martes, 20 de septiembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 4

Del viernes 09 al domingo 11 de setiembre del 2016

Partimos a las nueve de la noche. Jean Carlo y Ricardo, el técnico electricista, hicieron turnos para manejar la camioneta. Yo tenía brevete, pero no sabía conducir. Me lo habían solicitado hacía seis años para que me admitieran en una empresa minera. Tuve que coimear para obtenerlo.   

Unos metros después del control vehicular de Ancón, nos detuvo un policía. Ricardo manejaba. Putamadre, murmuró Jean Carlo, desde el asiento de atrás, flanqueado por su esposa e hija, que viajaban a Pacasmayo. Nosotros continuaríamos hasta el proyecto, en Piura. Ricardo, los papeles están en la guantera.

El policía se acercó a la camioneta. Pidió los papeles. Los examinó ¿Quién es Jean Carlo Caballero? Yo, jefe, dijo Jean Carlo, asomando la cabeza para que el oficial pudiera verlo. ¿Sabía que este permiso de lunas polarizadas le autoriza solo usted la conducción del vehículo? ¿Lo sabía? Sí, jefe, solo que… Entonces, ¿por qué está manejando este señor? No, jefe, lo que pasa es que yo estaba descansando un ratito porque nos estamos yendo hasta… Bájese del auto. Vamos a tener que llevarlo a la comisaría. El policía se alejó de la ventana. Se ubicó en la parte posterior. Putamadre, volvió a decir Jean Carlo. No hables lisuras, oye, lo amonestó su mujer. Sin hacerle caso, sacó un par de billetes de su bolsillo. Ya vengo; voy a arreglar con ese huevón.

Listo, dijo Jean Carlo. Yo manejo, le dijo a Ricardo. El tombo me avisó que por el Óvalo de Huacho hay otro operativo. Una vez que lo pasemos, manejas tú otra vez.

Dormí bien toda la noche. Era una ventaja no saber conducir. Nos detuvimos en un grifo. Estábamos en Pacasmayo. Ricardo y yo bajamos del auto. Tómense un desayuno y yo regreso por ustedes. Voy a dejar a mi esposa aquí en la casa de su mamá. Toma, me extendió la tarjeta de débito de la empresa; para que pagues el desayuno. Coman bien, ah.


Regresó al cabo de cuarenta minutos. Reanudamos el viaje. Al mediodía, llegamos a Olmos. Buscamos un restaurante. Solo encontramos pobreza y desolación. El intenso calor acentuaba la miseria. Los pocos lugares que ofrecían comida eran penosos; chabolas de esteras y un escuadrón de moscas escoltando el ingreso. Por alguna razón, Jean Carlo no encendía el aire acondicionado de la camioneta. Yo vestía un polo de manga larga. Sudaba. Deseé quitármelo. Pero no podía; quedarían al descubierto mis tatuajes. Podría perder mi trabajo.



Hallamos un lugar más o menos decente. Los dueños estaban sentados en el piso de la entrada. Eran un hombre gordo, su esposa y un par de muchachitos. No parecían muy incómodos con las moscas que sobrevolaban sus cabezas. Al ver que nos aproximábamos, se levantaron para recibirnos. Bienvenidos. Los chibolos salieron disparados persiguiendo una gallina. Estaban descalzos. Una joven embarazada fue la encargada de leernos el menú y tomar nuestra orden. Pedimos lo mismo; pollo horneado con arroz blanco. ¿De tomar? Una Inka Kola bien helada. 




Un perro se me acercó. Se sentó en el suelo. Me miró. Quería comer. Tenía el hocico alargado. Lo vi bien. Era una perra. Tenía varios pezones. Gruesos. Apuntaban al suelo. Se le veía las costillas. Me dio pena. Sus ojos eran parecidos a los de mi esposa; el hocico era idéntico a su nariz larga. Sentí que me miraba ella y no el animal. Cuando llegó nuestro pedido, sin que Jean Carlo ni Ricardo lo notasen, le arrojé mi presa. Se la tragó de un bocado. Movía la cola con dificultad. Estaba débil, pero agradecida.

Dos horas después, llegamos a Canchaque, un pueblito piurano en el que se ubicaba la oficina principal de la constructora. Se trataba de un modesto hotelito de dos pisos convertido en una serie de despachos. Nos recibió Luciano Brasca, el ingeniero italiano a cargo del proyecto. Era delgado, algo encorvado, rubio. Se estaba quedando calvo. Fumaba. Nos largó un discurso sobre los funcionarios piuranos. Solo servían para ponerles trabas a los proyectos. Papeleo tras papeleo. En Italia hacemos las cosas speditamente. Acá le dan vuelta a tutto, ¡joder! Ya han pasado seis meses y hasta ahorita no puedo perforar mi túnel. Yo quiero dejar esta merda lista y largarme a otro proyecto en Cuba. No puedo estar cuatro annos detrás de un tunnel di merda. Bueno, basta de parlare. Vamos al campamento del proyecto para que pasen la induzione de seguridad.

