Santa Rosa
de Lima puso su mano aquí, ¿ya?, en mi cabeza y me pidió, ¿ya?, que sea el presidente
del Perú. Tal como te lo cuento ocurrió, Berto. Tengo testigos, ¿ya? Los
mofletes del alcalde brincaron con ardoroso temor de Dios.
Berto era
el conductor del programa dominguero donde el alcalde acababa de expresarse de
manera excepcional, ya que los elementos que solían eviscerarse obscenamente allí
pertenecían más bien al desmedrado zoológico del espectáculo y no al tremebundo
bestiario de la política. Las elecciones presidenciales se aproximaban y
resultaba más rentable adentrarse en las miasmas interiores de los candidatos
que en las someras profundidades de los repetidos rostros cabareteros.
Las
próximas ediciones del programa recibirían solamente a los candidatos y
políticos mas polémicos, brutos y achorados del espectro peruano, esos que
provocaban o bien las náuseas o bien las palmas desinformadas de las acéfalas
multitudes.
Pero,
Ismael, ¿cómo vas a decir eso? ¿Cómo puedes afirmar tan sueltamente que Santa
Rosa te pidió que seas presidente?, dijo Berto, acomodándose la pajarita que le
estrangulaba el grueso y moteado cuello. O sea, por favor.
Ah, cómo
que cómo voy a decir eso, Berto. Tú sabes que yo siempre digo la verdad, ¿ya?
De mi boca nunca ha salido una mentira, ¿ya? Todo lo que digo es palabra de Dios.
Ismael, tú y
nuestros televidentes saben que este programa siempre sale grabado; pero, por
esta vez, estamos haciendo una excepción transmitiéndolo en vivo. Por eso, las respuestas
que nos da Ismael no han pasado por el polígrafo como solemos hacer cuando los
programas salen grabados y los artistas que vienen confiesan, por ejemplo, que
han fumado las cenizas de sus madres difuntas y el polígrafo dice si estamos
ante una mentira o una verdad. Entonces, hoy, por no ser este programa grabado,
no tenemos manera de constatar que fue realmente Santa Rosa de Lima quien visitó
aquí al alcalde para pedirle que sea presidente.
No es
necesario, Berto, rio confiadamente Ismael, todavía alcalde de Lima, porque
aquí tengo una prueba de lo que digo, ¿ya?
El lente de
una de las cámaras del programa agrandó los movimientos de una de las manos del
mofletudo invitado; se movía buscando algo en los bolsillos de su saco.
¿Qué
buscas, Ismael?
La prueba
fehaciente. Espérame que la tengo por aquí. ¿O en este otro bolsillo? ¿O la dejé
en el carro? La lengua del alcalde tropezaba con las ideas
incompletas que se le agolpaban en la cabeza y nacían truncas.
¿Una
prueba?, dijo Berto, suspicaz; y porque el cerebro era un órgano que rescataba
recuerdos -algunos indeseables, otros gratos- ante la mención de una palabra,
la detección de un movimiento o la absorción de algún aroma, Berto evocó al
infausto “Doctor Pruebas”, cirujano plástico que, a finales de los noventa, se
grabó copulando con populares bailarinas luego de que las sedaba alevosamente. Tengo
las pruebas, tengo las pruebas, solía amenazarlas a cambio de más sexo.
Aquí está, dijo
triunfante Ismael, tras haberse levantado de la silla donde se lo entrevistaba,
mostrando a las tres cámaras del programa una panza desaliñada y unos zapatos maltratados
por la desidia. Su mano regordeta sostenía en alto un sobre blanco.
***
Quiero
hablar con el alcalde Ismael Lope Waters, por favor, dijo una
mujer de manta y sayo. Su vestimenta denunciaba la humildad de su condición
vital y delataba la opresión de varios años soportando la angustia de existir.
¿Quién es
usted? ¿Tiene cita con él?, dijo secamente el vigilante del palacio municipal
luego de haberla mirado de pies a cabeza. ¿Esta vieja se habrá escapado de
un convento? A la firme que se parece a Santa Rosa, rumió el vigilante para
sus adentros.
