viernes, 25 de julio de 2025

Novela Peruana "Brutalidad" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 26: Filetean al serrano Drácula en Italia

 


A Esteban, cuyo nombre de dibujito era Pan Con Frejol, le encantaba disparar cholos; especialmente a los que malvivían en Italia, erosionando la reputación de los peruanos en el extranjero.

Habría que aclarar que Pan Con Frejol jamás le había disparado a un cholo desde que hubo arribado a Milán hacía ya un par de años, pero sí que le fascinaba la idea de posar su rifle en el alféizar de su ventana, apuntar a la piscina municipal, y, ¡poc!, ir reventando las cabecitas de esos peruchos subversivos que solían colarse en ese pedazo de propiedad pública a elevadas horas de la noche, no dejándole descansar como se merecía un ciudadano probo como él.

Mientras veía su programa favorito en YouTube, Cuchillos Largos, conducido por el explosivo Groover Miura, tomaba desayuno y contemplaba de tanto en tanto, con fe, el rifle Remington 700 que le había comprado al Cholo Puno, orondo dueño del Mini Market El Serrano, de la via d’Agrate.

Luego de haber visto más de estas lamentables imágenes de estos peruanos zarrapastrosos, descamisados, lumpen proletariado, irrumpiendo en esta piscina municipal de Milán, a las once de la noche, con música de delincuentes a todo volumen, no puedo más que pedirle a algún patriota de bien, que también esté radicando en Italia, que nos haga el favor -y aquí me pongo como vocero de todo el Perú decente y trabajador- de eliminar a estos indeseables. Yo les aseguro, queridos cuchilleros largos, que cuando un vago, un delincuente es borrado de la faz de la tierra, el PBI del Perú sube a razón de 0.1% por descamisado eliminado. Eso es así, ah, sano estalinismo, dialéctica pura. ¡A menos delincuentes, más PBI, más inversión, más trenes de Porky, chuchesumare!

Pan Con Frejol asentía. Remojaba sus galletas integrales en la taza de café todavía humeante. No te preocupes, Viejo, yo me voy a encargar de eso.

Se fijó la hora en el celular, faltaba poco para las ocho de la mañana. Esteban nunca se perdía la misa dominical, siempre en el primer horario. Él afirmaba que Dios premiaba el sacrificio que hacía uno al despertarse temprano para ir a la misa. Esteban se consideraba la prueba viviente de ello. Siempre le iba muy bien en todo lo que se proponía hacer.

A cuatro cuadras de tranquila caminata, se hallaba la Parrocchia Sacra Famiglia, lugar al que acudía disciplinadamente todos los domingos, incluso si estaba supremamente enfermo. Si tú no hacías el esfuerzo de visitar al Padre Celestial a primera hora del domingo, aun estando enfermo, ¿cómo querías luego que Dios hiciera algo por ti? Pensaba Estaban que decía Dios para sus adentros: Estebancito fue a mi casa con los mocos chorreándole por la cara, la fiebre quemándole la frente, el cuerpo tronado por mil y un espasmos. Claramente se merece toda mi bendición.

Entonces, vio a Drácula. Lo acompañaban una collera de peruanos, todos varones. Estaban hechos mierda por la borrachera de un sábado desenfrenado. Brindaban haciendo chocar botellas de cerveza en lo alto de sus cabezas. Reían malévolamente. Soltaban escupitajos en las veredas mientras avanzaban en zigzag por la acera opuesta a la de Esteban y en dirección contraria a la de él. Iban vestidos en calzoncillos largos, como de abuelo, húmedos, chorreando lascivia y descontrol, completamente ignorantes del mínimo respeto al sagrado domingo de oración. Habían estado bebiendo y chapaleando en la piscina municipal toda la madrugada.  

Esteban no se detuvo a mirarlos. Se persignó e imaginó a su Remington tartamudeándoles sus efectivos perdigones mortales en la chimba. Uno por uno, Viejo Groover. Se lo prometo. 

