jueves, 22 de septiembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 5

Del domingo 11 al lunes 12 de setiembre del 2016

Ricardo configuró los variadores de frecuencia, unos aparatos que regulaban el consumo de energía de los ventiladores. Terminó el trabajo en veinte minutos. Jean Carlo le comunicó a Luciano que todo estaba listo. Queríamos irnos pronto. Era lo atractivo de este trabajo: viajabas, te quedabas unas horas en el proyecto, y regresabas a la ciudad. Muy diferente de la esclavitud del sistema minero.

No tan rápido, dijo Luciano. Quería que Ricardo programara los variadores en un modo para el cual no habían sido diseñados. Ricardo lo intentó. Llegó la hora del almuerzo y Ricardo seguía intentándolo. Jean Carlo se sacaba fotos al lado de sus ventiladores. Vamos a mangiare, dijo Luciano. Después, continúas, le dijo a Ricardo. Los obreros treparon en una van. Luciano y su chofer lideraron el camino. Nosotros fuimos a la zaga. Un obrero, que no alcanzó cupo en la van, nos pidió un aventón. Se acomodó atrás. Se llamaba Clemente. Disculpe, ingeniero, le dijo a Jean Carlo, que conducía, ¿ustedes qué ven aquí? Veíamos la ventilación. Ah, ya. ¿Se quedan mucho tiempo? No, hoy mismo nos regresábamos a Lima. Quién como ustedes, inge; acá nosotros trabajamos treinta y cinco días y solo descansamos siete. Encima, ni nos pagan los descansos. Los ingenieros acá son bien ratas. En el proyecto que teníamos en Ica, los ingenieros pasaban vida. No había fin de semana que no se emborracharan. En cambio, a mis compañeros nos detectaban un poco de aliento y nos botaban como perros. Contó más historias; como la del ingeniero de seguridad que se emborrachó en su cuarto con la chica del servicio de lavandería. Habían tomado cerveza, vino, pisco. Al día siguiente, todo el mundo se preguntaba dónde estaba el ingeniero; no se había presentado a ninguna de las reuniones de trabajo que solía presidir. Lo buscaron. Lo hallaron en su cuarto, desnudo, roncando, con la mujer al lado. El cuarto entero olía a alcohol, a semen, a vómitos. La chica fue expulsada de la empresa. El ingeniero solo recibió una amonestación escrita.

Clemente nos contó de los accidentes que habían enlutado a los proyectos de la empresa. Había una señorita bien simpática, no me acuerdo su nombre, que trabajaba en el área de Comunidades. Una vez hubo un problema con la comunidad. Habían bloqueado la carretera para protestar. Entonces, esta chica fue al pueblo para reunirse con los dirigentes. Viajó en una camioneta de la empresa. Ella iba en el asiento de atrás, trabajando en su computadora, creo. En eso llegan al tramo que la empresa estaba construyendo, en la ladera de una montaña. Estaban doblando una curva cuando de lo alto cae una piedra de este tamañito, vea; así, no más, era la piedrita, pero con la fuerza de la caída atravesó el techo del carro y se hundió en la cabeza del chofer. El pata mancó en una. Pucha que la chica se controló; nervios de acero tenía, no se asustó, y lo primero que hizo fue lanzarse por la puerta que tenía al lado. Imagínese que ella salta y el carro al siguiente segundo se fue derechito al abismo. Había más relatos. Gente que moría decapitada, sin piernas, sin brazos. La empresa demoraba en pagar las indemnizaciones. Treinta mil dólares valía la vida de un obrero. Si el cuerpo no era encontrado en el accidente, como pasó con dos chamberos a los que se llevó el río, los deudos no veían ni un centavo.

Luego del almuerzo, regresamos a la obra. Yo solo pensaba en volver a Lima. Ricardo continuó intentando cumplir el pedido de Luciano. Dieron las cuatro de la tarde y no conseguía resultado alguno. Los mosquitos del lugar, unos insectos medio verdes, gordos y peludos, se pegaban a la piel. Cuando los sentías, ya era demasiado tarde; te dejaban un chupazo. Ricardo, acaba rápido, carajo. A las cuatro y cuarto, se dio por vencido. No quiero malograr los variadores, Jean Carlo. Mejor, me gustaría probar lo que quiere el gringo con los que tenemos en Lima. Además, Luciano quiere esa vaina para cuando el túnel llegue a los dos kilómetros, y ahorita no llevan ni doscientos metros. Tenemos bastante tiempo para hacer las pruebas con calma. Dile eso al gringo, por favor, que le vamos a dar la solución en las próximas semanas. Luciano entendió. Al fin y al cabo, el propósito inicial de la visita –configurar los variadores- fue conseguido. Nos despedimos. Partimos hacia Lima.

Hicimos una parada en Sondorillo. Eran las nueve de la noche. Compramos panes y gaseosas. Tres horas después, estábamos en Pacasmayo. Ricardo y yo tomamos un bus a Lima. Jean Carlo se quedaba con su familia. Regresaría a la oficina en los próximos días. El viaje fue largo. Era la una de la tarde, cuando llegamos a Lima.


La agencia estaba a pocos pasos de Polvos Azules. Caminé hasta allí. Me compré unas Supra. Acompañarían a mis Adidas. También, unas mancuernas para ejercitar los brazos. Tomé un taxi a Zepita.  





Me rondaba el temor de hallar el cuarto desvalijado. Pero todo estaba en su lugar. Me convencí, finalmente, de que era un lugar seguro. Acomodé mis nuevas adquisiciones. Me bañé. El agua estuvo rica. Decidí que empezaría a escribir la novela La iría publicando en mi blog, capítulo a capítulo hasta terminarla. Tenía el nombre: El Solitario De Zepita.

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