Pero no entró el papá de su esposa; solamente ella y su mamá. El papá, al parecer, aún estaba abajo, en el primer piso. Recordemos que el departamento del escritor está alojado en el cuarto nivel del edificio.
El plato de comida todavía humea, está caliente. La esposa del escritor, también. Su madre luce molesta, apenas si saluda al escritor.
Tu mamá me ha dicho que no le importa mi hija, que lo que no se conoce no se quiere, dice la esposa. Lleva puesto un vestido negro y unas botas del mismo color. Además de molesta, está desesperada, como si hubiera perdido un brazo. Se dirige rápidamente hacia el closet y comienza a sacar una maleta rectangular azul. Del mismo apresurado modo, saca toda su ropa negra y la coloca, sin la prolijidad acostumbrada en ella, en el interior de la maleta. Yo la llamé a tu mamá diciéndole señora que su hijo no me busque más, ya no lo soporto, me he ido del departamento, grita su esposa. Su madre está a un lado del coffee table, los brazos cruzados, un manojo de llaves en la mano izquierda, que deben de ser de su casa.
El escritor trata de calmar a su esposa, pero sin despegar el culo del asiento que ha tomado a la mesa. Le dice, cálmate, amor, tranquila, ¿qué haces? No tienes por qué irte. Me voy, me voy, porque ya no aguanto a tu mamá. Siempre se mete en la relación. Dile que esta separación es por su culpa. Agradécelo a tu mamita, pues.
La esposa coge una bolsa negra grande y mete en ella la ropa que le ha comprado a su bebé. Ve, encima de la cómoda de la cuna de la bebé, la ropita que la mamá del escritor le ha regalado. La ropita reposa, prolijamente doblada, en una cajita plástica transparente muy simpática, decorada con finos trazos que representan flores y animalitos silvestres. La esposa del escritor la coge y la lanza con fuerza contra el piso. No quiero nada de tu mamá, dijo. El escritor siente una punzada en el pecho cuando ve que la cajita se estrella contra el piso y sufre una rasgadura en uno de sus lados.
Así me habló tu vieja, dice la esposa del escritor. Me dijo que nunca quiso que me casara contigo, que ya era hora de que nos separáramos. Me alegro, hijita, me dijo. Mira a su madre y ella asiente. Había sido testigo de todo lo que había dicho la madre del escritor. La esposa había activado el modo altavoz.
La mamá de la esposa mete baza. Yo he escuchado todito lo que le dijo tu mamá. Lo dijo con cierta malicia. A tu mamá la tenía acá –lo piensa un poco y en vez de elevar la mano por encima de su cabeza como suele hacerse, la eleva hasta cierto nivel debajo de su mentón, la señora debe de medir un metro sesenta, o sea, para empezar, no tenía en mucha consideración a la madre del escritor, se conocieron y vieron por última vez en la boda de él-y ahora la tengo por acá –baja su mano hasta el nivel de sus rodillas-. Qué mal, dice.
Al escritor le jode que su suegra y su esposa estén expresándose así de su mamá. El escritor piensa que el único pecado de su madre fue y es querer en exceso a sus hijos.
Tu mamá nunca me vio bien. Siempre quiso para ti una chica popis como tú, que sea alguien en la vida. Como yo no soy nada, me dice esas cosas.
Al escritor le jode que su esposa se exprese así. Él se interesó en ella, sin importarle sin había estudiado en tal o cual lugar. No le importó nada de eso. Quedó cautivado por su nobleza y la alegría que mostraba para hacer las cosas. Además, es una mujer muy guapa. Nadie tiene la culpa de la suerte que le ha tocado vivir. Su esposa creció en un medio carente de recursos económicos, motivo por el cual ella misma tuvo que trabajar, por un salario mínimo, para costear sus estudios de secretariado en un instituto capitalino. Es decir, ella se había esforzado por perseguir sus sueños. También, fue dueña de una tienda de ropa que, debido a cierta desavenencia ocurrida entre ella y su socia, quebró. No obstante, siempre ha sabido conducirse sola, sin caer en exabruptos ni turbiedades.
