viernes, 31 de enero de 2025

NOVELA PERUANA BRUTALIDAD de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 04: El despertar de Cocavel y la reacción a Cabro Viejo El Viajero


 

Sssh, sssh, ya cállate, oe, huevón; ya entró la llamada. Silencio, silencio, exigió Marly en susurros. Era otro programa más del Habla Montecito. Llevaban cinco horas de transmisión y los temas de conversación se habían agotado. Entonces, a Marly se le ocurrió la brillante idea de telefonear a los personajes más conspicuos de la Brutalidad, meterles cizaña y allanar así el terreno para la generación de nuevas polémicas sobre las cuales conversar en las próximas semanas.  

¿Aló? La voz medio desorientada le pertenecía a Marito Cocavel, especie de trashumante universitario que, en su mocedad, había iniciado varias carreras, pero terminado ninguna. Qué diferencia con las líneas de coca que te aspiras, le había dicho Míster Pito, conocido y poderoso YouTuber deportivo, en una de las emisiones de su programa El Pito de Míster Pito. Si terminaras algo en la vida, así como te terminas las líneas de coca que te metes, otra sería tu historia, payaso. Y no te voy a nombrar. No te voy a colorear, porque para colorearte es suficiente todo el cloro que te inyectas. Ustedes, muchachos, les decía a sus seguidores, que usualmente rondaban las diez mil unidades, ya saben de quién estoy hablando.

¿Quién habla? La voz de Marito Cocavel parecía surgir desde los quintos infiernos de la pasta básica.

Oe, Mario, soy yo, el Tío Marly.

En el Habla Montecito, se solía fomentar todo tipo de música, según quien estuviera al mando de la producción. Si dirigía Montes, había cumbia, chicha, huayno; si Homero, techno o algo de rock maricón. Lorna había colocado como telón de fondo el único éxito del olvidado Francesc Picas, Locos por amor.

¿Quién eres?

Tu pata, el Tío Marly, pes, huevón. Quiero decirte que estamos contigo y que me voy a encargar de enviar a mi ejercito personal para que se bajen el canal de Míster Pito, se animó Marly.

Cocavel iba reaccionando. Parecía ir regresando al planeta Tierra.

Ya, ya, gracias, dijo Cocavel, con pesadez, como si le costase hablar.  

De pronto, se escuchó una voz grave, aunque senil, de fondo: ¿Ya hiciste tu cama, Coquita?

Upa, exclamó Homero Lorna. Ahí está su viejo.

Montes, que barría una calle milanesa al mismo tiempo que actuaba de co-panelista en el programa, intervino con estruendosas carcajadas: ¡Que palta! Tremendo viejonazo y su papito cocho tiene que pedirle que haga su cama. Palta, on.

Quién ha dicho eso, ah, se cabreó Cocavel. Su voz era ahora firme, desafiante. ¡Quién chucha ha dicho eso!

Montes, que no era cojudo, respondió ladinamente: Marly. Enseguida, imitó casi correctamente la voz del gago Marly y prosiguió: Yo dije eso. Qué chucha va a pasar. Soy el Tío Marly de la barra brava Locura Sydney, conchatumadre.

Marly, Marly...

Cocavel trataba de recordar dónde chucha había escuchado ese nombre. A pesar de que el mismo Marly le había dicho hacía poquito, en los términos más cordiales y hasta dóciles, que él era el Tío Marly, Cocavel no lo pudo recordar. Al parecer, todavía estaba obnubilado y adormilado por los efectos de los psicotrópicos que había consumido hacía unas horas.

Ya, ya, dijo Cocavel.

De pronto, prendió cámara. Llevaba lentes oscuros, que camuflaban el estrepitoso estado de sus ojos: las pupilas dilatadas y la esclerótica más colorada que la nariz del borrachito Raúl Patán, panelista acomodaticio en varios programas de la Brutalidad que decía ostentar una gran fortuna en los Estados Unidos.

Te voy a cocinar, Marly, empezó Cocavel. Te voy a ensartar un palo por el culo y te voy a dar vueltas y vueltas a fuego lento, conchatumadre, como si fueras un pedazo de caca a la brasa.

Estas amenazas causaron confusión entre los panelistas, en especial en Marly, quien desde el inicio había propuesto su apoyo cibernético hacia Cocavel contra el periodista Míster Pito, apodado así por la inobjetable similitud de su cabeza calva con la pinga de un hombre circuncidado.

Montes lanzó una risita azuzadora que se fue convirtiendo en una tronadora carcajada que solo podía significar: Este huevón de Cocavel ha quemado cerebro por tanta pasta que se mete, conchasumare, on.

Oe, oe, oe, a quién le hablas así, oe, huevón, se pronunció Marly. Encima que estoy diciendo que te voy a defender con toda mi army y te me vienes a poner faltoso, coquero fumón.

            Cocavel tenía ante sí una pantalla oscura. Nadie prendía cámara. Él era el único idiota ventilando a los ciento cuatro conectados su rostro golpeado por las drogas.

            ¿Quién está hablando?, demandó Cocavel.

            Yo, huevón, tu cachero el Tío Marly.

            A ver, prende tu cámara, pe, huevón. A ver, si eres muy guapo y muy macho, prende tu cámara. ¿O eres un dibujito que insulta sin mostrar la cara?, exigió Cocavel. Por unos segundos, nadie se animó a quebrar el silencio que se produjo. Entonces, Cocavel volvió a arremeter: Yo soy Mario Cocavel, tengo cuarenta y cuatro años y esta es mi cara, huevonazo. Se quitó los lentes por un momento y los ciento veinte conectados pudieron verle los ojos achinados, rojos; la boca deformada en el gesto tieso de una sombría carcajada.

            Mario Cocavel permaneció con los vidrios de sus lentes oscuros cabalgados sobre la punta de su nariz -que era una gran aspiradora de cocaína y otros gases innobles-, oteando en la negrura de la pantalla esperando que aparezca el rostro del Tío Marly.

            Y esta es mi cara, gritó de pronto el Tío Marly, prendiendo la cámara y enfocándose el ano, que lo tenía libre de pilosidades. Los televidentes, a pesar de la sorpresa que les producía tal imagen, vieron cómo el agujerito final del Tío Marly, rodeado de un centenar de arrugas, dejó escapar una poderosa flatulencia salpicada de diminutas y anaranjadas partículas fecales.

            Cocavel hizo un gran esfuerzo por ver con detenimiento el rostro que Marly le ofrecía a la comunidad de la Brutalidad: el ano depilado con una técnica brasilera. Cuando Cocavel, por fin, cayó en la cuenta de lo que estaba viendo, empezó a vomitar. El huaycoloro quedó esparcido en su pantalla, en el teclado; en parte de su barbilla.

