Hoy por ser
el día de tu santo te venimos a cantar, finalizaron los mariachis su estribillo. Para
Groover Miura de parte de su sobrino Cambrito que lo quiere mucho. ¡Sí, señor!
Los folcloristas
mexicanos miraban a todos lados. Cantaban, pifiaban, se arrechaban, pero
siempre observando al vuelo hasta por detrás de sus cráneos, como si les
hubieran salido de la nuca ojos ubicuos y avizores. Estaban apeligrados. A
pesar de que era la segunda vez que regresaban a cantar a ese jodido lugar, el
miedo los recorría cual escamas lancinantes. Se trataba de uno de los suburbios
más infectos de Newark, en New Jersey.
Las casas estaban
inmersas en la oscuridad, ya fuera porque sus habitantes eran extremos tacaños
o porque se pasaban de pendejos al no pagar los servicios básicos.
Apenas si
se columbraba uno que otro puntito rojo en medio de la espesura de lo oscuro.
No se tenía que ser un experto para saber que esos puntitos correspondían a las
brasas de los gruesos cigarrillos de fentanilo que encendían los vecinos del
barrio, que preferían fumar fuera de sus covachas para evitar duras riñas con
las verdaderas dueñas de esos cuchitriles, las ratas.
Japy verdey
tu yu, japy verdey tu yu, japy verdey a Groover, japy verdey tu yu. Cumpleaños
feliz te deseamos a ti. Que los sigas cumpliendo hasta el año diez mil, siguieron
los mariachis pues, a pesar de que hubieran deseado largarse al término de la
primera estrofa, debían continuar fatigando sus gargantas e instrumentos porque
el dron de la organización que los había contratado los vigilaba y grababa
escrupulosamente.
No se me
mueven esos conchasumadres hasta que le canten bien cantadas sus mañanitas al
sidoso, había dictaminado el Gago Marly, organizador principal de la serenata,
personaje conocido por hablar y escupir al mismo tiempo. Sus amigos y asociados
salían bañados en baba luego de sostener conversaciones con él. Por eso, ellos preferían
mantener todo tipo de contacto con el susodicho de lejitos nomás; por llamada
solamente, ya que por videollamada igual se podía ver cómo las gotitas de su
saliva iban a estrellarse contra la pantalla, haciendo la comunicación algo muy
desagradable de procesar.
Groover
Miura, el Viejo para sus fanáticos en Kick y YouTube, dormía profundamente. Había
bebido y consumido mucho fentanilo para olvidar todo el bullying y los vídeos
celebratorios/vejatorios en donde se mostraba la fachada de su hogar y a un
grupo de mariachis cantándole en su cumpleaños. Así que ni la explosión de un
misil teledirigido a su casa podría despertarlo. Moriría sin saber que un torpedo
le había partido el ano. Como no se despertaba ni para acudir al baño,
generalmente amanecía con los pantalones escurridos en pichi. Al menos, es
un líquido calentito y abrigador, se solía decir, como dándose ánimos,
cuando se despertaba hacia la una o dos de la tarde del día siguiente.
Pero quien
sí se alarmó por el vicioso ruido de los mariachis fue Giani, la rata gorda y
provecta que vivía en la casa de Groover.
Oe,
alcohólico, despierta. ¿No oyes que otra vez están jodiendo afuera?, le increpó
Giani con vehemencia a un roncante, resollante y bramante Groover.
Giani era
una rata de movimientos lentos, como toda rata líder, acostumbrada a que los de
su manada lo mantuvieran a cuerpo de rey. Giani era el único roedor que vivía
con Groover; el único que se había ganado ese derecho. El resto vivía en los
dos amplios cubos de basura ubicados en el minúsculo porche exterior de la
casa; cubos que, huelga notarlo, siempre estaban repletos de desperdicios.
Groover
apenas pudo abrir un átimo los ojos. Vislumbró la figura borrosa de Giani
increpándole cosas muy duras.
Otra vez te
han mandado los mariachis de la semana pasada, cojudo. Están que hacen un escándalo
de mierda afuera. ¿No escuchas, mierda? ¿Para eso fumas? ¿Para eso chupas,
carajo?
La sangre
hirviente e indignada que recorría las venas de Giani aceraban sus pelos grises,
enflechándolos -como diría Vallejo-, cual lanzas listas para incrustarse en los
cuerpos enemigos de los negros fentanileros, sus vecinos, que se disputaban con
los de su manada los mendrugos que caían de la boca de Groover.
