martes, 27 de marzo de 2012

A 3,600 metros

Oficina de Construcción. Los trabajos de construcción de las facilidades de una mina de oro a tajo abierto están llegando a su fin. La gente de Operaciones Mina aguarda los permisos de autorización de funcionamiento necesarios que expida el organismo gubernamental para ponerse a trabajar.

La oficina de Construcción está separada de la oficina de Operaciones por doscientos metros de tierra apisonada, en los cuales se ha instalado el comedor y el área de recreación del personal. La cantidad de personal que labora en la etapa de Construcción ha menguado considerablemente. Al final, cuando las operaciones de minado comiencen, solamente trabajará un número muy reducido de gente de manera directa.

La gente de Construcción, sobre todo aquellos que no están envarados, están buscando un posible lugar de trabajo que les siga proveyendo el diario sustento. La mayoría de empresas especializadas que realizaba los trabajos de construcción de las diferentes facilidades de la mina ha ido retornando a casa o emigrado a otros proyectos.

Cierto día en particular, uno encuentra una ausencia total de jefes. A cargo, ha quedado un joven ingeniero de treintipocos años. Es jefe de seguridad. Pero, por algunos pocos días, es la máxima autoridad en la mina. Aparte de él, se encuentra en las instalaciones el jefe de planta. Dentro de un par de días, el jefe de seguridad bajará a Lima, pues ya ha estado en la mina cerca de 28 días, 8 días más de los 20 establecidos para trabajar. Ya le toca su descanso. Sin embargo, este descanso será el último que tenga como trabajador de esa mina. Gracias a sus influyentes contactos, trabajará para una mina de oro de la misma empresa, ejercerá el mismo cargo, pero su salario será mucho más jugoso. Este joven ingeniero tiene motivos de sobra para estar feliz.

Por eso, ha decidido culminar un proyecto que ya venía estudiando desde hacía mucho tiempo: darle vuelta a la ingeniera de proyectos de la empresa especializada que se ha encargado de la construcción de algunas estructuras en la mina.
Ya ha entablado con ella cierto tipo de amistad. El paso decisivo, sin embargo, lo dará hoy, el último día de su estancia en esa mina y el último día en que trabajará para esa mina. Después del almuerzo, en un punto desolado del campamento, le ha dicho que vaya a verlo en la Oficina de Construcción en la noche. Ella ha aceptado, pero con una condición no negociable de por medio: irá con su amiga. La ingeniera ha olido las intenciones del joven ingeniero jefe de seguridad y por ello ha interpuesto esa condición. El ingeniero, que no veía venir esa jugada, ha aceptado la condición; no le quedaba más remedio. Ya vería como salvar ese escollo. Él sabía a qué amiga se refería su pretendida: una chica baja y fea como ninguna otra.
Han pasado unos minutos desde las ocho en punto. No ha llovido. Ya van cuatro días consecutivos que no llueve, lo cual es ciertamente beneficioso para esta etapa del proyecto, pues permite que los trabajadores, que aún laboran en acabar la construcción de la Presa de Agua, continúen con su faena sin problemas. El joven ingeniero fuma un cigarro afuera de la oficina. El suelo de los alrededores está tapizado por pequeños cantos rodados. Desde su ubicación, el joven puede ver el cerrito que, en cuestión de dos años, desaparecerá para convertirse en oro y desmonte. Al lado izquierdo de ese cerrito, divisa la planta de procesos, minúscula y callada, en donde unas diminutas luces indican que todavía hay gente por ahí. Cuando la colilla de su cigarrillo traza una parábola para estrellarse en el suelo, oye el crujir de las piedras detrás de él.

-Tu encargo-le dice su compañero de trabajo.

El rostro del ingeniero se ilumina, coge su encargo con presteza y lo guarda dentro de su casaca. Le da las gracias a su amigo. Juntos, ingresan a la oficina. La Oficina de Construcción está dividida en tres compartimientos: uno grande en forma de ele, en donde trabajan unos cuantos empleados de una empresa contratista ingresando datos a diario. Toda su vida se reduce a ingresar datos y más datos. El segundo compartimiento vendría a ser la porción de área que le faltaría a la ele para formar un rectángulo. Ese segundo compartimiento está dividido en dos: la oficina del Jefe de Construcción del Proyecto y la oficina de los tres empleados de la mina encargados de controlar los gastos del proyecto. Toda su vida se reduce a controlar costos y más costos, peleándose con los jefes de las empresas especializadas cuando éstas no quieren ejecutar un trabajo contractual o cuando quieren hacer lo que les da la gana.