            Marly, Montes y Lorna estallaron en potentes carcajadas. El número de conectados alcanzó la solemne cifra de ciento cincuenta personas.

***

            Cambrito y su tío estaban calatitos en la cama.

            ¡Qué horror, chico!, dijo Román, el tío. ¿Y esto te gusta ver, sobrino?

            Cambrito tenía la pinga muerta. El tío le había sacado toda la leche con varios sentones y sendas chupadas. La de Cambrito era una pinga gruesa y larga; el orgullo de su tío peluquero Román Clavijo.

            Yo creo, entonces, que este programa sí te puede gustar, dijo Cambrito pasando del programa de Montes al de un hombre maduro, de barba enmarañada a lo náufrago. Hablaba raro; no como lo haría un leñador alasko-americano de similar barba. Román lo detectó al toque: Es una cabra vieja. Es una loca profunda. Más loca que yo inclusamente.

            Este adverbio chirrió en los oídos cultos de Cambrito, pero se lo perdonaba al tío. Sabía que no todas las personas lograban un interés por la lectura y la consiguiente mejora de sus vocabularios. Además, el tío le bajaba generosas propinas con oportuna frecuencia, y hubiera sido contraproducente andar señalándole las muchas fallas que cometía al hablar.

            , confirmó Cambrito. Pero este viejo es culto. Habla de temas políticos. Y también viaja. Ha ganado la mayoría de sus suscriptores por los vídeos de los múltiples viajes que ha hecho por el mundo. Es más, ahorita está en Bolivia, creo, siguió Cambrito, quien estaba enterado de todo lo que ocurría en el mundo de la Brutalidad, en particular, y en el mundo del YouTube, en general. El viejo Groover solía preguntarse, mientras pasaba horas en el baño soltando la diarrea propulsada por el Zinedine SIDAne, en qué momento leía un libro Cambrito. Con todo el tiempo que vivía imbuido en las redes sociales, era imposible que leyera algo. Groover estaba seguro de que Cambrito desplegaba cierto vocabulario gracias a que le pedía a la inteligencia artificial que le muestre tres palabras cultas al día. Luego, se las memorizaba y asimilaba. Ahí radicaba su secreto. Porque el insecto ese ni por error tomaba un libro.

Y lo que me gusta de este viejo, dijo Cambrito, es que asume su homosexualidad con orgullo. Por eso se hace llamar, y su canal también se llama así, Cabro Viejo El Viajero.

Ay, mira tú, qué conveniente, dijo Román, cubriendo con su muslo grueso y peludo las esmirriadas y huesudas piernas de su sobrino. ¿Y cómo se llama ese maricón? Ay, pero habla como cabro pituco. ¡Qué asco! Esos cabros pitucos nos miran con desprecio a nosotras las mariconas del pueblo; sobre todo a las que nos dedicamos a cortar pelo.

Es que no todos somos perfectos, excusó Cambrito a Cabro Viejo, por quien guardaba cierta simpatía. Ah, sí, se llama Rigoberto.

Román le había dado a Cambrito, que no podía vivir decorosamente con la plata que le pagaban en el McDonald’s de Chorrillos, un dinerito para que comprase un proyector de celular. Así, conectaban inalámbricamente el celular al proyector y, en la pared de la trastienda de la peluquería, podían disfrutar de música, películas, series, o, como en esos momentos, de los programas de la Brutalidad favoritos de Cambrito.

¿Y de que está hablando ahora el Cabro Viejo?, dijo Román, jugueteando con el glande gordo y descomunal de su sobrino. Lo estrujaba como si fuese una pelota elástica que podía amoldar según las pulsiones caprichosas de su ánimo. A Cambrito le producía una serena relajación que su tío jugueteara así con su glande. Había sido justamente ese glande el que, aquella tarde, casi noche, en que Cambrito hubo sorprendido involuntariamente a su tío siendo clavado por el negro ropavejero Vicente, conquistó la pasión y corazón de su tío Román para siempre.

Ahorita está hablando de una obra de teatro, creada por unos estudiantes universitarios, que ha sido cancelada por burlarse de los ídolos religiosos de la iglesia católica al mezclarlos con la mariconería, informó Cambrito.

Ay, esos maricones universitarios son los primeros homofóbicos en la lista. Me gustaría ver a uno de esos cabritos cortando pelo a mi lado o recibiendo pinga de un moreno como Vicente o de un cholito pacotilloso como tú. Ahí los quiero ver.

Yo estoy a favor del arte, dijo Rigoberto, el Cabro Viejo Viajero, que transmitía desde el cuartito de un hotelito en Bolivia. Como vivía de lo que YouTube le pagaba, no podía costearse un mejor lugar. Que no me vengan con que la obra de teatro se mete con la religión. Eso es pura censura de la facción más conservadora de la sociedad contra el homosexualismo reinante que algún día, estoy seguro, dominará en el Perú.

Cómo quisiera entrar a la transmisión y decirle a ese Cabro Viejo que es un hipócrita. El día que lo vea cortando pelo conmigo, ese día lo voy a respetar. Sácamelo, sobrino, sácame a ese maricón y métemelo, sobrino, métemelo todo tu nabo.

A pesar de que no se debía usar el pronombre átono “lo” cuando ya se mencionó al objeto en la oración (“nabo”), Cambrito reunió paciencia ante la poca rigurosidad gramatical de su pariente y contestó: No, tío, ya no se me para.

Cambrito hizo un esfuerzo por escuchar las palabras de Rigoberto, ya que la voz ronca de su tío era más potente que la del YouTuber. Había que aguzar el oído.

De pronto, vibró el celular de Cambrito. Era el Tío Marly. Qué querrá este pelao, pensó en voz alta.

¿Cuál pelao?, dijo Román, que ahora jugueteaba con las bolas de su sobrino.

Ese gago lisuriento que te mostré en un programa de Habla Montesito.

¿Al que me contaste que le cortaron las cejas en el colegio?, dijo Román.

Ese mismo. Dice que va a pagar una fuerte cantidad para que tú y Cabro Viejo se conozcan, dijo Cambrito, leyendo el mensaje que el Tío Marly le había enviado.

Román se rio. ¿Y cómo así me conoce ese angelito?

Es que he hablado un par de cosas de ti, explicó Cambrito.

O sea que me has hecho famosa, bandido, dijo Román, disforzado, y le dio un piquito a la punta de la pinga de su sobrino.