Sí tengo
cita, dijo certeramente la mujer.
A ver, dijo
desconfiado el vigilante, cuyo mórbido vientre era prueba contundente de que
moriría de un infarto si se lanzase a correr apenas dos cuadras, muéstreme
la cita.
¿Cómo se la
voy a mostrar? ¿Qué cosa le voy a mostrar?
El papel
donde diga la hora y el día que tiene cita con el alcalde.
Qué papel
ni qué ocho cuartos. Solo tengo mi palabra, señor. Déjeme hablar con él. Tengo
que conversar con el alcalde. Es muy urgente.
No, señora.
¿Usted cree que hablar con el alcalde es así de fácil? Ya, pues, no joda. Lárguese.
No me haga perder el tiempo.
Se oyó un
alboroto proveniente del fondo de la boca resguardada por la panza disfrazada
de vigilante. ¡Chucha, el alcalde!, se alarmó el hombre.
¿El
alcalde?, se interesó la anciana. ¡Alcalde, alcalde!, gritó, buscando
capturar la atención de la figura edil.
A los
segundos, Ismael Lope asomó por la puerta del Palacio Municipal lo que podía ser
la cabeza cruda de un lechón recién sacrificado.
¿Qué está
pasando aquí, ah? ¿Por qué grita esta señora, ah?
Señor
alcalde, soy la señora Zoila Cuadra, vecina del Centro de Lima. He venido
porque ya me cansé de esperar que cumpla su promesa. Usted nos paseó diciendo
que por su mamacita no va a postular a la presidencia, pero bien que lo va a
hacer. El pueblo será despistado, pero no cojudo, oiga usted.
¿De qué
promesa me habla, ah?, dijo Ismael. El vigilante, que tuvo que hacerse a un
lado para que la voluminosa humanidad del alcalde se acomodase tranquilamente
bajo el marco de la puerta, miraba de reojo, con impotencia y vergüenza ajena, a
la explosiva mujer.
Señor
alcalde, usted prometió en su campaña que los maricones y las prostitutas ya no
harían sus cochinadas en la puerta de mi casa. Y qué ha hecho hasta ahora, le
pregunto.
¿Qué he
hecho?, dijo Ismael.
Nada, pues,
nada. Y va a seguir haciendo nada porque he escuchado que usted va a dejar la
alcaldía y va a presentarse para presidente. No es justo, señor. Cumpla su
promesa antes de largarse a hacer otra cosa. Termine lo que ha empezado,
caramba. Por eso estamos como estamos. Arrancada de caballo, parada de burro.
Ismael se
rascó la cabeza. Unos cuantos pelos se adhirieron a las uñas largas de sus
dedos, dejándolo mas calvo.
Señora, por
favor, dígame qué promesa le hice. Si no la he cumplido, mi sucesor, ¿ya?, el
experimentado y joven Enzo Gallardo se encargará de que, en el añito que nos
queda de mandato a nuestro partido Remoción Popular, ¿ya?, Lima sea potencia
mundial.
¿Entonces
si va a renunciar para ser presidente?, emparó la anciana.
Claro que
sí. Estoy en el pico de mi popularidad, señora, ¿ya? Es ahora o nunca.
¿Y usted
cree que en un año su partido va a convertir a Lima en una potencia mundial?
Fe, señora,
usted debe tener fe, ¿ya? Yo soy un hombre católico, devoto de todos los
santos, pero sobre todo de Santa Rosa de Lima, ¿ya? -de pasada, ¿le han dicho que se parece
bastante a ella? Una Santa Rosa vieja, la abuela de Santa Rosa, pero tiene un
aire, ah-, y si ella pudo, como le iba diciendo, conversar con mosquitos y
detener en plena caída a los que se desbarrancaban de las escaleras, yo
también, bueno, en este caso, mi sucesor Enzo podrá hacer de Lima una ciudad
comparable a Nueva York, por ejemplo, ¿ya?