***

Drácula era un serrano que vivía en el barrio milanés de Corvetto, en Italia. No chupaba sangre, pero sí chela, trago o cualquier bebida que tuviera más de cinco por ciento de alcohol. Sin embargo, su stokeriano mote no nacía de esa cualidad etílica suya tan característica, sino de la dentadura que ostentaba, compuesta por unos dientes aserruchados, amarillentos, y un par de colmillos que sobresalían y asustaban la primera vez que se los veía.   

El poco tiempo que llevaba viviendo en Italia le fue suficiente para llegar a sentirse a sus anchas, tal y como si estuviese aún jaraneándose en la esquina de su barrio en Huancayo, ciudad peruana ubicada por encima de los tres mil metros sobre el nivel del rico mar de Grau.

Llegó a Italia huyendo de la justicia peruana y de una manada de gente indignada y dispuesta a pararlo de cabeza para después rompérsela. Dicha gente había sido estafada por Drácula con el manido, pero infalible cuento de la pirámide. Ustedes me depositan mil dólares y, al cabo de dos meses, tendrán ingresos mensuales por el doble de esa cantidad, siempre y cuando jalen a más personas que también me depositen sus mil dolarillos y así nos hagamos todos ricos en poco tiempo. Las primeras doscientas personas que me depositen a mi cuenta ahorita, al toque, sus mil dolaritos, entrarán, no solo a ser parte de mi organización, sino también al sorteo de un pasaje a Dubái, con los gastos del hotel incluidos y un tour por las pirámides y momias de esa tierra linda, dijo Drácula, haciendo un sancochado entre Egipto y los Emiratos Árabes, vestido con el terno que le había pelado a un tío suyo, y encaramado en un estrado levantado en el centro de una losa de fulbito. 

   En Italia, halló la complicidad que un delincuente como él requería en varios paisanos suyos dedicados al oficio de ganar dinero de modos bastante directos, aunque no exentos de cierta violencia.

Pero él ya no estaba para seguir robando, mucho menos cogoteando o amenazando transeúntes con un pistolón. Él ya había juntado lo suficiente con su estafa piramidal para permitirse una vida descansada en Milán. Así que, si bien era considerado parte de las bandas criminales de sus compañeros, y conocía al dedillo los detalles de sus próximos golpes, solo se les unía para la parte final del plan: la celebración desenfrenada.

Muy fácil hubiese sido comprarse un gran departamento e invitar a su collera a juerguear interminablemente. Sin embargo, ello lo hubiese convertido en el blanco de las envidias de sus amigos cacos y en la próxima víctima de sus golpes. Por ello, prefería mantener un perfil casi subterráneo. Ante la curiosidad de sus coterráneos sobre el motivo por el cual no se les unía en las operaciones, él les decía que ya había cumplido sus buenos años en las cárceles del Perú, y no quería repetir ese agrio sabor en Italia. Y si vivía sin trabajar, era porque, gracias a Dios, hermanos, me compré un departamentito en mi tierra y vivo de alquilarlo. Ahorren lo que roben. No se lo tiren todo, les aconsejaba en medio de las espectaculares borracheras que se permitían luego de finalizar un atraco exitoso.

 El calor en Milán, en esa época, les ponía a sudar los huevos de manera tal que se sentían meados, la entrepierna húmeda, babosa, pegajosa. El robo de un banco, las cabezas cubiertas por gruesas máscaras de látex que representaban a los presidentes peruanos más rateros del presente siglo, Castillo, Toledo, García, Fujimori, los dejaba, al concluir el golpe, al borde de un desmayo. Urgía zambullirse en una piscina de frescas aguas en donde pudieran deshacerse de aquel sudor que los remontaba a sus épocas de pobreza en varios arenales del Perú, tierra añorada, cuando apenas si soportaban las miserables y emotivas vidas que Dios les asignó.  