Luciano y su chófer treparon en una camioneta. Condujimos detrás de ellos. Íbamos por una trocha angosta y serpenteante. A un lado, teníamos un abismo de proporciones. Ese camino nos llevaría desde los quinientos metros en que se hallaba Canchaque hasta los cuatro mil doscientos del proyecto. La neblina y el crepúsculo se convirtieron en un riesgo para nuestras vidas. Jean Carlo nunca había conducido por ese tipo de caminos. Le temblaban las manos. Tenía los ojos bien abiertos, como a punto de reventar. Un bus interprovincial se apareció repentinamente rompiendo la neblina. Iba a toda prisa, como huyendo de la policía. Jean Carlo torció el timón a la derecha y logró esquivar al bus que, cual asteroide, se nos venía encima. ¡Hijo de puta!, gritó. Sus reflejos nos habían salvado. Estuvimos a punto de morir y aún no escribía la novela que me perseguía desde hacía un tiempo. Si regresaba con vida a Lima, empezaría a escribirla. Contaría que un exalumno de la Católica, casado, con hija, y un trabajo respetable, tiraba con travestis. Rosario, mi esposa, mi familia, mis amigos se escandalizarían, pero ya no me importaba. ¿No se escandalizó también el París del siglo XIX cuando apareció Madame Bovary? ¿Y quién recordaba siquiera a alguno de los moralizadores que censuraron la novela? Nadie. Solo pervivía la figura del escritor, de Flaubert.

Eran las seis cuando llegamos al campamento del proyecto. Virgilio, el ingeniero de seguridad de la constructora, nos daría la inducción. Éramos un grupo de siete contratistas. Hicimos un semicírculo en el patio de tierra del local. Bueno, dijo Virgilio, asumo que todos estamos bien de salud; sino no estaríamos aquí. Con eso hemos concluido el chequeo médico. Así, al ojímetro, no más. Se rio. Con respecto a la charla de seguridad, será rápida, como le gusta al ingeniero Luciano. Primero, tengan cuidado con las bestias que manejan los buses interprovinciales en los caminos hasta aquí. Esos te meten el carro, no más. No les importa nada, ni sus propias vidas. Tengan cuidado. En segundo lugar, en la obra, es obligatorio el uso de casco, zapatos de punta de acero y lentes de seguridad. Si van a manipular algo, no olviden ponerse sus guantes de cuero. Y, tercero, siempre vean por dónde pasan los equipos; debemos evitar atropellar y ser atropellados. Buena suerte. Fue una de las inducciones de seguridad más rápida de la industria. Firmamos un registro. La visita al túnel será mañana. A las siete, partimos de acá, agregó Virgilio.

¿Hay algún alojamiento por aquí?, preguntó Jean Carlo. No había. Todas las casas y los poquísimos hospedajes del lugar habían sido alquilados por la constructora para su personal. Solo quedaba ir a Huancabamba, el pueblo más grande y moderno de la zona. ¿Cómo se llega allá?, volvió a preguntar Jean Carlo, asustado ante la posibilidad de volver a toparse con otros buses interprovinciales. Nosotros vamos para allá, dijo un joven que pertenecía a una empresa proveedora de cemento. Sígannos.

Huancabamba estaba a media hora del campamento. Nos alojamos en el hotel más decente del pueblo; un edificio de cuatro pisos. La única habitación libre en el primer piso fue para Jean Carlo. A Ricardo y a mí nos tocó la 405 y la 401, respectivamente. Dejamos las mochilas y fuimos a cenar.

Antes de dormir, acordamos encontrarnos en el vestíbulo a las seis de la mañana, listos para regresar al campamento.

El baño tenía agua caliente. Me bañé. Me sequé las bolas, los pies, el culo y la cabeza viendo los noticieros de la tele. Apagué la luz y me cubrí con la colcha. Cogí el celular y busqué una porno. Dos tetonas veinteañeras se la chupaban a un moreno basquetbolista. El negro, con sus dedos largos como patas de tarántula, les pellizcaba los pezones. La pinga del negro les inflaba los cachetes. Imaginé que me la chupaban a mí. Me vine en un pedazo de papel higiénico. Dormí tranquilo.

A las tres de la mañana, un temblor despertó al hotel. El edificio se movió durante sesenta segundos. Las paredes parecían de papel. Permanecí acostado, esperando estoicamente el momento en que el techo me cayera encima. Era otro aviso de la muerte. Si me salvaba de esta, empezaría a escribir y publicar la novela.     

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