Párales el
macho, cojudo. No me van a dejar dormir. Claro, como tú te quedas jatazo como
si te hubieras corrido un pajazo. Yo no soy así, pes, huevón. Yo tengo el sueño
delicado, se quejaba Giani, samaqueando del hombro a un inconsciente Groover, de
cuya boca, convertida en inexpresivo tajo, se desprendían hilos apestosos de
baba.
Carajo, parece
que esto lo tendré que arreglar yo mismo, aprehendió Giani, asumiendo
su papel de hombre de la casa.
Yara, yara, se dijo a
sí mismo mientras se encaminaba hacia la puerta. Se quedó quieto, una postura
que ejecutaba a la perfección, pues, gracias a ella, sus congéneres habían
supervivido ya más de ciento veinticinco millones de años sobre la faz de la
tierra. Parece que ya se fueron esos conchasumadres.
El ruido
que provenía de la calle era el habitual: los gritos solitarios de negros que se
arrastraban en busca de un colérico picotazo -como diría Ginsberg-, de perros
aullándole a la opresora noche, alaridos puntuales de seres de hueso y pellejo
que le habían arrendado de por vida sus almas al vicio endemoniado de aleves avemarías.
Por segunda
vez, los mariachis le habían ido a cantar feliz cumpleaños a Groover; y, tal
cual sucedió en la primera ocasión, nada había podido hacerse para detener aquellas
violaciones sonoras.
Igual, Giani, debía cerciorarse de que los
mariachis se hubieran largado. Claramente, por su tamaño, no podía abrir la
puerta de la calle; por eso, le había ordenado a Groover le construyera una
pequeña compuerta en la parte inferior de aquella.
Yo ya no
voy a entrar por el wáter de la casa, carajo. Yo ya soy parte de esta familia,
huevón. Ya sabes que, si a mí me da la gana, mañana doy la orden y todas las ratas
que están en el basurero se vienen a dormir contigo. Ya sabes, o te alineas o
te alineas, lo había amenazado en aquella ocasión.
Entonces, cuando
apenas hubo terminado de dar dos o tres pasos hacia la compuerta, y a un
centímetro de ella, volvió a quedarse quieto: alguien se encontraba al otro
lado de la madera, exactamente al otro lado. Y no era alguien que pasaba. Parecía
ser alguien que quería entrar.
Conchasumadre,
seguro ahora uno de los mariachis quiere meterse a la casa. Ta huevón. Ya se
cagó.
Giani se
determinó a poner en vereda al intruso.
Abrió
lentamente la compuerta y se dio cara a cara con el rostro entintado del Profe
Puty, a quien conocía de las varias trifulcas virtuales que había sostenido con
Groover.
Profe Puty, farfulló Giani,
los ojos en franca perplejidad.
El Profe Puty,
o Gonzalo Reynoso según constaba en diversos atestados policiales levantados
por grabar potos de féminas en las calles, jamás pensó que un animalejo de la
catadura de Giani fuera capaz de reconocerlo. Chucha, me conocen hasta los
habitantes de la mierda, rumió.
***
Yo me lo
cacho a Groover, confesó el Cholo Berrocal.
El Profe Puty,
o Gonzalo Reynoso para los conocedores de los rankings de los peores maestros
peruanos, jamás pensó que oiría tan crudas palabras de la boca de su empleador.
A él le
gusta que lo ponga en cuatro y, ¡plaj!, me lo detone, continuó
Berrocal, no necesariamente orgulloso de su revelación.
Por eso
quiero que me investigues quiénes están detrás de la huevada de los mariachis.
Yo lo amo a Groover. Un culo como el de ese hombre, que siempre me refresca la
pinga como una culebrita, es imposible de perderlo. Tengo que cuidarlo. Tú me
comprenderás, cojudo, que eres tremendo putero.
Sí, pero yo
me cacho mujeres, aclaró Puty.
Hueco es
hueco, huevón. El amor convierte esas huevadas moralistas en sublimes
experiencias amatorias, poetizó Berrocal.
Los dos
conversaban en un chifa de la avenida Alfonso Ugarte, en el Centro de Lima. La
carne del arroz chaufa de Puty estaba chiclosa, pero, aun así, la disfrutaba
con el arrebato propio de un muerto de hambre.