A ese conchasumadre no se le pasa una, dijo Cambrito, serio, castigador, descartando el mensaje de Marly. No pasa nada con este huevón. No voy a meterte al show de la Brutalidad. Eres mi familia, tío.

Y, además, soy la que te saca el oro como ningún otro, acotó Roman.

Claro, claro, dijo Cambrito y le agarró el miembro muerto a su tío. También gustaba de jugar con aquel nervio.

Volvió a vibrar el celular.

Pasu, dijo Cambrito.

¿Ahora qué pasó?, dijo Román, que no estaba interesado en las huevadas que salían de la boca de Rigoberto Cabro Viejo El Viajero, y se había arrodillado en la cama para resucitar al muerto cabezón que Cambrito tenía entre las piernas y que merecía ser revivido.

Mira, dijo Cambrito y le mostró la pantalla de su celular. Me ha depositado cincuenta dólares. El gago dice que quiere que entres a la transmisión mañana para que converses con Cabro Viejo.

Bueno, si hablar con ese maricón pituco te hace ganar cincuenta dolaritos, lo haré. Lo haré por ti, mi amor.

Román sabía que Cambrito pasaba penurias con el sueldo miserable que recibía por trabajar esclavizadamente en McDonald’s. Justamente había sido gracias a Román que consiguió un empleo ahí, ya que esa empresa había adoptado la consigna modernista de contratar a homosexuales o a personas cuyos familiares fuesen homosexuales. Cambrito había ido con su tío a solicitar un puesto en la sucursal de Chorrillos, y, el reclutador, al verlo con tremendo maricón al lado, le dio el puesto indubitablemente.

Entonces, ¿qué le digo?, dijo Cambrito, que no tenía muchas intenciones de devolverle los cincuenta dólares al peruano radicado en Australia. ¿Le digo que aceptas? Tenía los pulgares listos para responderle a Marly, el Pelao Cabeza de Pinga.

Dile que sí, que mañana converso con el Cabro Viejo, dijo Román, guiñándole un ojo pizpireto a su sobrino y, luego, mamándosela con fruición.   


sábado, 18 de enero de 2025

NOVELA PERUANA BRUTALIDAD de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 03: Bafi “la caza maridones” y la paja escolástica de Gonzalo

 


Para mí, la mujer hermosa es la que viene con pinga, dijo Groover.

Bafi, mujer contemporánea de Groover, no supo qué decir. No esperaba tal respuesta de alguien a quien consideraba un tipo educado. ¿Perdón, Groover?

Aunque, en tu caso, haría una excepción, Bafi, mi caza corazones.

Llevaban cantando temas de José José, Julio Iglesias y Pablito Ruiz en el programa de YouTube de Groover, Cuchillos Largos.

Groover, tú sabes que a mí no me gustan esas bromas. Por favor, estamos cantando bonito, te pregunto sanamente sobre tu tipo de mujer y me sales con esa palabrota.

Ya, pues, Bafi, no te hagas. Bien que a ti te gusta la pinga.

¡Oye!¡Qué tienes!, exclamó Bafi, ahora sí aterrada e indignada. Bafi, señora que radicaba en Australia y era amiga del cocinero y gran vago peruano, el Tío Marly, digno producto humano de exportación del Perú, no sabía que Groover, en el transcurso de los cánticos, se había excedido de su habitual dosis de marihuana y cervezas. En las drogas y el alcohol, hallaba la calma para los que, él creía, eran los síntomas del bicho que empezaba a liquidar inmisericordemente a todo aquel microorganismo que, antaño, solía defenderlo contra cualquier enfermedad. Ahora, debía cuidarse hasta de un simple resfriado.

Desde que la marihuana empezó a adormecer sus sentidos, pudo cantar mejor y entregándose al show sin problemas, ya que el marasmo de sus sentidos había neutralizado la inagotable rascadera de testículos.

Exijo que te disculpes ya mismo, Groover, demandó Bafi, mientras, como telón de fondo, corría la canción Culpable Soy Yo.

Cuál disculparme, cojuda. Qué tiene de malo confesarte mi amor, dijo Groover, la voz preñada de sorna. Me gustas, Bafi, siempre le he tenido hambre a las cholas envanecidas como tú.

Bafi -señora conservadora y simpatizante de las ideas izquierdosocialconfusas de un expresidente peruano, ahora preso, que había afirmado alguna vez que los pollos morían cuando los niños les torcían el pescuezo al momento de llevárselos a sus maestros en las aulas- dijo que me retiro ahorita de tu transmisión y aquí termina nuestra amistad si no te disculpas inmediatamente. El atento televidente podía escuchar la agitación, producto del coraje, en la respiración de Bafi. Tienes cinco, cuatro, tres, …

Dos, uno, cero, completó Groover, sardónico. Vete, pues, dijo Groover. Estaba dando show. Los pocos televidentes que lo seguían fielmente no podían creer que estuviera hablándole así a Bafi, su amor platónico. El número de vistas de la transmisión empezó a elevarse: pasaba de dos a cinco, de cinco a diez, de diez a veinte, un récord para Cuchillos Largos. Vete y quéjate con tu maridón Marly. Refúgiate en los brazos de ese pelao concha de su vida.

Oye, no tienes por qué meter al Tío Marly en este asunto, se pronunció Bafi. El pleito es contigo. ¿Por qué me hablas así? ¿Cuándo te he dado confianza para que me hables de, de, de…? Bafi era tan inmaculada que su propia lengua no se atrevía a modular los sonidos de las palabras pinga, cache, sexo; tan comunes residentes en la boca pastosa (¿será esta boca seca un síntoma del jodido sida que se me está viniendo con todo?) de Groover.

De pingas, completó Groover, de pingas como el Pelao Cabeza de Pinga de Marly, que es tu maridón, borbotó Groover, disfrutando cada epíteto lanzado.

El alcohol hacía que le supure aquel resentimiento que germinó en su corazón cuando Bafi declaró, hacía poco nomás, en el programa de YouTube Habla Montecito, en respuesta a una trapisondista pregunta del productor Homero Lorna, que si tuviera que elegir entre Marly o Groover para compartir un paracaídas antes de que el avión que los transportaba se estrellase contra las escarpadas paredes de la Cordillera de los Andes elegiría a Marly para salvar la vida sin dudarlo, porque hallaba en él a una persona agradable, amable y afín.

O sea que Groover se vaya a la mierda con todo y avión, rio Homero Lorna. Bafi, Groover se va a resentir con usted. Yo lo conozco; ese viejo es rencoroso.

Bueno, pues, dijo Bafi. Que me disculpe Groover, pero yo soy sincera. Y a mí me cae mejor Marly. Y lanzó una carcajadita sofrenada, propia de una señora de su asumida catadura moral.