Si te ganabas la vida violando las leyes, apropiándote de lo ajeno, era consecuente disfrutarla bajo ese mismo concepto, por eso, a Drácula se le ocurrió la genial idea de adueñarse brevemente de la piscina municipal Solari del barrio de Sant’Agostino. Así, empezaron a irrumpir en aquel lugar, entre las once y las doce de la noche, trepando por las rejas enmohecidas con la misma facilidad con la que les arranchaban las carteras a las japonesas que llegaban a turistear con la boca abierta.

En las aguas de esa alberca, se permitían, sin que ninguno lo confesara abierta ni veladamente, soltar largos y calientes meados que le daban al líquido que los albergaba con sus juguetonas masas una temperatura no tan fría que les arrugara el escroto. Y es que, en medio de tan sabrosa juerga, en donde tanto las botellas de cerveza por consumir cuanto las que ya habían sido completamente absorbidas flotaban en el agua y eran parte del vaivén liberador de las ondas, ¿quién chucha iba a tener el tiempo, mucho menos las ganas, de salir de esa ricura de piscina y caminar, con el consecuente peligro de resbalarse en las mayólicas y reventarse la cabeza, hasta el baño para orinar o cagar?

Había que ser muy cojudo para hacer eso. Y ninguno de los amigos de Drácula, ni él mismo, por supuesto, tenía nada de imbécil. Solo tipos audaces, vivísimos, escurridizos y paradores como ellos podían mantener a Milán sojuzgada con la solidez y desfachatez de sus criminales golpes.

Afortunadamente, la piscina Solari era inmensa. Drácula le calculaba el área de un campo de futbol. Entonces, la solución del asunto higiénico se tornaba simple. Si deseabas mear, sin dejar de hablar o bailar o chupar, ahí, en tu mismo sitio, pishhhh, te chorreabas. Las aguas amarillentas que afloraban desde abajo eran difíciles de detectar en plena madrugada milanesa. Y si lo que querías era soltar un buen mojón, esperabas a que todos estuvieran lo suficientemente borrachos y drogados para bucear hasta la esquina más alejada de la piscina y una vez ahí, bajarte el short, y hacer lo tuyo. Al terminar, con la misma mano te restregabas el ano y ya el agua se encargaba de limpiarte la mano y el culo. Qué delicia era la piscina Solari. Lo mejor era que la piscina siempre estaba lista para ser disfrutada tan limpia como cuando la asaltaban cada fin de semana. Los señores de mantenimiento -qué esforzados y puntillosos caballeros- solían hacer un trabajo fenomenal.

Pero les faltaba mujeres.

Los amigos de Drácula no se juntaban con peruanas. Si estaban en Italia, ¿cómo diablos se iban a cachar cholas? No hay forma, decían, repitiendo la cojuda tendencia apitucada para negar la ocurrencia de algo. O se tiraban europeas o nada. Mientras tanto, seguían organizando y disfrutando las juergas entre ellos mismos.

Mas esa madrugada de aquel sábado, Drácula y sus compañeros hallaron en la piscina a unas cinco rubias, delgadas, de senos pequeños, cónicos, pero de pezones gruesos como gomitas de ositos, la espalda huesuda y algo de pulpa en los muslos; el prototipo cadavérico de la belleza europea.

Al verlas, Drácula se puso fierro. Sin tratar de disimular la enhiesta pichula que apuntaba hacia arriba por debajo del short, se acercó a las mujeres y, en su mejor italiano, les propuso compartirles sus bebidas. Las muchachas aceptaron de buena gana, aunque sin demostrar ningún tipo de angurria. Drácula supo que esa noche no solo excretaría las consabidas dosis de pichi y caca, sino que también dejaría en la piscina generosas porciones de semen.

Lo que Drácula no se imaginaba ni remotamente era que un tipo, quien en las redes sociales se hacía llamar Pan Con Frejol, apuntaba el colérico ojo de su Remington 700 hacia sus amigos, indeciso sobre a quien darle primero, como diría Rubén Blades.

