sábado, 14 de abril de 2012

El monstruo sagrado - Edgardo de Habich


La editorial Populibros Peruanos publicó, hace ya mucho tiempo –no coloco el año de publicación porque éste no figura en el ejemplar que poseo- el libro «El monstruo sagrado» del autor nacional Edgardo de Habich, quien es descendiente de aquel Habich que tuvo a su cargo la dirección de la Escuela de Ingenieros allá por los años de 1870.

«El monstruo sagrado» relata la historia de un joven de 14 años, Carlos Gómez, alumno mediocre pero feliz en lo tocante a su vida amical, pues disfruta de la libertad que proporcionan la compañía de los amigos, en especial, la de su amigo Juan, el Grande, el Fuerte, con quien, a pesar de su edad, todavía disfrutan de jugar a las canicas.

Carlos Gómez era un chico trigueño, de clase media, cuya madre no contaba con un trabajo fijo. Cierto día, para regocijo de su madre, aparece en el modesto hogar su maestro de Historia, el señor Augusto Peter, hombre de encarecido linaje, cuya ascendencia y él mismo hervían de títulos nobiliarios. Su vida laboral no solamente se limitaba a impartir clases de Historia en el colegio de Carlos sino que, además, poseía una vasta carrera diplomática. Pertenecía, por tanto, a la clase dominante del país. Era miembro del selecto círculo compuesto por todos aquellos que poseen dinero y poder, lo cual le confería el exclusivo privilegio de hacer lo que le viniese en gana.

Carlos quedó muy admirado e intrigado de que semejante personalidad se hubiese atrevido a posar las diplomáticas suelas de sus zapatos en el piso de su rústico hogar. Pensó que el propósito de la visita de ese excelso maestro era contarle a su madre acerca de sus pellejerías, travesuras y arrestos en la escuela. Estaba equivocado. El egregio profesor había visitado su hogar para ofrecerse como su tutor particular, ofrecimiento que tuvo gran y agradecida acogida por parte de la madre de Carlos. El también ministro de algunos gobiernos le ofrecía a Carlos la carrera de secretario: «-¡Vamos, señora, vamos; no es tanto!... Apenas la posibilidad de que, aprendiendo un poco, de aquí a unos años el muchacho llegue a ser mi secretario… ¿Te gustará eso, Carlos?»

Las clases particulares se desarrollarían en el «palacete» del maestro durante una hora, los cinco días de la semana.

Don Augusto Peter era un descendiente de los Peterson, hombres de noble linaje, de cuna extranjera, que se afincaron en el Perú luego de haber cercenado su apellido a Peter. Don Augusto era un hombre que poseía un sinfín de influencias, vivía en un boato digno de las familias más poderosas del país. Sus conocimientos eran verdaderamente oceánicos. Profesaba una profunda admiración por la cultura helénica.
En más de una ocasión le dijo a Carlos que la gente de hoy en día no entiende ciertas formas de amor y querencia que en otros tiempos y en otras culturas eran bien vistas, al menos, no juzgadas. Entre líneas, el obeso y pingüe erudito se refería al amor homosexual. Esto Carlos fue descubriéndolo durante los diez años que permaneció al servicio del doctor, el cual lo trataba casi como a un esclavo. No se menciona en el libro, pero se puede interpretar que, durante aquellos largos años, que convirtieron al púber Carlos en un hombre de 24, el maestro Peter sostenía relaciones sexuales con su prohijado, algo que tenía sumido a Carlos en la más profunda depresión.

Uno de los primeros trabajos que Carlos desempeñara como secretario de Peter era firmar los cientos de documentos e infolios que éste tenía que revisar y leer como parte de su labor en los consulados. La falsificación de la rúbrica era consentida por el maestro. Carlos pudo conocer de cerca las turbiedades dentro de las cuales las vidas profesionales e íntimas de los más poderosos personajes del país discurría. Nadie se daba cuenta de los «pecados» del ilustre pedagogo; solamente Carlos guardaba para su ser los vejámenes a los que era sometido. Y, por si acaso, no quiero decir que el ser homosexual sea un pecado, sino más bien el hecho de coaccionar al prójimo para hacer algo que éste no desea hacer.