Ya te deposité
el dinero en tu cuenta, cojudo. Y mi secretaria te va a hacer llegar los
pasajes a Newark en unos minutos. O sea, ya está todo prácticamente arreglado. Mañana
viajas. Con esta vaina, quedamos parches, ah. Te estoy pagando un culo de plata
por esta chambita, te estoy poniendo pasajes para los Estados Unidos y, además,
te estoy dejando conservar tu chamba en mi colegio a pesar de que tu título de
profesor solo sirve para recoger caca de perro, como la literatura de un tal
Solitario de Zepita, un escritorzuelo que ha salido en el canal de Rigoberto El
Viajero, a quien yo sigo desde siempre, porque es un cabrito culto y bueno,
pero ya se maleó presentando a ese dizque escritor. Bah, habrase visto. Bueno,
negro, con todo lo que te estoy ofreciendo, no te puedes quejar.
No, no me
puedo quejar, señor Berrocal. Me parece justo el trato. A partir de ahora su
secreto homosexual queda a muy buen resguardo conmigo, prometió el
muy ladino de Puty, quien sí que ocultaba secretos homosexuales muy
perturbadores con un su primo transexual, un tal Mas Reynoso Chivas, pero ese
desagradable recuento seguramente se revelará en un futuro capítulo.
Gonzalo
Reynoso sabía muy bien quién estaba detrás del envío de los mariachis al
frontispicio de la jato de Groover. La confesión de Berrocal le había confirmado
sus sospechas sobre el dueño de esa voz rasposa y alicorada que había escuchado
de soslayo en la conversación telefónica: Groover.
Entonces,
Puty conocía de primera mano que la mente siniestra detrás de la serenata era
el Tío Marly, ya que mantenía con él cierta comunicación por WhatsApp. Muy
frecuentemente, Marly le soltaba veinte dólares al Profe para asegurar que entrara
en sus transmisiones cuando se le antojara, para que bailase a su ritmo. Solo así
podía conquistarse la participación de Puty, quien luego de recibir sus
propinas, sus centros, movía la cola jubilosamente mientras el hocico se lamía
el propio ano en señal de satisfacción.
Como Puty
recibía de Marly generosas propinas, no se ofuscaba cuando este le endilgaba
sus más feroces ataques, ridiculizándolo en las redes sociales ante el mundo
entero. Por otro lado, como el escritor Zepita no le pasaba ni un mango, Puty
se enfurecía, se alocaba, vomitaba vitriolo cuando el escribidor se fabricaba
historias -ficciones- ligeramente inspiradas en su venida a menos figura de
docente.
Lo que
escribe ese conchasumadre es caca. Te voy a encontrar Zepita, y cuando te vea
te voy a moler a golpes esa cara de serrano que tienes, bufaba
Puty en sus transmisiones tras leer los cuentos que el fracasado escritor emitía
en el canal del Viejo Groover cada fin de semana, en el programa “Brutalidad”.
***
Gonzalo
jamás le revelaría a su jefe el Cholo Berrocal que el cerebro de las maldades
dirigidas contra su pareja Groover no era otro que el Gago Marly. Puty no era
tan cojudo como para perderse un viaje gratuito a los Estados Unidos más un
jugoso Bolognesi de Tacna, además de la conservación de su empleo estafando a
las futuras generaciones de estudiantes peruanos.
Con la
primera intromisión de los mariachis en el maltrecho vecindario de Groover,
Gonzalo se había cagado de la risa. Marly, satisfecho con las cifras que había
hecho en su canal -pues el evento fue transmitido en directo por YouTube- y
conocedor de que Groover había quedado devastado, mortificado y deprimido con
esa visita, decidió que los mariachis debían ofrecerle una segunda serenata. Prometió
que contrataría a Robotín para que desarrollase su espectáculo en frente de la
casa de Groover. Robotín era un cuernudo cómico peruano que había conseguido
una visa de trabajo a los Estados Unidos sabía Dios con qué mañas. Robotín
estaba dispuesto a forrarse de dólares -saltándose el pago de los impuestos- a
costa de su ameno espectáculo callejero y daba la casualidad de que pronto
estaría visitando la zona de Groover. Pero eso, si llegara a concretarse, sería
tema de otro capítulo. Mientras tanto, Berrocal quería encontrar a los malditos
que mortificaban a Groover, a su culo.
¿Cómo vas
con el fentanilo?, dijo Berrocal. Le había exigido a Puty que debía,
una vez en Newark, en el barrio de Groover, actuar como uno de los negros fentanileros
que abundaban arrastrados como espectros en las mugres aceras de la calle Bergen.