***

Más que el hecho de descubrir a su novia italiana copulando fieramente con un congolés, lo sorprendió la longitud y el grosor portentosos del arma del moreno.

El africano, que se llamaba Claude, volvió a meterle la pinga a la mujer luego de ver que el marido de esta no representaba amenaza alguna para nadie. La mujer, muy confiada en la autoridad que imponía el moreno, reanudo la cabalgata con más fruición con la que había iniciado sus movimientos pélvicos hacía menos de una hora.

De una ligera patada, el congolés cerró la puerta del cuarto en las narices del traicionado, quien era peruano, de nombre Alan, y apelativo Robotín, con el cual participaba ocasionalmente en el programa Cuchillos Largos, transmitido en simultaneo por Kick y YouTube, y dirigido muy atinadamente por el veterano y desaforado streamer Don Groover.

 ¿Y la perdonaste, huevón?, se indignó Groover, mientras se rascaba los testículos. La penosa enfermedad que le iba descontando los días se había ensañado con sus colgajos de una manera ponzoñosa. Desde hacía un tiempo ya no podía vivir sin rascuñarse las bolas. Por ese motivo, lo despidieron de su trabajo en una cafetería de Newark, en los Estados Unidos. Fue sorprendido preparando un triple con la mano con la que acababa de apretarse un grano de pus en el huevo derecho. Afortunadamente, las ganancias que le reportaban sus picantes transmisiones le permitían vivir dedicado al noble oficio del streaming.

Claro, Viejo, dijo Robotín, quien había huido a Italia hacía un par de años, desmarcándose de una constelación de iracundos acreedores en el Perú. Es rubia, pes. ¿Cuándo chucha un peruano feo como yo ha estado con una rubia? Y no es cualquier rubia, Viejo. Es europea, flaquita, misma modelo de Victoria’s Secret; rubia firme, pe, Viejo.

Pero te había hecho cachudo, pues, huevón. Te agarró de Torito de Pucará. Esas deslealtades nunca se perdonan, tío, vengan de donde vengan. ¿Te estás dando cuenta de las baboserías que estás hablando?, enfatizó Groover, chupando furibundamente su cigarrillo electrónico de cannabis. La fumadera de esa hierba le aplacaba contundentemente la picazón testicular.

Me llega al pincho, Viejo. Además, me sacó la vuelta con un extranjero. Y eso se lo puedo perdonar. Por último, no es que haya tantos congoleses en Italia. Por eso, sé que no volverá a pasar. Ya se dio el gusto. Solo me queda trabajar el doble de turnos en la fábrica para tenerla contenta comprándole sus vestidos, mandándola a la manicura y a la pedicura o manteniéndola a la moda con los peinados que son tendencia en TikTok.

Sí, para que se la cache otro negro después, carboneó Groover.

Mira lo que hablas, Viejo. ¿Ya ves?

Claro, pe, huevón. Yo solo estoy sumando dos más dos. El que monta, manda. Oye, y ¿qué pasaría si a tu mujer no se la cacha un extranjero sino un peruano? ¿Qué harías si la encuentras cachando, digamos, con… Drácula, el honorable huancaíno que está dejando el nombre de nuestro Perú por todo lo alto allá en Milán, chupando en los parques, rompiendo botellas en las cabezas de quienes como él han ido a robar a Europa, meando y defecando en las familiares piscinas públicas italianas?

No, pues, Viejo, no te pases. Cómo vas a decir esa huevada.

Pero estás enterado de que a ese señor le encanta mear y cagar en las piscinas mientras chupa con su collera de descamisados, ¿no? Acá, en el canal, hemos pasado un par de videos del señor convirtiendo una piscina municipal en su mingitorio particular. Puta, tío, esas imágenes se podían oler.

Sí, sí he visto, Viejo. Qué asco, la verdad. No, pues, mi hembrita jamás se fijaría en ese serrano motoso.