Marly es mi amigo; no es mi marido, estúpido. Retráctate o me voy, decía Bafi, que, en el fondo, no pensaba irse, porque también gustaba del show. No se perdía un programa de la Brutalidad. Tenía activadas las campanitas de notificación de los programas del serrano Montes y del sancochado Groover. Sin embargo, cuando entraba como panelista en el Habla Montecito fingía desconocer los tenores de tales o cuales polémicas sucedidas durante la semana. No sé de qué están hablando, chicos. Alguien que me actualice, por favor. Entonces, algún servicial cojudo se ofrecía a ponerla en autos, cuando, en realidad, ella sabía más del tema que el oficioso idiota que, en la esperanza de recibir un afectuoso halago de Bafi, se deshacía en resúmenes pedorros.

A mal palo te arrimas, Bafi. ¿Por qué nunca te me has arrimado a mí?, empezó a llorar Groover. ¿Sería ese cambio brusco del ánimo otro síntoma del bicho? Le importó un pincho responderse esta pregunta interna. Lo primordial ahora era acusar a Bafi de cómplice del Tío Marly.

Me voy a ir. Nunca más vuelvas a buscarme para hacer karaokes, Groover. Has quedado como una mala persona.

¿Mala persona yo, cojuda?, fingió desconcierto Groover. ¿Mala persona yo? ¿Acaso no has visto la más reciente maldad que ha perpetrado tu maridón, el pelao hijo de puta de Marly?

No, no he visto, dijo Bafi, rotunda. En realidad, sí sabía lo que había hecho Marly, pero no creía que la prueba de su enfermedad fuese cierta: un certificado de sida o de lo que sea podía ser fácilmente fraguado, sobre todo ahora, con los avances tecnológicos al alcance de cualquiera.  

Ah, no sabes lo que hizo el hijo de puta de Marly; esa buena persona que tú dices que es, ¿no, Bafi? Bafi, Bafi…, empezó a repetir y maquinar Groover, buscando en sus archivos mentales un duro, pero inteligente calificativo que plasmase rotundamente su liaison con Marly, Montes y Lorna. Bafi, la caza maridones, escupió al fin, con una rabia inconmensurable.

Se notó un sobresalto en la respiración de Bafi. Las cámaras estaban apagadas. Ningún espectador podía apreciar los gestos de los pugilistas. Solo veían al Puma Rodríguez cantando otro descorazonador tema.

Qué hizo Marly, pues, habla o me voy, espetó Bafi luego de un silencio. Le había dolido que le dijesen caza maridones, pero no supo qué responder. Tampoco iba a cumplir su promesa. No se iba a ir del programa así nomás. Le gustaba ser parte del show, que su nombre sea mentado y siempre recordado en cada uno de los chats de la Brutalidad. Así, pensaba ella, jalaría más vistas para su canal de YouTube que apenas era visto por dos o tres gatos. Esto la haría sentirse empoderada, término, este último, muy de moda entre las personas de tendencia izquierdosa y progre.

Reveló mi certificado de sida, cojuda. ¿Te parece poco? Ahora todo el mundo sabe de mi enfermedad, dijo Groover, y empezó a sollozar. Los mocos le salieron a chorros por sus peludos orificios nasales. ¿Sería esta cantidad anómala de mucosidad otro síntoma patente de que el sida se me acerca con su guadaña ponzoñosa?

Bafi sintió pena por Groover. Reconocía que revelar información personal de ese modo no se debía hacer, pero dudaba de que Marly fuese capaz de eso. Ella lo conocía. Habían almorzado juntos hasta en cinco oportunidades en Sydney. Marly, en sus días de franco, solía invitarle hamburguesas en el McDonald’s de la calle Loftus, donde él era el encargado de freír las papas y colocarles pepinillos a los emparedados.  

Dudo que Marly haya hecho eso, dijo Bafi.

¿Qué? ¿Lo dudas?, lloró Groover, tratando de jalar a Bafi hacia su parcela, porfiando por que ella le diese la espalda a Marly. Sin embargo, ello no sucedería; Bafi jamás cambiaria su preferencia por el Tío Marly.

No sé, Groover. Lo que sí sé es que no quiero que me llames ni me escribas jamás. Y tras un silencio dramático, continuó: Me voy, y por fin se fue.

El Viejo, como también se le conocía a Groover por su bronca voz de viejo borracho, permaneció llorando amargamente durante gran parte de su transmisión. Luego, ante la sorpresa de sus seguidores, se sumergió en un profundo sueño. Los ronquidos arribaron a los pocos minutos.

***

 Se llamaba Samahara y era la única alumna de piel lechosa que tenía Gonzalo en su salón. Ni bien la vio desfilar en el aula, buscando donde sentarse, Gonzalo se enamoró. La presencia de Samahara hizo que Gonzalo se olvidase por un momento de todo el cargamontón que seguía recibiendo en redes sociales por la burrada que había cometido al grabar traseros femeninos en las calles y transmitirlos en vivo para sus seguidores putyanos.

La belleza de Samahara lo estaba impactando tanto que también había dejado de preocuparse por la citación que hubo recibido del Ministerio de Educación del Perú, fina cortesía de las gestiones malévolas hechas desde Australia por el Tío Marly.

En uno de sus últimos programas, Gonzalo había dicho: Voy a viajar a Australia el próximo año para sacarle la mierda a Marly. Lo quiero tener entre mis puños para que los sienta. Quiero ver como su cara de imbécil, de pelao infértil, huevo seco, se va deformando con cada puñetazo. Quiero que mis manos se empapen de su sangre de cocinero fracasado. Estaba claro que no le había hecho mucha gracia el haber recibido esa citación del mismísimo Ministerio de Educación de su país.

Brayan Castañuelas, uno de los alumnos más guapos y cacheros del salón de Gonzalo, fijó su atención en la nueva alumna, en Samahara. Gonzalo se percató de ello. Le mentó la madre por dentro: No te creas pendejo, Brayan. Este año te jalo en Literatura si te atreves a poner tus manos de indio en mi futura mujer. Nada ni nadie debía entrometerse en los constantes y repentinos planes amorosos de Gonzalo, ni siquiera el hecho de que llevaba varios años casado con una discreta mujer proveniente de Cajatambo, un pueblito perdido a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar, en el Perú.  