Tú te has casado conmigo, amor, dice el escritor y emplea su voz más conciliadora. Sí, pero tu mamá parece no entender eso, replica su mujer.
Pero mi mamá no se está metiendo. Simplemente, necesita un préstamo y yo voy a sacarlo, nada más.
Tú sabes que eso no me jode. A mí me molesta que para ella sí saques esa plata y para las células madre de mi hija no.
Oye, pero con qué plata quieres que haga eso. Ya estoy pagando suficientes préstamos. Encima, ya te dije que para mediados del próximo año nos mudaremos a un departamento más grande. ¿cómo quieres que haga todo eso si voy a sacar un préstamo para eso de las células madre? ¿Quién tiene células madre guardadas en una clínica en este país? Ya pues, amor, entiende.
Ya no quiero saber más de ti ni de tu mamá. Eso que me ha dicho de que no le importa mi hija no se lo voy a perdonar jamás. Sé que tú no tienes la culpa de nada, pero ya no quiero volver a verte.
Los lamentos seguían. Un cuarto de hora después entró en la habitación el papá de la esposa del escritor. Tomó asiento en el sillón verde limón y, con cara de pocos amigos, dijo: Explíquenme lo que está pasando aquí, rápido.
Al escritor le desagradó esa actitud casi matonesca. ¿No había siquiera un saludo al momento de ingresar? El escritor dice, en un tono muy bajo, buenas noches, señor, a sabiendas de que no recibiría respuesta. Y no la recibió.
Quiero que alguien me explique qué ha pasado aquí, dijo el papá de la esposa. Su mirada era dura y sus movimientos rápidos y desprovistos de afectación. Tenía un cigarrillo en la mano. No estaba encendido. Ya, tú, dime qué pasó, dijo, dirigiéndose a su hija. El escritor tomó la palabra y relató su versión de los hechos.
Cuando tocaron el punto concerniente a lo que la madre del escritor le había dicho a la esposa de éste por teléfono, madre e hija confirmaron que las palabras que escucharon fueron sarcásticas e hirientes. La esposa recordaba esas palabras y las lágrimas le salían con furia por los ojos. Cerraba sus puños y temblaban. Su mamá la tranquilizaba. El escritor no atinaba a pararse y consolar a su mujer. La conocía y era capaz de mandarlo a la mierda.
El padre de la esposa desveló todo aquello que pensaba del escritor: Compare, todavía eres inmaduro. No veo que tengas pantalones y que mi hija pueda sentirse segura contigo. Que te vea y diga caramba, aquí tengo quien me defienda. Te veo muy mamero todavía. No puedes decirle a tu mamá, mamá, carajo, por favor, deja en paz a mi mujer.
El padre seguía hablando cosas por el estilo. El escritor oía, pero jamás le hablaría así a su mamá. Él conocía a su madre. Ella solamente se preocupaba por él y cuando se dio la ocasión en que él le pidió amablemente que dejara de llamarlo tanto al celular, ella aceptó; con cierta pena, pero aceptó. Su madre no era una persona testaruda en ese aspecto. Todo era conversable y manejable. De ninguna manera le plantearía las cosas a su madre como sugería el padre de su esposa. Y así se lo hizo conocer a éste cuando acabó su perorata.
La mamá de la esposa del escritor vuelve a mencionar que ella oyó cómo la mamá del escritor trató con desprecio a su hija por el teléfono. El padre de la esposa del escritor le dice a éste: Llama a tu mamá y que diga su verdad. A ver, llámala y que nos niegue que no ha maltratado a mi hija. El escritor se niega a hacer eso. De ninguna manera le haría eso a su mamá. Aquello solamente serviría para azuzar el morbo en torno a ese desagradable incidente.
Entonces, a la esposa del escritor se le dio un ultimátum: O te quedas aquí con tu esposo o te vas para la casa (de su papá y su mamá, se entiende) y no me vuelves más por acá. Porque si vuelves, olvídate de nuestro apoyo. Voy afuera a fumarme un cigarro, dijo el papá de la esposa. Cuando regrese, quiero una respuesta. La mamá de la esposa salió detrás de él. En la sala, permaneció el escritor, sentado a la mesa ante un plato de comida frío, y su esposa, parada a un lado de la mesa, llorando, las manos revolviendo sin objetivo la ropa negra de la maleta azul.