Puta, pero ponte en el escenario de que te los encuentras cachando. Sígueme el juego, pe, chuchetumare. Tienes que darnos chow. ¿Qué chucha harías si sorprendes al serrano de Drácula clavándole su olluquito a tu gringa?

En ese caso, Viejo, te juro que yo lo macheteo al serrano ese. En casa, tengo un machete que compré como medida de protección, ya que hay mucho peruano que te entra a robar en cualquier momento de la madrugada. Puta, yo agarro mi machete y lo fileteo a Drácula en una; sin pensarlo. Lo dejo como carpaccio de charqui.

Entonces, voy a rezar para que te lo encuentres cachándose a tu mujer, Robotín, porque nada me agradaría más que saber que ese serrano inmundo ha abandonado este plano terrenal. Esa sería una noticia formidable.

Días después de esa premonitoria transmisión, Alan, o Robotín para las redes sociales, encontraría a su mujer sentada a horcajadas sobre el olluco más o menos cumplidor de Drácula, ambos balanceándose como las aguas de la piscina que tenían al lado, enceguecidos por una paleozoica pasión fogoneada por el irrestricto consumo de alcohol.

Mientras Robotín corría a casa en busca de su machete, su mente solo podía concentrarse en el momento en que le encajaría el primer machetazo a Drácula. ¿Dónde darle primero? ¿En la cabeza, en la espalda, en un brazo, en una pierna? Corría y corría y no veía las horas de estar de regreso en la escena del engaño, con el machete empuñado, presto a hacerse respetar, tal cual lo hicieron los cubanos en la batalla de Tienda de Pino de Baire, en 1868, contra una columna española compuesta por más de setecientos hombres dispuestos a aguarles el sentimiento independentista y de rebelión. Los cubanos lograrían la victoria gracias al diestro uso de sus machetes. A esa batalla también se la llegaría a conocer como La Primera Carga al Machete.

***

El primer machetazo prácticamente rebotó en su espalda, una espalda forrada con una piel dura, piel de indio, de indio peruano del Perú en Italia, perdonen la tristeza.

El segundo le hizo un surco largo y espeluznante que rápidamente se tiñó de un rojo oscuro y brillante, un rojo que salía de las profundidades de esa piel que más parecía la frazada de un preso.

El tercero se alojó, con la presencia contundente de un galán de telenovela peruana, en la mitad de su espalda, sin haberle pedido el permiso respectivo a la columna vertebral, partiéndola más bien, drenándole todo el zumo vital.

La mujer reconoció en los ojos del marido el furor de una venganza ancestral y Drácula no tuvo más opción que desfallecer lentamente, cayendo al suelo con los ojos abiertos por la desesperación y la curiosidad de saber quién chucha lo acababa de madrugar de esa manera y por qué, por qué a él, que solo vivía para gozar sin hacerle daño a nadie.

El furibundo cachudo de Robotín todavía quería continuar dándole al machete. No se había tomado en broma aquello de filetear a la escoria de Drácula, con mayor razón al comprobar que era efectivamente él quien le había inoculado el virus del amor a su italiana. Y muy bien le hubiera partido el cráneo con su arma montaraz de no haber sido por el indubitable y elegante proyectil que le entró por uno de los parietales y le salió por el otro. 

La figura desconcertada y ya ida de Robotín cayó pesadamente en la piscina, que lo recibió con todos sus orines y heces peruvianos, en tanto que el cuerpo tasajeado de su rival, Drácula, se deshacía, sobre el borde de la alberca, en malcriados hilos de sangre que iban a parar a las aguas en las que hasta hace pocos minutos había estado orinando, cagando y copulando, en ese orden.

Entonces, llovió en Milán. Llovió bala. Desde la ventana desconocida de un edificio inubicable, decenas de proyectiles viajaron veloz y desesperadamente hacia alguna de las cabecitas peruvianas que corrían en círculos, despavoridas, o que se lanzaban a las aguas mierdosas de la piscina para no ser encontrados jamás.