Brayan Castañuelas claramente no era blanco. Era trigueño, pero no se lo podía calificar de indio neto. Indio habría sido su tatarabuelo, pero no Brayan. Gracias al arribismo racial de su abuela y de su madre, quienes se arrejuntaron con cholos blanquiñosos para, según ellas, corregir la raza, el aspecto de Brayan era el que siempre soñaron. Todas sus compañeras del salón lo consideraban guapito. Y, ciertamente, era el único chico guapo del quinto de secundaria del colegio Nicomedes Santa Cruz. Pero para Gonzalo, impenitente racista, Brayan era un indio de mierda.

Luego de la exposición teórica de Gonzalo, que estuvo plagada de pleonasmos, incongruencias y gazapos, dejó este una tarea que debía desarrollarse en clase, en la última media hora. Los alumnos debían opinar sobre la poesía de Martín Adán.

Con la campanada que dictó el fin de la clase de Literatura y el inicio de la de Matemática a cargo del cholo pezuñento y borrachoso de Pietro Quispe, Gonzalo recogió los papeles con los ensayos. Sin embargo, al momento de recolectar el trabajo de Samahara, Gonzalo trató de que su mano gruesa, tosca y negra rozara la piel de su alumna. No lo logró. Esto lo dejó más arrecho.

En casa, en lugar de dedicarse a preparar su clase y revisar los ensayos con calma, abrió programa toda la tarde, la noche y la madrugada. El programa de YouTube de Gonzalo se llamaba Todo Por Un Centro.

Su mujer se había ido a dormir. No lo esperó. Desde que Gonzalo se hubo sumergdo por completo en la Brutalidad, su mujer pasó al más absoluto abandono. Gonzalo solo vivía para derramar Brutalidad en internet a cambio de pingües donaciones. Tras recibir cerca de doscientos dólares en donaciones, decidió irse a dormir. Pero recordó que debía corregir los ensayos de sus alumnos.

Por azar, el primer trabajo que leyó fue el de Brayan Castañuelas. A la pregunta ¿Qué opina usted de la poesía de Martín Adán? Brayan contestó un par de cosas muy sensatas: Me parece recontra aburrida la poesía de ese viejo maricón. Para cubrir su cabrería, escribió huevadas muy difíciles de comprender. Si hubiera vivido en estos tiempos de total aceptación de la mostazería, Martín Adán se habría dejado de huevadas poéticas incomprensibles y se hubiera buscado un negro bruto como usted, profesor.

Conchatumadre, fue la respuesta mental que le dedicó Gonzalo al ensayo de Castañuelas. Luego, buscó directamente el trabajo de Samahara. Al hallarlo, no le interesó leer el contenido; más bien, se entregó desbocadamente a olerlo, a detectar en la superficie del papel algo del delicado aroma de Samahara, mi futura hembra, conchasumadre. Y algo de esa esencia había sobrevivido a pesar de haber estado el papel entreverado con los de tanto pezuñento y delincuente del colegio Santa Cruz.

Te deseo, Samahara, te deseo, repitió Gonzalo, cerrando los ojos. Se sacó el miembro grueso, venoso y cabezón y empezó a masturbarse. Olía y volvía a oler el papel del ensayo de su alumna para motivarse todavía más. Los ojos se le blanqueaban, como cuando perdía los estribos y se engorilaba ante los insultos de los antiputyanos, encabezados por uno de sus más sañudos enemigos, su exproductor Homero Lorna.

Quería gemir, gritar de placer, pero podría despertar a su mujer; así que continuó jalándose el pescuezo en morboso silencio.

Al sentir la carga seminal en la punta de su cabeza, tomó el primer papel que tuvo a mano. Era el ensayo de Brayan Castañuelas. Descargó sobre ese pedazo de papel toda su leche, lo convirtió en una pelotita y, con una maniobra basquetbolística que habría hecho empalidecer al mismísimo Michael Jordan, lo encestó en el tacho de basura.

Ya aliviado y sosegado, leyó el ensayo de Samahara: No sé quién es Martín Adán, profesor. Y en mi casa me enseñaron que, si uno no sabe un tema, es mejor no opinar.

Gonzalo, que había explicado en la clase quién era Martín Adán y había leído hasta cuatro de sus poemas, sonrió y pensó: No importa, mi amor. Tu culo es tu mejor arma para que triunfes en la vida. Saber de Martín Adán importa un pincho. Ni a mí me importa. A mí me importan los culos.

Calificó el resto de ensayos con la pinga al aire y sin guardar el menor escrúpulo por el contenido vertido en ellos. Según el nombre del alumno ponía una nota. Si el alumno le caía bien, colocaba trece. Si le caía mal, cero. Así me hago fama de exigente, se rio. A Samahara, le puso veinte. Te lo mereces por honesta, preciosura.

Ya se preparaba para dormir, así, sin haberse lavado la pichula, con el esmegma del semen eyaculado esparcido sobre la superficie de su gran cabeza, cuando recibió un mensaje de Groover.

Enseguida, recordó los gruesos denuestos que aquel le hubo dedicado en un reciente programa de Cuchillos Largos: eunuco digital, menesteroso digital, analfabeto tecnológico, cagada intelectual, pedagogo de mentira, profesor bamba, picador eventual, pedigüeño lleva y trae, mascota, llanta de repuesto (por su color de piel), entre otras lindezas de semejante jaez.

¿Qué quieres?, respondió secamente Gonzalo en un mensaje. Hubiera preferido eliminar el contacto de Groover, pero este vivía en el extranjero, en Estados Unidos, y Gonzalo prefería conservar los contactos extranjeros: ellos siempre le giraban generosos centritos, a ellos siempre les podía picar una gorda propina.

Profe, juntémonos para bajarnos a Marly. Tengo una entrevista reveladora con su hermana. Con esto, lo cagamos.

Gonzalo no respondió. No le interesaba hacer programa con ese viejo que se las daba de muy superior y batutero, un dictador. Gonzalo podía brillar con luz propia.

De pronto, recibió otro mensaje. No era del Viejo. Provenía de su máximo benefactor.

Profe, haga programa con el Viejo. Ahí le adjunto cien dólares. La boca de Gonzalo se torció en una sonrisa pragmática: Ah, ya, pe, con cien cocos la cosa cambia. Respondió a continuación y solícitamente el mensaje del Viejo: Listo, Viejito lindo. Dime cuándo hacemos el programa para tumbarnos al Pelao Cabeza de Pinga. Estoy a tus órdenes.


NOVELA PERUANA BRUTALIDAD de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 02: El tío maricón y el Tío Marly

 


Si lo vuelves a ver, te saco la mierda, ¿entendiste?

Era la primera vez en su vida que le oía decir una lisura a su papá.

Pero es mi tío, porfió Cambrito.