Debes ser uno de ellos, estar todo hasta las huevas como ellos para que
pases piola, cojudo, le había ordenado.
Sí, ya he
estado practicando. Ya me sale bien, dijo Puty.
Ah, ¿sí? A
ver, ver para creer, dijo Berrocal, quien así nomás no se dejaba cojudear
por nadie. Sacó del bolsillo de su blazer plomo una bolsita transparente cuyas
flexibles paredes permitían ver que dentro de ella moraba pacíficamente un
tronchito. Esto es lo que fuman los negros del barrio donde vivo con Groover.
Y este pitillo que estás viendo tiene un fentanilo de la misma calidad que la
que fuman esos mis vecinos. Con esa huevada se inmunizaron contra el Covid esos
jijunas.
Berrocal extrajo
el cigarrillo de la bolsa y se lo entregó a Puty, quien se sintió supremamente
incómodo al ser exhortado a drogarse ahí, públicamente, en el medio del comedor
de ese chifa centrolimeño.
¿No hay
problema si me prendo aquí?, dijo Puty, quien jamás se había metido droga alguna en
su vida, a no ser por las múltiples cervezas que sí bebió en interminables
juergas putañeras. Pero en cuanto a las drogas duras o blandas, ni siquiera se había
prendido con un cacho de marihuana, definida por la Food and Drug Administration
como una droga blanda, clasificación contra la cual Groover hubo expresado meridiano
rechazo en una de sus transmisiones, alegando que todas las drogas debían ser categorizadas
como duras porque a uno lo ponían duro.
¿Cómo sé yo
que no me estás hueveando con el plan para el que te estoy pagando un gran
billete?, malició Berrocal.
El Cholo
sacó del bolsillo de su blazer plomo un encendedor con la forma del Inca Pachacútec.
El soberano lucía una majestuosa túnica imperial horadada por un su falo erecto
y andino. En el glande, en la punta, se hallaba el ojo por el cual el Inca
brindaba su crepitante llama.
Empleando
sus dedos de olluco, Berrocal hizo que la pinga del Inca resplandeciera. Acercó
la llama tahuantinsuyana al extremo del pitillo que Puty ya tenía aprisionado
entre sus colosales belfos.
Ya préndete,
carajo. Te lo ordeno como tu patrón. Vamos, negro; fuma, carajo. Cuidadito con
que me salgas tosiendo. Te agarro a correazos por haberme mentido.
Puty, la
cabeza temblando como mano de cocainómano en abstinencia, miró con ojos brujos de
becerro temeroso al fogoso empresario serrano Eleuterio Berrocal, ciudadano
también de los Estados Unidos de Donald Trump por su mamacita.
***
Puty no iba
a confirmarle su identidad a Giani. Sí, su rostro era uno de los más
mendicantes del mundo de la Brutalidad, pero, por otro lado, todos los
negros somos iguales, pensó; entonces, fiándose de ese recurso, pudo persuadir
a Giani de que se trataba de otro negro más, parecido a Puty, sí, pero otro, al
fin y al cabo.
Me dijeron
que acá venden fentanilou, dijo Puty, imitando un decoroso acento americano. ¿A
cuántou dejarme el falsou?
Giani cayó
redondito en el embuste de Puty. Debe de ser un cubano o un haitiano,
pensó. Esos conchasumadres abundan por acá.
No, no,
compare. Acá no vendemos esa huevada. Acá la consumimos, pero no la vendemos.
Fuera de acá, negrito. No hay pan duro. Regresa mañana, zanjó
Giani, cerrándole la compuerta.
Esperar,
esperar, pidió Puty. Yo tener mucha plata. Yo querer comprar unos gramitous
de fentanilou.
Giani quiso
mandarlo a la mierda, pero luego se figuró que podía serle de alguna utilidad en
la localización de los mariachis o de los organizadores del malsano evento.
Negro,
¿quieres fentanilo?, dijo un segundo después.
Sí, yo
querer, confirmó Puty. Yo tener dólares para comprar.
Ya, negro, pero
yo no necesito dólares. Yo necesito que me des una información para detectar a
unos cojudos a los que se les ha dado por joderme la casa, dijo
Giani.
Puty se
preguntaba si esa era la casa de Groover, la que había salido en las cámaras de
la Brutalidad por el canal de Marly, la que había sido visitada por Simio
Violencia, el periodista peruano que se creía alemán y que despreciaba a los
peruanos alienados. Si Simio veía a algún compatriota con tatuajes, el pelo decolorado
o un arito en la oreja, le gritaba “puneño” para devolverlo a su realidad, como
una noble muestra de su cortesía nacionalista.