Ahí está. Justamente
ese era el nombrecito: “Nueva York”. Usted dijo que me iba a reubicar y que iba
a convertir al jirón Zepita, donde vivo, en un parque como el de Nueva York,
que no se dónde quedará, pero que de todas maneras usted terminaba con la prostitución.
Sin embargo, todos los días tengo que dormir con los gemidos de los maricones y
las prostitutas que son clavados y clavadas contra la puerta de mi casa todas
las noches, sobre todo los sábados a cualquier hora. Hasta los policías, porque
los he visto, se clavan a los maricones con más gusto que cualquier otro cholito.
Dígame, ¿su amigo Menso, Tenso, o como se llame, va a darme plata para
reubicarme en un departamento bonito en San Miguel y va a hacer de Zepita un
parque lindo en donde no haya más prostitución?
Mire, ve,
señora. La fe es como un grano de mostaza que…
Mostaza es
lo que veo, respiro y escucho todos los santos días del Señor, alcalde. Deje de
palabrearme y dígame que hoy mismo va a mandar a su sucesor a reubicarme o a
terminar con la prostitución de una vez por todas. ¿Tan difícil es? Ni que esos
maricones y esas putas se escondieran o se camuflaran. Vaya ahorita mismo y va
a ver toda mi cuadra con varios potos al aire.
Ya, señora,
ya. Voy a coordinar con mi equipo ese tema para…
No, señor,
ya estoy cansada de los “voy a coordinar”, “voy a hablar”, “voy a ver”.
Caramba, señor alcalde, usted, en su campaña, me dio la mano y, mirándome a los
ojos, me dijo clarito que ni bien llegara a la Municipalidad, al día siguiente nada
más, se acababa la prostitución en Zepita. Usted me dio su palabra de creyente,
de católico, de fe, y mire, me palabreó, se salió con la suya. Ya fue alcalde.
Y ahora quiere ser presidente. Y la puerta de mi casa, mientras hablamos, se
sigue llenando de condones con leche.
¿Condones?, se
sorprendió Ismael.
El
vigilante, ante tanto desmán verbal, evaluaba la conveniencia de meterle un
cachiporrazo en la cabeza a la abuela para terminar con tanta falta de respeto.
La
furibunda mujer abrió su bolso y vomitó sobre el alcalde su encorajinado
contenido: un amasijo de jebes alargados, mustios y lánguidos, cohesionados con
una pasta gris que se desparramaba por entre sus dobleces y junturas.
Esos son
condones, alcalde, sépalo bien. Sienta el sabor y el olor de esas porquerías
que en solo una noche se acumulan en la puerta de mi casa. Todas las madres de
los políticos de su partido van a hacer sus cochinadas en la bendita puerta de mi
casa. A ver si con eso se ponen las pilas usted y el títere de su sucesor, que
seguro que es un trepador arribista que también se va a lanzar para presidente
si es que no se lanzó ya alguna vez.
Con la boca
abierta por el hórrido espectáculo del alcalde cubierto por millones de
espermatozoides momificados, el vigilante reaccionó y cachiporreó a la anciana
protestante.
Las
cachiporras ya no eran las de goma, las de antes; la del vigilante era de un
metal de fino estrépito y sólida rotura de cráneos.
***
Fue como un
bálsamo, Berto, ¿ya?, dijo Ismael, blanqueando los ojos, rememorando el
momento en que Santa Rosa le derramó su bendición luego de que este hubo aceptado
el desafío de ser candidato a la presidencia del Perú, lugar que aún no daba la
talla para ser un país sino apenas un paisaje. Todo su poder bendito, ¿ya?, recorrió
mi ser, mi saco, mis pantalones.
Berto aún tenía,
en una de sus manos, la carta que le había compartido Ismael.
Ismael, la
carta es conmovedora y es clara. O sea, se puede decir que acabo de leer una misiva
de puño y letra de la mismísima Isabel Flores de Oliva, nuestra querida Santa
Rosa, dijo Berto, blandiendo el papel prolijamente doblado.