El amigo del joven ingeniero es uno de estos ingenieros controladores de costos. El joven ingeniero, parado bajo el umbral de la puerta de la oficina del Jefe de Construcción –que ahora es su oficina, pues está a cargo de todo-, le dice a su amigo, quien ya tomó asiento frente a su laptop, “esta es mi noche”.
Tras cerrar la puerta con seguro, ha colocado “su encargo” sobre la mesa. Le ha quitado la bolsa que lo cubría y lo ha colocado en un amplio cajón del escritorio. Un par de golpes remecen la puerta. Una voz suave ha dicho su nombre. Es ella. No me ha fallado, piensa el ingeniero. Hace pasar a la chica que pretende: es alta, guapa, de amplias caderas y tetas medianas y redonditas. Viste una chompa con cuello alto, ceñida, y unos jeans que se acoplan muy bien a su exquisita figura. Cuando está cerrando la puerta, cae en la cuenta de que algo lo impide: una mano. Ah, verdad, la amiga fea de la chica guapa.

El amigo controlador de costos piensa: “Toda chica rica siempre sale con su mostrita”. Él, en apariencia, permanece indiferente a lo que pase en la oficina de al lado, pero, en realidad, está muy atento a todo. Todo se oye en esa oficina pues las paredes y divisiones no son de concreto sino de un material llamado drywall.
La chica fea es invitada a pasar. ¿Quién se podría comer a esa mujer?, piensa. La puerta se cierra con seguro. Las chicas toman asiento. Se pone música en la laptop. Se inicia una conversación que es oída, casi en su totalidad, por el controlador de costos. En la otra sección de la Oficina de Construcción, la que tiene forma de ele, no hay nadie. Todo lo que pase esa noche permanecerá en el fuero interno de los cuatro presentes en ese lugar.

Todas las preguntas y comentarios van dirigidos a la guapa joven, pero la feíta no se da cuenta de ello, o prefiere no darse cuenta. El ingeniero ha sacado del cajón del escritorio “su encargo” y lo ha puesto sobre la superficie crema. De otro cajón, sacó dos vasos. Mira a la chica fea que esperaba que uno de los vasos fuese para ella. “Lo siento, le dice el ingeniero, me habían dicho que tú no tomabas”. Mientras decía eso, pensaba: “ni cagando voy a desperdiciar este whisky en ti. Encima que queda poquito”. Se trataba de un Johnnie Walker Black Label que el ingeniero controlador de costos había comprado en Lima, antes de subir a la mina, por la suma de 150 soles, con el único y solidario fin de compartirla con los amigos más cercanos del trabajo durante las frías noches de ese lugar, en el habitación de alguno de ellos en el campamento. Debido a que ya había celebrado algunas pequeñas reuniones bebiendo ese whisky con un par de amigos, incluído con el joven ingeniero de seguridad, apenas quedaba poco menos que un cuarto del contenido de la botella.
La chica fea, a pesar de que se ha sentido herida por tamaña desconsideración hacia ella, todavía sonríe, o incluso ríe, cuando los comentarios del ingeniero joven son capaces de sonrojar a las mujeres más mojigatas. La chica fea no es una santa. Según los amigos del ingeniero, es tremenda “cachera”, es decir, una mujer que se entrega sin muchos remilgos a los brazos del chico de su preferencia. Que sea aceptada o no, es otro asunto. El caso es que el joven jefe de seguridad de la mina quiere saber si algo de esos ímpetus amatorios le han sido contagiados a la guapa joven.
Hablaron de música, de discotecas. “¿Cuándo salimos juntos?”, obvio, la pregunta no iba dirigida a la fea. “A mí me gusta escuchar esta canción –una de Collective Soul, que sonaba en esos momentos y que, él afirmaba categóricamente, era la mejor canción del mundo- con un tronchito de marihuana. Pucha, es lo máximo”.
En cierto momento de la charla, se tocó la cuestión de saber cuál era el precio de una botella Johnnie Walker Blue Label. El ingeniero insistía en que, en Wong de Lima, la botella costaba 800 soles. La joven guapa afirmaba, con una seguridad que parecía irrebatible, que la botella costaba 600 soles. Nadie extrañaba la opinión de la chica fea. Su presencia estaba siendo relegada a un último plano y ella no parecía darse cuenta o no quería darse cuenta.