¿Será esta
la casa de Groover? ¿Cómo una rata va a estar viviendo en una casa? La cagada,
carajo, pensó Puty.
Oe,
despierta, te estoy hablando, demandó Giani, la cola tensa, signo inequívoco de
que una gran parte de sus hemisferios cerebrales se hallaba concentrada en
formular ideas para sacarle información a ese negro fumeque. ¿Y si lo dejo
pasar, le meto un combazo en la mitra, lo duermo, lo ato a una silla y le quemo
las uñas para sacarle información?, elucubraba Giani.
Gonzalo se había
desconectado al tratar de darse una decente respuesta a cómo era posible que
estuviera hablando con una rata.
Sí, sí,
decirme, se apresuró Puty, volviendo a asumir su papel de negro fentanílico.
Unos
mariachis han estado jodiendo afuera de mi residencia, dijo
Giani. Tú seguro los has visto.
Sí, yo ver,
yo ver, dijo Puty.
¿Tú sabes
quiénes son esos conchasumadres?, exigió Giani.
Sí, yo
saber, yo saber, se entusiasmó Puty.
A ver, pasa
para que me cuentes todo lo que sabes, negrito.
Ña, ña, asintió
Gonzalo.
Giani le
pasó la llave por la compuerta y al siguiente instante Puty ingresaba en la
casa de Groover.
***
Ay, carajo,
me duele, conchatumadre, chilló Puty.
Quién te
mandó a husmear aquí, malparido, instó Giani. Tenía un soplete en las garras, y paseaba
su burlona flama por las uñas de las patas del Profe Puty. ¡Habla!
La tortura
ocurría en la diminuta sala del domicilio de Groover, quien dormía muy cerca de
la silla donde Puty era flambeado. Al lado, en el sofá, Groover seguía
roncando, inmune a los alaridos del maestro.
No te
quejes tanto, negro, que al final te estoy haciendo un favor quemándote las
patas, porque de pasada te estoy matando esos hongazos que tienes ahí. Mira
esas uñas todas amarillas, conchatumadre. Ni yo que soy una rata tengo las
garras así, negro. Gracias a Dios a mí me educaron muy bien en la limpieza en mi
querida Apurímac. Ay, suspiró Giani, cómo extraño mi pepián de cuy, mi
kapchi de habas, mi chairo apurimeño, o, mejor aún, comerme un pejerrey recién
pescadito en la laguna de Pacucha. Qué delicia, carajo.
Recurrente
y ferviente odiador de la raza andina como era, Puty explotó ante la sola
mención de aquella región peruana y sus indigestos platillos.
¡Chanca
basura de mierda, serrano reconchatumadre, sácame de aquí! A mí me enviaron
para descubrir quién puta le ha mandado mariachis al vago ese que está roncando
ahí.
Tranquilo,
profe. Yo sé quién está detrás de los mariachis -un saludo a Australia, tierra
linda-. Pero no le voy a dar el dato tan fácil al Cholo Berrocal, que sé que es
el cojudo que te ha mandado para acá. Ese cholo de mierda se come a mi Groover,
a mi pata con quien chupo y fumo todos los días. Yo no voy a permitir que ese
serrano platudo siga poniendo en perro a mi causa Groover. Yo soy su primer
defensor. Y no te metas con mi etnia apurimeña, mendigo digital; que puede que
sea un inmigrante peruano y serrano en los Estados Unidos, pero tengo los
huevos bien puestos, bujarrón. A ver, dime si te gusta que te queme los
huevitos.
La punta
volcánica del soplete merodeó coquetamente sobre los huevos ennegrecidos de
Puty. Los pendejos, que los tenía profusos, enrulados y largos, muy
probablemente también apestando, se calcinaron rápidamente, y la bolsa
escrotal, oscura como el porvenir de los peruanos, empezó a tomar luctuosos ribetes.
Chanca
basura de mierda, serrano reconchadetumadre, hijo de la escoria, déjate de
huevadas, serrano de mierda. A mí la gente de Apurímac me llega a la punta del
huevo, carajo, profirió Gonzalo fútilmente.
***
Ñaja, ñaja, dijo
Groover, te encanta enviarme pizzas con gusanos, mutilar a los caballitos que
escudan mi vivienda, y mandarme a unos mariachis maricones, ¿no?