Claro,
claro, Berto. No cabe duda, ¿ya? Lástima que no me pude tomar una foto con ella,
pero, como te digo, tengo también testigos que la vieron, como por ejemplo el
vigilante del palacio municipal, ¿ya?
Oye, y aquí
en la carta Santa Rosa dice que te dejó un presente para que siempre conserves
la humildad y el buen corazón en tu futura gestión presidencial, recordó
Berto.
Claro, dijo
Ismael, casi lo olvidaba, ¿ya? Mira, aquí te lo muestro. El todavía
alcalde se remangó la pernera derecha de su pantalón exponiendo ante los ojos chismosos
de los peruanos una pierna fofa que llevaba enroscada una cinta corrediza de
púas metálicas. Está nuevecita, dijo Ismael, con orgullo, acariciando
con sensual suavidad ese instrumento de dolor. La misma Santa Rosita se la
sacó de su piernita, ¿ya?, y me la puso. Fue para mí un momento de mucha
calentura.
Ismael, por
favor, se escarapeló Berto, quien, a pesar de su ateísmo, no pudo evitar
escandalizarse por la sugerencia erótica de Ismael; estás hablando de una
Santa a quien los peruanos veneran con mucho afecto, devoción y respeto.
Pero, Berto, dijo
Ismael, enarcando las cejas, indignándose; yo soy el primero en defender a
Santa Rosa porque yo la amo, ¿ya? Ella es mi novia, ¿ya? Es mi hembra. Siempre
que yo veo a una mujer guapa, digo “quieto pecador”, “vade retro Satanás”, y me
ajusto este cilicio, ¿ya?, y pienso en mi Santa Rosa bailándome un villancico,
despojándose de sus velos con un “Alabaré”, ¿ya?, y todos los pelos se me paran
en señal de oración. Y me arrodillo, así con la pierna sangrando, como me la
estás viendo, ¿ya?, y le agradezco al Cielo por haberme dado como esposa a la
mujer más bella del mundo, a Santa Rosa, ¿ya?
La palidez de
la delgaducha pierna del alcalde realzaba la rojura de su sangre, que hacía un
círculo perfecto alrededor de su figura hincada en una sola rodilla sobre el
proscenio del programa de Berto.
Luego de
que el alcalde, con el rostro fraudulentamente compungido y desierto de
lágrimas, retomó la postura de entrevistado en su asiento, un muchacho vestido
de negro trapeó velozmente el piso y desapareció cual saeta.
Ya
recompuesto, Ismael volvió a dirigirle unas palabras al conductor del programa:
Quiero anunciar en tu programa, en calidad de primicia, Berto, que renuncio,
¿ya?, hoy mismo, a la alcaldía, y me convierto automáticamente -así nada más, sin
esas burocráticas elecciones internas del partido- en el candidato presidencial
por Remoción Popular, ¿ya? El joven y entusiasta Enzo Gallardo terminará, en el
añito que queda, de hacer que Lima sea la potencia mundial que prometimos en
nuestro plan de gobierno municipal.
¿Crees que
Enzo lo logrará en ese poco tiempo?, receló Berto.
Por
supuesto, Berto, lo que no hicimos en tres años, lo haremos en uno, ¿ya? Más
que suficiente, ¿ya? Luego, parándose, y con el manejo de un viejo zorro
televisivo, se dirigió a una de las tres cámaras que registraban la entrevista:
Gracias a que mi mujer Santa Rosa le brinda paz y seguridad a mi corazón,
prometo que cuando sea presidente aniquilaré a la izquierda caviar y terruca,
¿ya?, que no ha nacido para trabajar ni cooperar con el crecimiento del país.
Esa gente solo busca joder al ciudadano conservador y católico de bien, ¿ya? Con
amor, fe y paz, Berto, cambiaremos el rumbo del Perú para bien.
La pequeña
camarilla de apandillados y ganapanes que había llegado con el ahora exalcalde,
y que ocupaba un penumbroso lugar detrás de los reflectores, aplaudió con furor
las palabras de su jefe.