Pero es un maricón, un cabrazo; la desgracia de mi familia, la deshonra de tu abuelo que fue puntero mentiroso en el Ciclista Lima, carajo.

El rostro de Cambrito revelaba una confusión que solo podía provenir de una tierna ignorancia.

No sabes lo que es un maricón, ¿no?

La mirada de Cambrito dejaba traslucir su pureza.

Eso le pasa por leer tanta poesía, pensó don Rómulo, padre de Cambrito. De repente, este huevón también me ha salido cabro como mi hermano.

***

Marly era Coco Barrionuevo. Antes de convertirse en el transgresor Tío Marly de la Brutalidad, a Coco le afeitaban las cejas en el colegio.

La primera vez ocurrió a media mañana de un miércoles. Era la hora del recreo. Coco se había encerrado en uno de los baños huyendo de Arturo Rizo Patrón.

Abre, abre, abre, abreeeee, conchatumadre, le ordenó Rizo Patrón, finalizando la arenga con una patada que abolló la puerta del refugio de Coco.

Temeroso, las lágrimas agolpándose y amontonándose detrás de su aterrada mirada, Coco intentó descorrer el seguro de la puerta. Pero tenía que aplicar fuerza ya que la patada de su compañero había deformado el pestillo.

Abre, abre, abreeeee, mierdaaaaa, se desesperó Rizo Patrón.

No se puede, no se puede, se atolondraba Coco, tartamudeando, la lengua trabándosele como cuando su viejo lo masacraba a correazos.

Rizo Patrón, al mismo estilo en que se exaltaba y gramputeaba a sus empleados en casa, lanzó un patadón todavía más feroz que terminó por abrir la puerta y tumbar a Coco al suelo, sentándolo al lado del wáter.

Eran tres muchachos más los que acompañaban a Rizo Patrón. Uno de ellos, Aldo Rodríguez Pastor, ingresó en el cubículo, hizo la puerta a un lado y, tomando a Coco de las solapas, lo arrastró hasta sacarlo de ese ambiente. Lo dejó como cualquier huevada cerca del área de los lavabos. 

Desde el suelo, en la más absoluta indefensión, Coco intentó proclamar su inocencia.

Calla, conchatumadre. O sea que a ti te gusta recordarle al profesor que revise la tarea, ¿no? Chupapinga del profe te crees, ¿no?

Alejo Navarro Grau, rubio como sus compañeros de acechanzas, se sacó la pinga. Todos vieron como Alejo se meneó el miembro. Coco notó que el glande de Alejo era monstruoso.

Nos cagaste a todos, pero más a Alejo. Y lo que él quiere, para que te perdonemos y no te saquemos la mierda hoy, es que también le chupes la pinga así como se la chupaste al profe.

Pero yo no le he chupado nada a nadie, dijo Coco en medio de su prístina inocencia, tartamudeando como la locomotora del Tren Macho que unía a Huancavelica con Huancayo. 

La pinga de Alejo se fue acercando a la trémula boca de Coco, quien, en medio de su terror, le encontró cierta similitud a los torpedos T93 que los japoneses hicieron estallar en las narices de los aliados en la segunda guerra mundial. Se había hecho un experto en ese tema, pues había sido el único huevón que había cumplido con el encargo del profesor de Historia. Es cabezón como los torpedos, pensó. Coco tenía una pinga más bien pequeña y de una cabeza insignificante. Había crecido pensando que todos los penes eran así, como el suyo. Ahora descubría una realidad asombrosa.    

  ***

Tío, tío, susurró Cambrito. Había vuelto a la peluquería de su tío Román Clavijo para contarle las cosas misteriosas que su padre había dicho sobre él. ¿Cabro? ¿Maricón? ¿Qué significaban esos términos? Quizá su tío los conocía, ya que ninguna de esas palabras se hallaba, por ejemplo, en la novela que tenía entre sus manos y que llevaba a todas partes para satisfacer su continua hambre de letras, de saber.

No halló a su tío en el ambiente de trabajo de la peluquería. Sin embargo, pudo distinguir los bajos y contraltos de un merengue. La música provenía del cuartito de la trastienda donde su tío Román se permitía unas pestañeadas cuando la clientela era baja. El mismo Cambrito había usado esa cama para echarse unas siestas cuando se le ocurría pegarle una visita inopinada a su querido tío. Este siempre lo esperaba con un chupetín BomBomBum de gran cabeza roja que Cambrito tanto disfrutaba chupar.

Cierta vez, Cambrito lamió un chupetín que le supo a caca. Román, que terminaba de cortarle el pelo a un niño, vio la mueca de asco de su sobrino y el chupetín que aún pendía de su mano. Rápidamente, sacó sus conclusiones.

Papito, ¿ese no es el chupetín abierto que puse en mi velador?

Sí, tío, dijo Cambrito, todavía con las papilas gustativas envueltas en caca.

No, pues, papito, tus chupetines son los que están aquí en el cajón; mira, ve. Este no es para ti, dijo el tío, confiscándole el chupetín con olor a mierda.

La puerta del cuartito no estaba cerrada del todo. Cambrito empezó a abrirla lentamente, con mucho sigilo, ya que era posible que su tío se hubiese quedado dormido con la radio encendida. Pero lo que escuchó, antes de verlo debajo de un moreno corpulento, fue el gemido frenético que salía expelido de su boca.

Este se dio cuenta de la presencia de su sobrino, pero, en lugar de sobresaltarse y deshacerse del moreno, prefirió que la clavada continuase: una pinga así no podía desperdiciarse así nomás; mucho menos cuando se estaba a punto de llegar al clímax.

Cierra la puerta, sobrino, apuró Román, el tío peluquero. Cierra la puerta, repitió, y sube el volumen, por favor, añadió, tras lo cual volvió a gemir, esta vez amordazando las ganas de clamar un alarido; consideró que cierto respeto le debía a su sobrino.

Cambrito, alelado ante el espectáculo que protagonizaba su tío con…, claro, ahora pudo reconocerlo a pesar de la tenue luz que emanaba del visor de la radio, Vicente de la Hoz, el moreno que recogía la basura del barrio en su carretilla, intercambiando, de vez en cuando, algunos pollitos por televisores viejos, refrigeradoras inútiles o lavadoras desahuciadas. Vicente siempre salía ganador del barrio de Cambrito debido a su bonhomía para con los vecinos y a su destreza para los negocios. Cada visita de Vicente al barrio significaba que su carretilla terminaría repleta de cosas que luego el vendería en los mercados peseteros de la ciudad. 

