lunes, 2 de octubre de 2023

Vera, la camarada - Capítulo 01 (Novela de Daniel Gutiérrez Híjar)

 


Los que matan a una mujer y después se suicidan deberían variar el sistema: suicidarse antes y matarla después.

Ramón Gómez de la Serna

 

La gente que trabaja no piensa; es bruta, dice Vera, mi maestra de francés, fumando un cigarrillo electrónico. Estamos en medio de una manifestación popular en la Plaza San Martín. Nos rodean personajes de la más variada disimilitud. Sin embargo, una consigna que repiten sin cesar los uniformiza: ¡Dina asesina, Dina asesina! Dina es la presidente del Perú.

Por eso, no pueden alzar su voz de protesta. Nosotres tenemos que levantarla por ellos. El trabajo los tiene idiotizados, continúa Vera, mezclando el castellano con el lenguaje inclusivo del que es devota.

¡Ay!, dice con repulsión cuando los dedos de un niño andrajoso le rozan involuntariamente la palma de la mano. Lo había detenido para comprarle una cajita de chicles.  

¡Aj! ¡Qué habrá tocado ese criter!, exclama mientras restriega su mano contra mi polo negro. ¿No tienes alcohol?

Afortunadamente, yo siempre estoy preparado. La pandemia de la COVID (que, dicho sea de paso, mi maestra asegura fue creada por los capitalistas gringos para desaparecer a la China y a todos los viejos y enfermos del planeta) me había inoculado la sana costumbre de cargar siempre conmigo un pequeño atomizador de alcohol.

Échame más, échame más. Sabrá Dios la cantidad de pestes que debe tener ese criter, dice Vera con las manos empapadas de alcohol.

Es en vano que espere el vuelto de los cinco soles que le acabo de dar para que compre los chicles del chiquillo. Mi maestra se los ha quedado. Supongo que me permitirá descontárselos del costo de nuestra próxima sesión de francés.

Compañeros, vamos a atacar por el flanco izquierdo, grita un tipo que se hace llamar Anca, un cholo de aliento espantoso, pelo seboso y dientes amarillos. Rápido, rápido, pónganse al frente los que van a ofrendar el pecho por la Patria. Nosotros iremos detrás, dirigiendo el movimiento. Ustedes, nos dijo a nosotros, que nos ubicamos adelante, son el músculo de la resistencia roja. Nosotros, dijo mirándose a sí propio y a sus más cercanos amigos, somos el cerebro director.

  Vera me había arrastrado a la vanguardia del grupo. Me grabas, me grabas, me dice muy emocionada, sacando mi celular del bolsillo. Ella me había tomado bastante confianza. Desde hace dos semanas, somos maestra y estudiante, y ese escaso tiempo ha bastado para que Vera se sienta tal cual es a mi lado.

Su novio, Jack Morante Q., integrante de un grupo de rock llamado Las Medusas, se colocó en la retaguardia. No te pases, le había dicho a mi maestra cuando ella intentó que se nos una, no estoy para esas huevadas.    

Vamos, no seas burgués. Vayamos a luchar un ratito. Que Daniel nos grabe un toque y ya, lo trató de convencer mi maestra de francés.

No, ni cagando. Luego me cae una bala perdida y fui. Mejor me quedo atrás. Yo los dirijo. No se preocupen, dijo Jack. Era un tipo de tez lechosa, pelos largos y enrulados, y de una nariz y pómulos que, vistos desde ciertos ángulos, se asemejaban a los del Huayna Cápac representado en textos escolares.

¡Vamos, guerreros!, se desgañita un tipo descamisado, fibroso, que lleva la cabeza envuelta en su propio polo. ¡Batallón uno, a la derecha! ¡Batallón dos, conmigo a la izquierda!

Somos parte del batallón dos, así, sin más, sin habernos inscrito en ningún lugar o sin haber recibido algún tipo de charla o adiestramiento. Avanzamos encolumnados. Una mujer, que tiene los senos descubiertos y pintarrajeados con “Dina asesina”, nos entrega unos pedazos de laja que han sido arrancados del porche del edificio del Poder Judicial por el Comité de Apertrechamiento de la Revolución. Apunten al cuello, apunten al cuello, repite la mujer a medida que va repartiendo los proyectiles. El cuello, según habíamos oído por ahí, mientras los grupos se concentraban en la plaza, era el único punto vulnerable de los policías conocidos como robocops, cuyas armaduras los protegían de palos, piedras, y hasta balas.