Las europeas no tuvieron problema alguno en abandonar aquella sacramental escena, ya que las balas tenían una altísima consideración por su alba estirpe.

***

Fuera de bromas, dijo Groover en una emisión de su canal Cuchillos Largos, en su sintonizadísimo programa Peruanos Notables en el Mundo, espero que no le pase nada al serrano de Drácula. Hace unos días, lo reconozco, me extralimité deseándole una muerte lenta, dolorosa y llena de mucha sangre, pero, luego de haber parlamentado con mi musa, la cincuentona arrecha de Penélope Mamaranta, y luego de haber cantado con ella huaynos huancaínos en el programa de su canal de YouTube, Desafinando con la Maridona, reflexioné y recojo ahora mis pasos verbales, camaradas.

Groover le pegó una deliciosa inhalada a su cigarrillo de marihuana y continuó elaborando grandilocuentemente sus disculpas.

Serrano, te mando hasta Italia mis más sinceras disculpas. Y, como para no contradecirme del todo, te deseo una buena muerte, pero no ahorita, serrano, no te preocupes, porque como decía el buen Vallejo: siempre nos gustará vivir para siempre, así sea de barriga, ¡tanta vida y tantos años! Es cuanto.  


sábado, 19 de julio de 2025

Novela Peruana "Brutalidad" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 25: El abuelo de Groover: El Comandante Pirulo Miura

 


El pequeño Groover se acercó llorando a su abuelo.

Abuelito, abuelito, defiéndeme, un negro cochino me ha pegado.  Uno de sus regordetes dedos señalaba la ubicación de su agresor.

El abuelo, que había sido líder sindical de microbuseros, leía un periódico amarillento sentado en el borde de la acera de su casa. Le gustaba repasar las noticias teniendo como fondo el bullicio de los chiquillos.

No le prestó inmediata atención al doliente muchacho. Solo cuando sus berridos se hicieron insufribles, apartó el periódico.

¿Qué pasa, carajo? ¿No te he enseñado que solo lloran las niñas? ¿O has perdido los huevos? A ver; muéstramelos.

Las severas y sardónicas interrogantes del abuelo cortaron en seco el llanto del pequeño Groover, quien ahora se mostraba aterrorizado.

Oye, tú crees que estoy bromeando, ¿no? Muéstrame la trola, carajo. La faz del abuelo era de temer. Seguro se te ha caído. Seguro ese negrito de mierda te ha castrado de un mordisco y por eso estás llorando como hembra. Bájate los pantalones o te los bajo yo. Y me importa un reverendo pirulo si tus amigos te ven el culo. Ya, rápido, muéstrame la trola. Vamos a comprobar si estás mocho y por eso es que estás chillando como cabro.

No, abuelo, yo tengo mi pichula bien puesta, dijo Groover, eliminando los últimos rastros de sus lágrimas.

Ah, ya, dijo el anciano, la voz firme y atronadora. Ya decía yo. Entonces, ¿qué chucha quieres? ¿No ves que estoy leyendo mi periódico?

Ese negro cochino de allá me ha pegado, dijo Groover, más sereno, pero todavía con el enojo carcomiéndole las entrañas.

Ah, te ha pegado. Ya. Vamos, dijo el anciano, levantándose pesadamente de la acera, enrollando su periódico, dándole forma de garrote. ¿Quién es el hijo de puta que te ha pegado? ¿Ese negro de allá? Vamos, llévame.

De la mano, el abuelo fue conducido por su nieto hasta un grupo de muchachos que jugaba fulbito en un parque, destrozando los geranios, aniquilando las magnolias, quebrando los ramales. Al ver al anciano irrumpir en el césped donde bailoteaba la pelotita, los chicos detuvieron el juego.

¿Quién fue el concha de su madre que le pegó a mi nieto?, gritó el abuelo. Los pequeños, que habían estado comentando en susurros la improbable intromisión de aquel vetusto hombre, enmudecieron.