Putamadre, le decía don Rómulo a Vicente cuando se lo encontraba atravesando el barrio con su carretilla llena de chatarra y pollitos, sudado, venoso, negro, fuerte, tosco, la voz grave y admonitoria, como quisiera que mi hijo sea tan macho como tú, Chente. ¿Por qué no me lo escueleas al muchacho un día de estos? De repente te puedo chorrear un billete para que, como cosa tuya, lo lleves al chongo y le enseñes lo que es ser un hombre de verdad. ¿Qué dices?

Vicente decía sí, sí, sí, pero no creía que todo lo que decía Rómulo fuese cierto. Y, si era verdad, definitivamente les daría un mejor uso a sus dineros. Ni cagando llevaría al chongo al marica de su hijo ese. Claramente se veía que el chibolo era rosquete. Por algo le gustaba leer huevadas. Y ahora lo tenía ahí, enfrente, viendo cómo se clavaba al mariconazo de su tío. Todo porque le había comprado unas Adidas nuevecitas, flamantes.

La puerta seguía sin ser cerrada y Cambrito no quitaba la vista de la rijosa escena que estaba presenciando.

Chibolo reconchatumadre, cierra la boca y cierra la puerta de una vez, pendejo, ordenó con ronca voz Vicente. Cambrito salió de su obnubilación y cerró la puerta. Luego, continuó viendo cómo se clavaban a su tío Román, el peluquero del barrio.

No me veas, sobrino, que me ruborizo, dijo Román, con una voz que se desmembraba entre el dolor que le producía la pinga de Vicente y el rubor que le producía que el hijo de su hermano lo estuviera viendo en esa postura.

Ya la voy a dar, rugió Vicente.

Vamos, papi, vente en mi culito, quiero sentir tu lechita, imploró dolorosamente el peluquero.

Tío, dijo Cambrito, ¿qué es un maricón?

Román abrió de pronto los ojazos, que los tenía cerrados por la fruición del momento, y se cagó de la risa ante la pregunta.

El negro Vicente, tras haber dejado la descarga lechosa en el interior de Román, desenroscó su poderoso miembro del culo de este y, mirando a Cambrito, dijo: Ahora te toca a ti, chibolo.

 


NOVELA PERUANA BRUTALIDAD de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 01: El bicho y los potos

 


El escozor en los huevos se le había hecho insoportable. Hasta hacía unos días, era tolerable. Ahora, era una maldición que lo perseguía día y noche y que le recordaba que, quizá, esa rascadera inagotable, era uno de los síntomas del contundente arribo de su incurable enfermedad.

No se atrevía a preguntarle al Chat GPT si esas manchas debajo de los testículos y ese olor como a pezuña de díscolo colegial eran los inapelables atisbos de una muerte anunciada y decretada por el bicho que silenciosamente moraba en él desde hacía una veintena de años. Prefería vivir en la ignorancia.

Un tío suyo le había dicho: El ignorante vive feliz y vive más. Algo de razón debía de tener ese tío que fue un gran cojudo, pero vivió muy feliz y despreocupadamente hasta que lo arrolló un camión por haber ignorado, a causa de que cruzó la pista muy jovial y campante, una luz roja.

Se terminó de secar el cuerpo y se colocó su uniforme de trabajo: el polo verde petróleo con un siete dorado en el pecho y ese basto pantalón negro. Putamadre, se dijo; ¿no será la tela de esta huevada de pantalón la que me causa este picor de mierda?

A la picadera de huevos había que añadirle el hecho de que Homero Lorna había recibido una tentadora oferta de trabajo de su antiguo patrón, patrón a quien le hubo robado tres mil dólares hacía menos de un año. Ratero de mierda, se dijo Groover mientras se rascó una vez más los huevos, esta vez, por encima del pantalón; ¿o sea que tú vas a hacer plata y yo no? Estás tú bien huevón, conchatumadre. Algo se me ocurrirá para sacarte de la jugada. Pero ninguna idea acudía a su mente. Piensa, Groover, piensa.

Groovercito, ya está tu desayuno listo, papacito, le gritó su mamá, una adorable anciana de ochenta y cuatro años. Yo me voy a descansar a mi cuarto, hijito. Los dichos maternos provenían de la cocina según los cálculos de Groover. Hoy amanecí algo cansada.

Ya, mamá, contestó él, no con la benevolencia y el agradecimiento esperados de un hijo sino con la fiereza de alguien que no soportaba compartir más la casa con la persona que le recordaba, con su sola presencia, lo miserable que era su vida. Pero ¿por qué? No fue ella quien lo obligó a dejar los estudios; no fue ella quien le mandó meterles pinga a todas los transexuales del jirón Zepita mientras taxeaba. Pero sí que fue ella, con esa insoportable voz aguda, quien le recordaba que su vida era un constante fracaso. ¿Cuándo vas a cambiar Groover? ¿Cuándo vas a ser como tu bisabuelo el mártir aprista? Ese hombre, sin terminar el colegio, llegó a ser un gran orador y político del APRA, considerado por Víctor Raúl como su único sucesor. ¿Y tú? Dos piernas, dos brazos, dos ojos, boca y mira: puro rojo en la libreta. El colmo de la situación llegó cuando, a los quince años, Groover fue pillado por su madre en plena paja y fumando marihuana, todo al mismo tiempo; una botella de cerveza al pie de la cama por si le daba sed. Eres un perdido, Groover. Vas a terminar mal, lloró amargamente la señora al descubrirlo. Ahí estaba la culpa de la vieja, en esa maldición: Vas a terminar mal. Por eso, ella era la culpable de sus desgracias, y de esa rascadera de huevos que lo tenía desesperado. 

¡Vieja de mierda!, se exaltó para sus adentros don Groover tras darle una mordida al sánguche que su madre le había dejado en la mesita de la cocina: en lugar de las dos láminas de queso amarillo que él mismo había comprado el día anterior con la pensión de la señora, la chocha de la vieja había puesto dos trapos amarillos de los usados para limpiar losetas.

  Pensó en amonestarla severamente, decirle cosas duras, pero, la picadera de huevos lo disuadió. Era mejor olvidarse del asunto y llegar cuanto antes a la chamba. De momento, era lo único seguro que tenía. Y sí que necesitaba los dineros que recibía quincenalmente.