Berto le
estrechó la mano a Ismael, señal de que era buena idea cerrar con esas
conclusivas palabras. Te deseo buena suerte, Ismael, dijo el presentador.
Fe, Berto,
fe, ¿ya?, dijo medio apresurado Ismael, sin mirar al conductor a la cara,
perdiendo su atención en algún punto del lugar donde se ubicaba su collera.
Parecía recibir indicaciones de alguien de ese grupo, de alguien que le decía “muévete
un poquito a la derecha, otro poquito a la izquierda”.
¿Qué pasa,
Ismael? Solo quedémonos quietos para que nos saquen una foto.
Entonces,
como estimulado por un tubérculo que le hubiese sido traicioneramente zampado
por atrás, Ismael extendió, acusador, uno de sus dedos largos y regordetes.
Me quieren
matar, me quieren matar, gritó, arrojándose al suelo. Es un comunista, es
un caviar, agárrenlo, continuó vociferando desde su cobarde postura.
Berto no
vio a nadie, aunque luego de unos segundos fueron notorios los movimientos de alguien
que, desde la penumbra, se acercaba hacia donde estaba con Ismael. Sin embargo,
a poco más de un metro antes de que se aproximara del todo, dos de los gorilas que
componían el cuerpo de seguridad del alcalde se le fueron encima.
¡Calma,
calma! ¿Qué ha pasado? ¿Ha salido esto en cámara?, preguntó Berto,
ya que un pequeño escandalete siempre podía magnificar la audiencia, y a más
rating, más publicidad y más plata.
Sí, le indicó
el pulgar del productor. La cámara continuaba registrando al subversivo siendo
neutralizado por los robustos agentes de Ismael, las manos a la espalda, la
cabeza besando rabiosamente el suelo, dejando una baba insubordinada.
Berto vio
los zapatos cansados del presunto atacante, el pantalón humilde, la camisa
grasienta, los pelos de la cabeza lacios de pobreza y, a su lado, una pistola
que uno de los vigilantes acababa de deslizar con prisa y sagacidad.
Viendo al
potencial magnicida neutralizado, Ismael volvió a erigirse sobre el podio y,
sabiéndose receptor de la atención de las tres cámaras del programa, expresó su
rabioso sentir: Ahí lo tienes, Berto. La izquierda y los caviares no
pudiendo soportar que me lanzo a la presidencia, me han mandado a ese esbirro
para aniquilarme de la manera más cobarde posible. Mírale la pistola con la que
me iba a liquidar ese miserable caviar.
¡Vivan los
caviares, abajo la derecha bruta y achorada!, prorrumpió el contrarrestado
hombre.
¡Calla,
caviar!, ordenó Ismael.
¿Cómo ese
tipo va a ser caviar, Ismael?, dijo Berto. ¿No ves que es un mugriento?
Uno de los engorilados
agentes le pisó la cabeza al potencial homicida para que cerrara la boca.
Es caviar,
es caviar, enfatizó Ismael. Así son los caviares, Berto,
¿ya? Se hacen los pobrecitos, pero son capaces de cualquier cosa. Eso va a
cambiar en mi gobierno porque los voy a liquidar, ¿ya?
Me dicen
que está llegando la policía para que se lleven a ese criminal, lo interroguen
y lo metan preso a él y a los que planearon esta bajeza, dijo
Berto.
¿La
policía?, balbuceó Ismael.
Claro, para
que se llegue hasta el fondo de este asunto, dijo Berto, indignado.
Este…,
bueno…, Berto, creo que ya quedó claro que me lanzo para la presidencia. Y eso,
eso, eso es todo, amigos. Nos vemos.
Pero,
Ismael, no te vayas, quédate un rato más.
Ismael ya había
descendido del proscenio, seguido por los gorilas que le guardaban las espaldas
y, cerrando la fila, por el presunto asesino, quien tras dar unos apurados pasos
alcanzó a Ismael y fue abrazado por este para luego decirle algo en voz baja,
tras lo cual ambos rieron, provocando también las risas cómplices de los sebosos
custodios.