Yo, respondió un negrito quimboso, cubierto con la camiseta del Alianza Lima. Llevaba el número diez en el dorso. Debajo de la nuca se podía leer el nombre de uno de los jugadores más borrachos del equipo blanquiazul: Waldir.

Acércate, mocoso, ordenó el anciano.

El negrito, que caminaba como todo un sabido, se acercó al abuelo sin temor alguno.

Toma, dijo el abuelo, entregándole el mazo de noticias. Para que lo termines de abollar al cabro de mi nieto.

Sin pérdida de tiempo, el negrito tomó el periódico enrollado y aporreó a Groover como si fuera una cucaracha.

Eso, así, dale, dale, que no se te escape esa cucaracha de mierda, negro cojudo. Dale, dale, dale, más duro, por ahí, por ahí, yo te la agarro, que se escapa, se carcajeaba el abuelo.

***

El Chino Miura era conocido en el partido aprista como el Comandante Pirulo, debido a la destreza con la que manipulaba una mortífera arma de su invención denominada así, pirulo, un arma que Miura creó inspirándose en las legendarias y brutales macanas incaicas.

El arma del Chino Miura no tenía, como la macana, una vara para sujetarla sino una cuerda que se enroscaba en la muñeca del brazo. Esto la dotaba de versatilidad y, sobre todo, de furtividad, ya que podía llevársela camuflada en las mangas de la camisa antes de ser lanzada sorpresivamente sobre la cabeza del rival, indistintamente un comunista o un odriísta. Lo que impactaba en el cráneo del enemigo político eran unas bolas de bronce con pespuntes romos que asemejaban las púas de los erizos de mar. Un pirulazo en la mitra o dejaba en coma al rival o lo convertía en un enceguecido aprista.

Haya de la Torre, el Viejo, le encomió, en una reunión solemne, la innovación en ataque y resguardo dentro de los mítines que significaba el pirulo en el arsenal aprista.

Compañero, Miura, yérgase, dijo Haya. Y venga a acompañarme acá al podio.

El recinto era un coro de silencio. Cuando el Viejo hablaba, nadie debía respirar siquiera.

Miura, henchido el pecho, se irguió por sobre sus compañeros y caminó hacia el estrado.

Gracias al temple indoamericano del compañero Miura, he podido llevar la palabra redentora al pueblo, a ese pueblo que es la savia de nuestra causa. Mientras yo elevo la voz de la justicia social, protestando contra la entrega inconsciente de nuestros recursos a las transnacionales imperiales, con el rabillo del ojo veo al compañero Miura, siempre vigilante, conteniendo con coraje a los provocadores odriístas, respaldado por esa vanguardia de varones recios y fornidos, nuestros búfalos apristas, guardianes de la disciplina y el orden. El Viejo Haya no pudo contener un movimiento serpenteante de la lengua entre sus labios descarnados cuando rememoró la corpulencia de los jóvenes búfalos, fuerza de choque de su partido político. ¿Cuántas cabezas rompió hoy, compañero Miura? ¿A cuántos de esos odriístas ha convertido usted en apristas a punta de pirulazos? No se me quede callado, porque en el aprismo no hay cabida para los mudos: aquí todos somos heraldos de la palabra, porque solo quien sabe hablarle al corazón del populacho puede conducirlo por la senda de la emancipación y los altos destinos de nuestra América Indoamericana.

El Chino Miura dejó de ver al Viejo y se encontró con una masa de ojos ansiosa por beber sus palabras. Había elaborado un pequeño discursito mientras esperaba sentando la llamada del líder del partido, pero, ahora, en frente de tantas miradas, particularmente, bajo el severo escrutinio de Haya, cuya nariz curvada le daba la apariencia de una lechuza de piedra, no tenía nada que decir.

Vamos, hombre, apure, hable, la patria le exige prontitud, instó Haya, las manos blancas y regordetas, salpicadas de manchas café.