El escritor coge su celular y llama a su mamá. Le dice que su esposa ha venido llorando a la casa porque la ha tratado con sarcasmo y le ha dicho cosas como que no quiere no le importará conocer a la bebe. La madre le dice que no le ha dicho tales cosas, que ella la llamó diciéndole que no quería saber nada con su hijo. Ella respondió: está bien, hijita.
Má, pero ella me dice que tú le respondiste con sarcasmo, como burlándote.
La esposa del escritor sale de su silencio e interviene en la conversación: Sí, sí, así me dijo.
La mamá del escritor oye la voz de la esposa de su hijo y se sorprende. Cree que su hijo le ha tendido una emboscada, que la ha confrontado. Dice: Cómo me haces esto, y cuelga.
El escritor intenta llamar nuevamente a su madre para explicarle que no fue su intención confrontarla con nadie. Si la llamó fue debido a un impulso de sana curiosidad. Sí, piensa el escritor, debí haberla llamado sin la presencia de nadie. Había olvidado que su esposa todavía estaba junto a él. Y es que, en reiteradas ocasiones, el escritor resulta demostrando su innata estupidez.
Su mamá ya no contesta. Ha apagado el celular. La esposa del escritor dice: Ya ves, ¿por qué no contesta? El que nada debe, nada teme. Ella sabe que me ha contestado como te lo he contado.
El número del celular de la madre del escritor es marcado nuevamente por él, pero no recibe contestación. Ahora hay otra persona que está detestando al escritor: su propia madre.
El papá de la esposa del escritor regresa. Atrás de él, está su esposa. Y bien, ¿qué has decidido?, le pregunta a su hija. Ella decide abandonar el hogar.
Transcurre el tiempo, la mamá le ha dicho a su hija que la esperará abajo. El papá se ha ido; ya no quiere saber más de ese problema.
La esposa del escritor está afligida. Llora, luego se calma, después su cerebro, involuntariamente, recuerda lo que ella siente que le ha ofendido y rompe en llanto. El escritor atina a decirle que no se vaya. No le implora. Se lo dice con voz amable. Está harto de todo y, por momentos, cree que es mejor acabar con todo y volver a ser soltero. Al siguiente instante, se retracta y cree que estará mejor al lado de su esposa y de su futura bebé.
¿Qué puedo hacer para que no te vayas, amor?, dice el escritor, solamente para demostrarle a su esposa que está interesado en evitar que ella se marche. En realidad, quiere que se marche. Ella le contesta: quiero que dejes de ver a tu mamá. Ya no quiero que vayas a verla los sábados. Quiero que escarmiente por el daño que me está haciendo. Si puedes hacer eso por mí, entonces me quedo.
El escritor le dice no. Si el problema es entre mi mamá y tú, entonces bien, no la veas tú. Pero ella es mi madre y yo la quiero mucho. Bajo ninguna condición puedes prohibirme que la vea. No voy a hacer eso.
La esposa del escritor le dice: ¿O sea que no puedes hacer ese sacrificio por mí? Tu mamá me ha hecho mucho daño.
El escritor permanece firme en su decisión: verá a su mamá las veces que quiera.
Su esposa coge su maleta y sale del departamento.
En Lima, acaba de transcurrir media hora desde la medianoche.
La puerta del departamento se ha cerrado. El solitario habitante de ese lugar no sabe si estar feliz o triste. Bota su comida fría a la basura. Tira el refresco de naranja al fregadero de platos. Que tiña de naranja las tuberías y no mi estómago, piensa.
Coge el libro 3 de Haruki Murakami: 1Q84. Se va a la cama. Tira el libro sobre la cama. Se desviste. Piensa: definitivamente tengo que escribir sobre esto. Siente que es una bendición todo aquello que le acaba de suceder. Si estas cosas no me pasaran, ¿sobre qué escribiría? Recuerda las palabras que William Faulkner dijo alguna vez en cierta entrevista: “Un artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y generalmente está demasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a cualquiera y a todo el mundo con tal de realizar la obra.”
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