En la mano
del provecto YouTuber, se agitaba con paciente ánimo bélico un filudo cuchillo.
Sobre una tabla de picar, yacía sojuzgada, por la gruesa mano izquierda de
Groover, la cabeza del Tío Marly, una testa similar al glande esmegmoso de un
perro tabernero. Los ojos del prisionero parecían acólitos irresolutos del
Señor de los Milagros por lo morados que estaban. Previamente, habían merecido
la furia de los puños de Groover. Marly apenas si podía hablar.
Ahora te
voy a cortar la lengua, conchatumadre, a ver si así hablas sin escupirle a la
gente, maldito. A ver si así empiezas a respetarme un poco, carajo.
Le estiró
la lengua y, para mantenerla extendida, le clavó un alfiler en la punta. Los
bordes laterales de ese órgano lucían muy blancos; signo inequívoco de una
tremenda invasión de sarro. Groover se acercó a olerla. Quiso vomitar.
Y encima te
apesta la boca, malnacido. Con razón pagas putas para cachar. Porque qué mujer
en su sano juicio se atrevería a besar ese hocico que huele a culo.
El cautivo,
huérfano de fuerzas, apenas si oía las afrentas de Groover; se hallaba más de
cerca de allá que de acá.
Ahora te
voy a cortar esa lengua de mierda con la que tanto daño me has hecho. Tu lengua
será mi trofeo, la chuleta para mi próximo programa de “Cuchillos Largos”.
Groover
aproximó el cuchillo a la blanquecina y hedionda lengua de su rival, calculando
en qué parte aterrizar el refulgente filo, dónde empezar a cercenar ese apéndice
que había popularizado a la comunidad de la Brutalidad con su misoginia, su
racismo y su pretendida pituquería.
***
El corte
fue preciso, como de cocinero con tres estrellas Michelin.
Tras separarse
de su lengua, el cuerpo de Marly cayó como cualquier huevada sobre el piso
ensangrentado, rojo como la envidia de Cambrito a los burgueses miraflorinos.
Groover tomó
la lengua de Marly y la arrojó al asador.
Pssssshhhhh, fue el
delicioso chisporroteo con el que fue recibida la lengua en esa parrilla al carbón.
¡Qué rico,
carajo! Ya puedo oler cómo se cocina tan rico esa chuleta, esa lengua viperina.
¡Cómo me lo sabroseo!
***
Quiero mi
chuleta, quiero mi chuleta, se despertó Groover. ¡Qué rico huele, conchasumadre!
Únicamente
las fragancias culinarias más exquisitas podían despertar a Groover, sibarita
callejero, de sus más plúmbeos sueños. Había paseado su paladar por todos los
agachaditos y mercados de Lima y Newark. Si alguien reconocía el ahumado olor
de un noble solomillo o de un generoso chuletón de modo impajaritable, ese era
Groover.
Quiero mi
chuleta, repitió, antes de darse cuenta de que no le había cortado la lengua a
Marly ni la había echado a la parrilla; más bien, un cuerpo humano chisporroteaba
ahí, a su lado. Muy cerca, la cola desesperada y la panza saltarina, Giani, su rata
amiga, trataba de sofocar el incendio.
Ya era hora
de que te despertaras, cojudo. Ayúdame aquí. Putamadre, se me pasó la mano con
este infeliz. Se me quemó este huevón.
¿Quién es?, dijo
Groover, alarmado, no tanto por que se acababa de segar una vida humana -eso le
llegaba al pincho-, sino porque se le podía quemar la casa, el nidito de amor
que sostenía con el Cholo Berrocal.
Un cojudo
que nadie va a extrañar. Ayúdame a apagarlo. Al toque, demandó
Giani.
Groover tenía
la solución. Siempre que despertaba de sus hondos sueños inducidos por el
alcohol y las drogas, se le venía una gran corriente de pichi a la punta de la
pinga.
Se sacó el
pájaro y empezó a mear al calcinado, sin saber que estaba rociando con sus
orines el cuerpo del Profe Puty, quien en vida había sido un docente capaz de
lactársela a cualquiera que tuviera una prodiga billetera dispuesta a dejar
caer de ella monedas como cántaros de lluvia en el arenal de Villa El Salvador.
Tras unos
pocos minutos de torrencial meadera, el fuego desapareció.
Bien hecho,
Groover, mi amor, dijo Giani. Ese cojudo fue uno de los huevones
que te mandó los mariachis. Muerto el perro, muerta la rabia. Ahora sí podremos
fumar en paz.