viernes, 15 de junio de 2012

El escritor y el barbudo

Ese día, el escritor no sabía que no dormiría en la comodidad de su cama en Los Olivos y que, más inesperadamente todavía, cerraría su jornada copulando con una prostituta de la Plaza Manco Cápac.

La oscuridad de la noche se había ceñido sobre el plomizo cielo de una tarde llena de clases aburridas en la Facultad de Minas. El escritor, a las 2 pm, tuvo que abandonar la sala de lectura del tercer piso de la Biblioteca Central -que había ocupado desde muy tempranas horas de la mañana y en donde se solazaba leyendo La Guerra del Fin del Mundo de Vargas Llosa- para dirigirse a una clase más en el vetusto edificio de Ingeniería de Minas.

A las ocho de la noche, con la mochila colgando desganadamente de un hombro, la consigna definitiva de dormir por horas sin preocuparse por nada más en el mundo, y tres soles en el bolsillo de un percudido y viejísimo blue jean, el escritor arrastraba sus pies por las consabidas aceras de esa universidad llena de gente presumida.

Pocos metros le faltaban para cruzar el umbral de la puerta de ingeniería cuando ante él se tropezó la espigada figura de un joven flaco, de barba corta, pelo enmarañado y gafas económicas. Nadie, al verlo, podría decir que ese hombre era el hijo de un empresario de relativo éxito, que vivía en San Borja y, si quería, podía ir en auto propio a la universidad. A primera vista, lo hubieran tachado de vago. El tipo en cuestión tenía apenas 21 años, aunque por la barba se le podría haber añadido unos tres años más.

El escritor y el joven barbudo eran amigos. Se habían conocido hacía un año, en la Facultad de Minas. Ninguno recordaba muy bien cómo se conocieron ni cómo llegaron a establecer cierta amistad. En estos tiempos es mejor olvidar las cosas, buenas o malas, y seguir viviendo, pues queda poco tiempo.

Los amigos se saludaron. A pesar del considerable dinero que podía poseer el padre del barbudo, éste se comportaba como si viviera bajo las angustiosas condiciones socio-económicas que solían acosar, con molesta constancia, al escritor. Luego de saludarse, ambos caminaron hacia la puerta de salida.

Por la mirada y los gestos ansiosos que hacía el barbudo, y que el escritor no notaba porque éste nunca se percataba de nada, se podía barruntar que algo traía en mente. Era su cumpleaños, pero el escritor no lo sabía. Al barbudo, al igual que al escritor, no le gustaba pregonar a los cuatro vientos que tal día era su cumpleaños. Les parecía desconcertante que hubiera gente a la que les satisfacía el hecho de que el mundo anduviese enterado de las fechas de sus nacimientos y preparasen agasajos y saraos al respecto. Para el barbudo y el escritor, las fechas de sus nacimientos eran desdeñables, totalmente carentes de importancia y celebraban, más bien, que nadie supiera de ellas. Sin embargo, ese cumpleaños, por algún arcano motivo, el barbudo quería celebrarlo a su manera. Su plan era agasajarse bebiendo un par de cervezas en el Centro de Lima, alejado de la universidad y de su casa en San Borja.

Cuando estaban a punto de despedirse, el barbudo le ofreció:
    
     -Habla, vamos a chupar por el Centro.

     -¿Tienes plata?-inquirió, maliciando, el escritor. El papá del barbudo podía tener mucho dinero, pero su hijo estaba siempre con la cantidad justa de monedas en su bolsillo. Quizá, era política del papá no otorgar dinero fácil e ingente a sus hijos. Quizá, pensaría que así valorarían mejor la plata.

     -Es una plata que me ha sobrado de la mina-dijo el barbudo, animoso por irse al Centro.

El barbudo había realizado, el verano pasado, sus prácticas pre-profesionales en una mina en la que, si bien tuvo que sufrir duras experiencias, recibió una paga decorosa.

Tomaron un bus que los llevaría al Centro. Entraron en un bar de mala muerte, cerca de la Plaza Manco Cápac. El escritor no estaba familiarizado con esos lugares; apenas si conocía algo del Centro Histórico: el jirón Quilca, la avenida Wilson, el jirón de La Unión.

El barbudo le pidió dos cervezas al señor que atendía. El lugar apenas cobijaba a unos tres o cuatro borrachos consuetudinarios que vestían pantalones y camisas trajinados por días. Las cervezas estaban tibias. El escritor nunca antes había sentido tal repulsión al beber del contenido de esas botellas. El barbudo también sintió cierta desazón al probar la cerveza. No sabían si eran las cervezas de ese bar de mala muerte o eran las cervezas en general las que se habían puesto de acuerdo para aguarles lo que parecía ser el inicio de una curda fenomenal, de esas que continuaban por la madrugada en los bares próximos a la Católica, y causaba que usen el trajinado gramado del parque aledaño a la universidad como mullido colchón.

Se tomaron las dos cervezas, no porque les hubiese encantado, sino más bien por una cuestión de valoración del dinero que tan arduamente el barbudo se había ganado. No se las bebieron con la parsimonia y la fruición con las que se bebe una buena cerveza, sino que se las tomaron como cuando uno apura un par de gaseosas en un concurso de glotones.