Mi maestra está entusiasmadísima. Se le nota en los ojos. Me grabas, me grabas, ah, me exige, la adrenalina agitándole la voz. Estoy capturando todos sus movimientos con mi celular. Estás en vivo, ¿no? Estás en vivo, ¿no?, se alarma. No, le digo, solo te estoy grabando; ya luego tú subes el vídeo a tus redes. Parece que está a punto de decirme que cómo voy a ser tan huevón de no transmitirla en directo para Lima y el mundo, cuando la voz de Anca, que viene desde atrás, magnificada por un potente equipo de amplificación vocal, la interrumpe y nos ordena atacar.

Mi maestra y yo somos empujados sin piedad. Por poco y nos caemos. Nos sujetamos uno del otro y evitamos terminar contra el asfalto, raspados por él, pisoteados por los guerreros que han desatado su furia ante la sola orden del líder Anca.

Cuando creímos haber recuperado el equilibrio, Anca vuelve a ordenar: Segundo grupo, ¡al ataque! Y decenas de guerreros nos arrastran en su febril marcha, separándonos. Asombrosamente, el celular aún está en mi mano. Lo sujeto como si mi vida dependiese de tenerlo conmigo.    

Trato de ubicar a mi maestra entre los cuerpos sudorosos de los guerreros descamisados que arrojan los pedazos de lajas contra los robocops con una precisión envidiable. Definitivamente, estos señores no se pajean como yo, pienso en un instante, y luego continúo la búsqueda de mi maestra.

Entonces, la veo, está a unos diez metros. La llamo: ¡Profe, profe!, pero es inútil. El tinglado de voces anula la cuestionable potencia de mi llamado. Vera está asustada. No sabe a dónde ir y nadie parece dispuesto a socorrerla. Todos están ocupados lanzando lajas hacia los cuellos de los pundonorosos policías de asalto.

Mi maestra corre peligro. Está muy cerca de los policías, al ladito de los guerreros más temerarios, esos que recogen las bombas lacrimógenas con las manos y, con todo el cálculo y paciencia del mundo, las devuelven a la tombería.

A esa huevona, cojudo, a esa huevona, ¿la ves?, dice alguien detrás de mí. Alguien, también detrás de mí, le responde: ¿Cuál? ¿La de polo negro? El primero dice: ¿Ves a otra, huevonazo? A esa, pe, a la de polo negro. El otro no responde; supongo que asintió en silencio. No me cabe duda: han estado hablando de mi profesora. Es la única mujer en esta parte de la refriega. Pero ¿qué chucha tienen que hacer con ella? Ella solo nos conoce a Jack y a mí. Sí, horas antes, hemos hablado al desgaire con dos o tres huevones más, pero…

Decido verles las caras. Escurriéndome entre los cuerpos hediondos y melosos de los guerreros, logro ubicarme detrás de los confabuladores. Entonces, los veo. No recuerdo que hayamos conversado con estos dos tipos.

Me vas a estar mirando, ah, huevón. Atento.

El otro asiente.

A esta señal, avanzas hasta llegar cerca de los tombos. Y a esta otra, le disparas a la huevona. En la cabeza, ah. Si queda viva y te ha visto, nos cagamos. A la cabeza, huevón. 

El imbécil vuelve a asentir. Se lleva la mano adelante, a la pinga; pero no es exactamente la pinga lo que se toca, sino una pistola que lleva escondida muy cerca. Mierda, pienso, van a matar a mi profe. Me congelo. No sé qué hacer. Alzo la vista y aún puedo ver a mi maestra, confundida entre tanto pezuñento descamisado que le arroja lajas a los robocops como si no supieran hacer otra cosa más en la vida.

Los huevones que van a matar a mi maestra son unos cholones de aspecto carcelario. Combatirlos no es una opción. Tengo que llevarme a Vera de aquí. Tengo que llegar a ella.

El cholón de la voz de mando hace la primera señal. Estamos jodidos. Mi maestra está jodida. Cuando el idiota haga la segunda, mi profe terminará con el cráneo destrozado.


1 comentario:

  1. una chica de izquierda que calza perfectamente con los estereotipos creados por la gente que se dice de derecha...guau que gran idea...

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