
aumentaba. Si bien algunos comentarios lo tildaban de sobón y chupapingas de Dambre,
otros encomiaban su poder oratorio, la variedad de su léxico y la contundencia
de su entonación.
Por eso
siempre diré: Oh, Dambre, empresario honrado y consciente, eres una luz
disruptiva y clarificante, creadora de nuevos senderos en el YouTube peruano, que
arranca a la Brutalidad de su nicho de ignominia para colocarla en los más alto
del mainstream mundial.
Al
finalizar su ditirambo, Groover se aplaudió a sí mismo. Unas lágrimas
humedecían su rostro. Era un showman.
Casi hasta
he llorado, queridos cuchilleros largos, defendiendo el buen nombre de Dambre. Jamás
permitiré que injurien la honra de mi socio, sí, porque él y yo somos iguales,
somos socios, somos cabezas, somos los que montan, los que mandan.
***
El teléfono
sonó. No era su chica, pero era Dambre; o sea, plata.
Prestamente
contestó el celular.
Aló, Dambre, dijo
guardando la compostura.
Hola,
Viejo. Escuché tu programa. Muchas gracias por haber hablado tan bonito de mí.
Me sentí corto, porque desinteresadamente me has defendido. Pero siento que
debo darte algo; dinero para ser más exactos, a cambio de tu buena obra. ¿Cuánto
quieres por ese discurso, por esa defensa que me has hecho desinteresadamente?
Groover no
perdió tiempo. Sabía que cuando alguien montaba, mandaba, entonces, calculando
el costo de las bombachas y de una cena de reconciliación, dijo: Sin abusar
mucho de tu confianza, unos quinientos dolarillos estarían bien, querido
Dambre. Igual, tú sabes que no hace falta que me pagues, pero ya que insistes,
no te voy a decir que no me des. No hay que hacernos los cojudos. Y siempre que
alguien hable mal de ti, mi intelecto y mis cultas palabras estarán al servicio
de tu protección.
A los pocos
minutos, con los quinientos cocachos en su cuenta, Groover llamó a su chica. Ella,
luego de que le hubo mandado una captura del dinero, lo perdonó.
Gracias,
querido abuelo, sin tu entrenamiento no hubiese sido capaz de conseguir ese dinero
para satisfacer mis caches. Gracias por haberme entrenado en ese verbo tan
florido que tengo.
Desde el
infierno, el Comandante Pirulo exclamó: ¡Fueeera, conchatumadre!
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