La estatua de Manco Capac cogía un cetro con su mano izquierda y con la derecha, el dedo índice recto y severo, apuntaba hacia algún punto perdido en la ciudad. Cuando el escritor pasó cerca de esa efigie, sintió que el rostro del inca –vaya uno a saber si así fue el rostro del verdadero Manco Capac, o si realmente existió este inca- lo escrutaba con rigor, como si le dijera “qué pretendes hacer pendejo, adónde vas, ah”.

Cuando reparó en el barbudo, éste estaba conversando con una joven. La chica fumaba y fumaba mientras hablaba con el barbudo, cubriéndole la cabeza con una nube blanca. Instantes después, la joven le señaló un bar en una esquina de la plaza. Cuando terminó la conversación, la chica echó a andar en dirección al señalado bar y el barbudo le hizo una seña al escritor para que se le uniera. Cuando éste llegó a su lado, el barbudo le dijo: -Habla, vamos con unas chicas para tirar.

     -¿Con quiénes? ¿Con la que estabas hablando?

     -En ese bar-dijo el barbudo, apuntando hacia una esquina de la plaza-, tiene una amiga. Vamos.

     -Pero yo no tengo plata, ón.

     -No te preocupes. Yo invito-dijo el barbudo. El escritor no comprendió de dónde demonios le había salido la generosidad al barbudo. Es decir, una cosa era que una persona le invitase cervezas a su amigo, pero otra muy distinta era que le pagase los servicios sexuales de una mujer. Hasta donde tenía entendido el escritor, el grado de amistad con el barbudo no había pasado de beber cervezas, estudiar –ocasionalmente-, jugar fulbito, tontear por la facultad. ¿En qué momento el barbudo había pasado a considerar al escritor como un amigo al que se le tuviera que pagar la puta? Al escritor no le quedó más remedio que decir, a modo de agradecimiento: -Gracias. Cuando yo tenga plata te devolveré el favor. (Nota: que se haya sabido, hasta este momento, el escritor no le ha devuelto el favor al barbudo).

Caminaron, siguiendo los pasos de la joven, quien ya hubo desaparecido, hacia el bar de la esquina de la plaza. El lugar era más amplio que el bar en donde tomaron las cervezas cuya fecha de caducidad había expirado, pero mostraba el mismo desolador panorama que aquel: mesas sucias, olor rancio.

Acodada en la barra estaba la mujer, hablando con el mesero, como si ultimase algunos detalles. Al ver al barbudo, la mujer se acercó a él. El mesero se dirigió a una especie de trastienda, de la cual surgió, a los pocos segundos, con una joven mujer de cabello negro. La chica caminó como empujada por el mesero.

El barbudo le preguntó a la chica con la que había hablado anteriormente por su nombre. Ella, sin pensarlo un segundo, respondió mecanicamente: Fabiola. “¿Y tú amiga?”, inquirió todavía más el barbudo. “No sé. Dile a ella misma”, dijo.

Fabiola los condujo hacia un altillo en el segundo piso. El techo era bajo. Se tenía que caminar agachado, casi arrodillado, cuidando la cabeza de algún golpe fortuito. Fabiola y el barbudo entraron en un cuarto cuya puerta ella había abierto. Los siguieron el escritor y la chica con quien copularía.

La habitación estaba separada por una lámina de triplay, que dejaba un resquicio para que se pueda acceder al cuarto contiguo. Todo debía hacerse con la espina dorsal encorvada. En ambos ambientes unicamente había sendos y viejos colchones de paja, por cuyos agujeros uno podía ver aflorar, obviamente, paja, pedazos de papeles, retazos de tela. La única manera en que se podía estar cómodamente en ese lugar, si acaso, era sentándose sobre esos colchones. No había cama, ni algo parecido sobre el que se pudiera apoyar el colchón. Eran solamente el frío suelo y el colchón.

En cada habitación, además, había un tachito rojo que hervía de condones usados y papeles higiénicos acartonados. El barbudo y Fabiola se echaron sobre su colchón. El escritor y su chica se escabulleron por el intersticio que dejaba la lámina de triplay y se instalaron en la otra habitación.

La cópula fue más bien un protocolo consabido: la mujer inerte mirando el techo, pensando en cuántos huevones más como ese tendría que soportar esa noche, y el escritor atemorizado porque no se le venía el blanquecino líquido que pusiese fin a esa pantomima. Las condiciones no eran las más propicias para facilitar un sexo placentero. Por otro lado, el escritor no tenía el aplomo para decirle a la mujer: "Lo siento, mejor dejémoslo ahí". Sentía que debía eyacular y dejar sentada, ante no se sabe quién, su masculinidad.

Cuando terminaron y pasaron por la habitación que ocupaba el barbudo, vio que estaba vacía. Éste lo esperaba abajo, sentado a una sucia mesa del bar.

     -¿Qué tal?-dijo el escritor.

     -Bien, ¿y tú?-replicó el barbudo.

     -Bien, también.

Los amigos se alejaron de la plaza. Cada uno albergaba en su fuero interno cierta desazón por la experiencia sexual vivida. No trataron el asunto posteriormente. Quedó olvidado en las altillos de sus inmaduras cabezas.

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