Durante los diez años de pertenencia exclusiva de Carlos a Peter, éste le ha comprado los mejores trajes y le ha provisto de libros y conocimientos a los que un chico de su condición social jamás hubiera accedido. Además, gracias a sus influyentes contactos, le consiguió un buen trabajo a la madre de Carlos, lo cual provocaba que ella abriese la boca solamente para desparramar elogios y encomios hacia la imponente e importante figura de don Augusto Peter.

Muy bien cogido de las bolas tenía el excelso don Augusto, diplomático de fulgurante carrera, a su secretario Carlitos para evitar que éste, cansado de los abusos y humillaciones, lo denunciase ante las autoridades. Tarea imposible porque, en primer lugar, su maestro tenía compradas a las autoridades, quienes jamás actúan en contra de los ricos, sino a favor de ellos y su dinero. En segundo lugar, porque nadie le creería a Carlitos que el magnífico don Augusto era un «maricón». Tercero, porque don Augusto contaba con irrefutables pruebas de que su secretario era un usurpador de identidad y falsificador de firmas que, aprovechándose de la nobleza de su benévolo instructor, cobró dinero y autorizó infinidad de documentos. Todo lo tenía muy bien planeado, don Augusto. Al pobre Carlos no le quedaba más alternativa que resignarse a ser poseído por su maestro por un tiempo indefinido.

En cierto momento, don Augusto es nombrado embajador del Perú en Portugal. Carlos es llevado con él. En una recepción, Carlitos conoce a una bella mujer, compatriota suya, con la que se imagina casado y alejado para siempre de su pérfido maestro. Éste, enterado de las intenciones de su alumno y «esclavo», propicia un acto humillante frente a la chica que corteja.

De regreso en el Perú, Carlos se ve obligado a hacer justicia por su propia cuenta. Nadie estará de su lado. La justicia, la prensa y el orbe en general están siempre del lado de personas semejantes a don Augusto, a quien, luego de haber desempeñado funciones diplomáticas en Portugal, es destacado a Bolivia. El señor Peter le comunica de este viaje a Carlos quien se niega a seguir bajo sus órdenes, lo cual no constituía motivo suficiente para que don Augusto lo soltase. Por el contrario, de no seguirlo, lo amenazó con denunciarlo de homosexual y, además, falsificador de firmas y desfalcador. Todo jugaba a favor del ilustre maestro.

La atribulada historia de Carlos llegará a su fin cuando, en un paseo en el automóvil de su maestro, con él como copiloto, decide desviarse del camino y estacionarse en un descampado. Un disparo y un pedrón acabarían con la vida de su oscuro torturador. A los pocos días, Carlos es capturado –no hizo nada para huir-, iniciándose un proceso judicial que, a pesar de la vehemente defensa que realizara su abogado, es condenado a 20 años de prisión. Carlos se siente feliz pues al fin es libre. Ha estado realmente encarcelado durante 10 años, fue un verdadero prisionero durante ese tiempo y la cárcel que ahora le será impuesta la considera mucho menos tortuosa que la asquerosa historia que ha vivido.

Dos frases en el libro parecen justificar, o explicar, el acto criminal –quién podría juzgarlo menos o más criminal que aquellos que le fueron perpetrados por su dizque maestro- cometido por Carlos. La primera: «Ya un escritor ha dicho que “es difícil saber en esencia quién es criminal y quién no”, ya que “para saberse incompatible con el crimen hay que haber sufrido lo peor, la más terrible afrenta, la más baja ignominia, del ser al cual se odia”…» (página 151). La segunda: «“Todos somos asesinos”, enunció André Cayatte, a más director cinematográfico, jurista galo. Para quien la existencia corre de forma ordenada y jamás lo ha colocado frente a la circunstancia adversa, es fácil negarlo.» (página 152).

El relato hecho por Edgardo de Habich es de una buena calidad y provoca que la historia se lea de un tirón. Es amena y la prosa muy bien cuidada. Resaltan muchas palabras cultas y arcanas que el lector agradece pues le ayudarán a enriquecer su léxico. Este relato podría muy adaptarse muy bien a un guión de cine o a una puesta teatral. Por algo, esta novela le mereció a de Habich la categoría de mejor novelista diplomático. Hay que considerar que esta historia de sangre y formas prohibidas de amar fue publicada en la década del 60, cuando en Lima no era muy frecuente leer este tipo de novelas.

Ha sido un grato hallazgo este librito, el cual compré en la librería a la que suele concurrir con enfermiza periodicidad en el jirón Quilca, lugar que me queda a un tiro de piedra de mi hogar.

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