-¿Qué te apuesto a que cuesta 800 soles?-preguntaba el joven ingeniero. Desde que el caluroso trago le empezó a afectar, tenía la pichula parada, lista para liberarse de la sujeción de ese pantalón.

-No sé-decía la joven guapa-. Yo estoy segura que cuesta 600.

-Dime, pues, ¿qué quieres perder?-luego, reformulando su pregunta, tentando la ambigüedad del momento-. ¿Qué más quieres perder?-un brillo en los ojos del joven fueron dirigidos a las pupilas de la joven. El lazo y la complicidad se estaban erigiendo. Pero había algo que evitaba que todo fluyese más allá de la mera conversación.

Media hora después, el whisky se había consumido totalmente.

-Uy, qué pena-dijo el jefe de seguridad-ya se acabó.

Las chicas se miraron y la fea dijo: No te preocupes. Nosotras también tenemos nuestra “gasolina”. Creyó parecer graciosa al referirse al whisky como gasolina, pero fracasó porque nadie se rió.

Las damas salieron de la oficina; la guapa, haciendo esfuerzos por caminar normalmente para no ser inquirida por el soñoliento agente de seguridad que, arropado con cinco casacas, tiritaba de frío en las afueras de la Oficina.
Al cabo de diez minutos, las chicas regresaron con un Chivas Regal encaletado en la casaca de la fea. La botella no estaba llena; apenas, al igual que la otra, quedaba menos de un cuarto de su contenido. La chata fea se aseguró de llevar un vaso que, a pesar de ser de plástico –lástima, porque no podría degustar apropiadamente la bebida-, era un vaso al fin y al cabo.
Con una boca más a la que dar de beber, el Chivas fue extinguiéndose rápidamente. “Cómo chupa la enana. Ella solita se sirve”. En la última ronda de bebidas, el ingeniero decidió que ya era hora de despachar a la molestia andante y chupadora. Trataría de hacerlo de la manera más sutil posible.

-Bueno, chicas, ha sido una experiencia gratísima haber conversado con ustedes. La he pasado muy, muy bien.

Cuando vio que la chata alzaba el culo, despegándolo de la silla blanca de plástico, reconoció que era el momento preciso, por lo que le dijo, dirigiéndose exclusivamente a ella, con una mirada dura, fría, provista con una pizquita de amabilidad: -Discúlpanos, pero ¿podrías dejarnos un ratito? Quiero hablar algo privado con ella.- La chata no tuvo más remedio que abandonar el lugar, con el rabo entre las piernas y una risita ridícula que pretendía encubrir su fastidio.
El ingeniero controlador de costos, quien había oído la cruel y brusca invitación a desalojar, pensó, riéndose: “Este huevón es una mierda”.

A solas con esa guapa y escultural mujer, la puerta asegurada, armado con la soltura y desparpajo que las dos bebidas ya consumidas le habían provisto, se embarcó en la consecución final de su objetivo.

Le confesó que le gustaba mucho, le rogó un besito. “¿Acaso no te gusto?”, preguntó, orgulloso, el ingeniero. “Sí, pero…”, balbuceaba la joven. “Entonces, pues”, arremetía el jefe de seguridad, que ya tenía el calzoncillo empapado de emisiones seminales, “dame un besito”. El besito se alargó a un beso, y este beso se multiplicó en lamidas de cuello, chapes con lengua y sobrecogedoras caricias. Antes de continuar, puso la laptop en el piso, el reproductor de música todavía funcionando, y subió a su dama sobre la crema superficie del escritorio, que combinaba muy bien con lo bermejo de su calzón. De su bolsillo extrajo un condón Piel –otra fina cortesía de su amigo controlador-y, con la velocidad que confiere la práctica, amortajó a su enhiesto miembro.

El ingeniero controlador de costos no podía evitar oir los jadeos ahogados de la joven pareja, por lo que en su laptop puso una seguidilla de salsitas. Tenía que terminar su trabajo y no quería trocar eso por una corrida de paja más, como hacía todas las noches antes de dormir.

Así se vive a 3,600 metros de altura, cuando todo lo que ves a tu alrededor es tierra, piedra, documentos y hombres esclavizados al trabajo, y cuando la interacción con una mujer guapa significa el vehículo que te puede permitir disfrutar, a la distancia, de las trastocadas libertades que se gozan en la ciudad. Libertades trastocadas que se traducen en goce y desenfreno, olvidándose, por breves momentos, de los números, de la señalización que había que comprar para la planta, de los reportes a la gerencia del proyecto, de la esposa que lo espera en casa y de la hija que ve en él un modelo a seguir.

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