Mientras se lavó los dientes reflexionó sobre cómo una huevada tan jodida como la picazón que lo acosaba podía convertirlo en una mejor persona. Gracias a la picadera, no adjetivó a su madre. No le endilgó cosas de las que luego se arrepentiría. Claro, después de todo, la vieja, a pesar de haberse enterado de que era portador del bicho, lo trajo a los Estados Unidos para que renaciera, para que se hiciera de nuevo. Nunca es tarde para volver a comenzar, Groovercito, le había dicho al recibirlo en el agujerito que ella llamaba departamento allí, en Newark. Putamadre, pensó, mientras rascaba con el cepillo sus molares más esquinados, al menos aquí me he librado de morir cagado en el Perú. De haber seguido taxeando, y con esta enfermedad de mierda a cuestas, sin mis retrovirales, hace rato que hubiera terminado como pasto de ratas. Luego de escupir la espuma, le agradeció a su viejita: Gracias, vieja de mierda.

Al secarse la cara con la toallita rosa que su madre había colocado en el baño, reflexionó: Pero si estoy tomando mis retrovirales con la misma puntillosidad con la que Churchill se echaba sus wiskachos cada noche, ¿por qué me pican los huevos? ¿Y qué mierda son esas manchas, carajo? Tengo los huevos como los de un dálmata, por la conchasumadre.

Ya lo averiguaría después. Ahora había que apurarse para llegar temprano al trabajo y seguir percibiendo el sueldo mínimo.

Bajó por las escalares cargando con no poco esfuerzo su bicicleta eléctrica. La batería hacía que la huevada esa pesase más de lo normal. Desde hacía unos días, notó que el trajín de bajar y subir la bicicleta lo ponía a sudar copiosamente, como caballo. Se preguntó: ¿será esta sudoración anómala otro síntoma de que el bicho se está mostrando con todas sus armas?

Antes de ponerse el casco y montarse en la bicla, se hundió los auriculares en los conductos auditivos. Probó el sonido y resultó bueno. Ecco, dijo, como cuando algo le salía bien.  Voy a ver qué está diciendo el Serrrrrano, dijo, alargando la ere, dejando traslucir así el desprecio que sentía por los cholos, mestizos e indios de su retrasado país. Sintonizó el canal de Montes en YouTube. El programa ya había empezado. Montes, criminal peruano exiliado en Italia, contaba cómo Garrincha, otro criminal peruano, pero mucho más antiguo y de larga trayectoria penal, le había chupado la pinga en un descuido en medio de la última de sus borracheras en el parque Il Popolo en Milán. Putamare, narraba Montes, en un primer momento sentí rico, ‘on. Luego, a medida que me iba despertando y tomando conciencia de la realidad, me doy cuenta de que era Garrincha el que estaba mamándome la pinga, ‘on. El conchasumare se había quitado las muelas postizas y estaba que me daba un mamey de campeonato, cholo. O sea, no me malentiendas; me parece asqueroso que un viejo te chupe la pinga, pero esa mamada se sentía rico, ‘on. Ya cuando vi su cara de perro viejo me zafé y le saqué la conchasumadre.

Cambrito, un tipo leído, esmirriado y resentido, era el interlocutor de turno en el programa de Montes. Pasu, qué experiencia tan desopilante, dijo, riendo. Habla bien, conchatumadre, dijo Groover para sus adentros, mientras conducía por la ciclovía. Groover odiaba a Cambrito porque no podía tolerar que alguien más en las miasmas de la Brutalidad hablara en difícil. Groover quería ser el único dueño y señor del verbo culto. Cambrito conchatumare, masculló mientras sorteaba una curva peligrosa. A esa hora de la mañana, las ciclovías estaban tanto o más congestionadas que las carreteras mismas: el número de ciclistas maricones y poseros había aumentado considerablemente en los últimos años. Cuando llegará el día en que te caigas de mitra y te mueras, cojudo, volvió a pensar Groover al escucharle otra palabra culta a Cambrito. Creo que acaba de entrar el pelao, anunció este al ver que el Tío Marly, cocinero y vago peruano, radicado en Sydney, Australia, ingresaba a la transmisión.

Cuál pelao, Cambrito conchatumadre. Ya me voy a encargar de ti más tarde, pero antes tengo algo que anunciar, serrano, exclamó Marly, la voz de pito, seseante, cuasi infantil. Tengo una primicia, serrano. Ponme en primer plano. Ahora si va a caer el huevón de Groover. Tengo su certificado de sida. Ya se cagó. Hoy todos se van a enterar de que ese huevonazo tiene sida y está suelto en plaza, caminando por las calles de Newark contagiando a la gente.

Pala, exclamó Montes, no te juegues así, ‘on. No te creo, ¿en serio?

Sí, serrano conchatumadre; Groover tiene el bicho. Y no recuerdo qué día dijo en su programa que se había ido al peluquero. Puta qué miedo. Esas cuchillas y tijeras que usaron para cortarle los clavos que tiene por pelos seguramente ya han contagiado a todo el vecindario. Eso es delito. Voy a hacer que lo metan preso por irresponsable.

Groover casi fue arrollado por un camión cuando intentó cruzar una interestatal. La desconcentración que le produjo enterarse así, al seco, de que su enfermedad iba a ser de conocimiento de toda la comunidad de la Brutalidad casi lo mata antes de lo previsto. Se detuvo a un lado de la ciclovía y respiró hondamente.

***

Gonzalo sonrió para la cámara de su celular luego de haber enfocado los potos de unas colegialas que le habían hecho hola con mucha coquetería.

Aunque no muy agraciado de carabina, a Gonzalo le resaltaba un bulto considerable en la entrepierna. Este parecía ser su atractivo.

¿Les gustó lo que vieron, putyanos?, preguntó ladinamente a los seguidores de su canal de YouTube, conectados en vivo a su transmisión. Gonzalo se hacía llamar el Profe Puty y, en consecuencia, llamaba muy cojudamente a sus seguidores: putyanos.

Gonzalo había estudiado pedagogía en una institución de medio pelo en Chincha, su pueblo natal. Ello, sin embargo, lo hacía sentirse por encima de muchos maestros que sí cursaron la carrera de docencia en alguna universidad. En cierta ocasión, dijo en su programa de YouTube al responder uno de los comentarios lanzado en vivo por un anónimo televidente: A los profesores egresados de la Universidad Católica me los paso por los huevos. Yo les juro que los revuelco en cualquier tema de Literatura que me pongan. Así que, Gollumnova, no me vengas a comentar que no sé nada, conchatumadre. Yo soy el mejor profesor de Literatura del Perú que jamás ha existido. Entiende bien eso, cojudo.

Ya te cagaste, negro, comentó el Tío Marly. Ahorita mismo mando el clip de esta huevada al Ministerio de Educación. Vamos a ver qué piensan de que un docente, como tú dices serlo, ande grabando potos de niñas en las calles.

Al leer esto, el pene, que se le había puesto duro a Gonzalo, se chorreó por completo. Acababa de darse cuenta de que la había cagado una vez más.