Miura seguía sin poder articular palabra. No eran los nervios. Imposible. El Chino aceptó para sus adentros que la razón de su repentina mudez era el tardío reconocimiento de que... ¡no tenía vocabulario! Tras haber escuchado un discurso completo del Jefe (como también se le llamaba a Haya) sin estar ya enfocado en efectuar céleres lobotomías pirúlicas en las cabezas de sus enemigos, se dio cuenta de que no merecía considerarse aprista. No poseía ni un milésimo del léxico del Viejo. Y si abría la boca y empezaba a balbucear, el Jefe, en persona, comprobaría que su querido Chino Miura no era más que un simple matón, un búfalo que solo era capaz de bramar. Tremenda decepción se llevaría su amado líder.

Hable, hombre, que la paciencia se me está agotando, demandó Haya.

El inventor del pirulo se aclaró la garganta, se acercó al micrófono de gran cabeza prismática y empezó a hablar.

Muchas gracias, Jefe. Estaba preparando en un papelito cochino un pequeño discursito, pero se me cayó por ahí. Creo que fue mejor que se perdiera, porque hablaba cada babosería ahí. Se hubieran quedado con sus caritas de imbéciles, compañeros, luego de escuchar mis baboserías. Yo no llegué a terminar el colegio porque no les tomaba importancia a los libros; los libros me los metía al poto.

Yo, yo, yo me engolisinaba con otras cosas, pero no con la cultura. De todos modos, me llegó a gustar la política gracias a los compañeros apristas que conocí, y decidí que me convertiría en defensor de la verdad. Y esto de aquí, mi pirulo, fue el arma querida para que la verdad se imponga siempre, como la que siempre nos habla el Jefe. Jefe, dijo de pronto, mirando a Víctor Raúl, eso háblelo. Eso háblelo.

El despedazamiento del idioma era ya intolerable. Haya hizo un gesto y dos búfalos se encargaron de bajar del estrado al Chino Miura. Como si nada hubiera pasado, Víctor Raúl volvió a dirigirse a su público, enumerándoles las acciones que debían tomar en el próximo mitin.

Con los brazos detrás de la espalda, el Chino Miura fue conducido a la Mazmorra del Verbo, un húmedo lugar en el que dos o tres cuerpos magros trataban de aferrarse a la vida.

Por favor, ya, sáquennos de aquí. ¡Piedad!

Callen, mierdas. Van a salir de aquí cuando se aprendan las trescientas palabras cultas que les ha encargado el Jefe. Ya se las habrán aprendido, ¿no?, bramó uno de los que conducía al Chino. Mañana es su última oportunidad, cojudos. Ya lo saben.

Oiga, ¿qué es este lugar?, dijo Miura. Devuélvanme a la sala, carajo. ¿No ven que soy el Comandante Pirulo, el búfalo número uno del partido?

Sí, pero también eres un mulo. No sabes hablar ni pincho. Tienes el mismo paupérrimo vocabulario de estos muertos de hambre. Solo si pones de tu parte, saldrás de aquí con el pico digno de un aprista de verdad. Ya depende de ti, dijo el otro que lo conducía a su celda, los brazos dolorosamente doblados a la espalda. Al llegar a su mugrosa prisión, lo arrojaron al suelo como caca de perro.

Sobre la mesita de la esquina, hallarás en unos folios las trescientas palabras cultas que todo aprista debe dominar para engañar solventemente al pueblo. Tienes dos días para aprendértelas como si hubieras nacido con ellas. El politburó vendrá al tercer día para tomarte La Prueba que decidirá si vuelves al rebaño o si permaneces aquí, ad infinitum, el culo quemado por la cera caliente de mil y un velas. Estás advertido.

***

No fui hijo del privilegio, ni la senda fue alfombrada, relataba el abuelo. Los nietos lo escuchaban con terror, entre ellos, el pequeño Groover, los ojos morados por la golpiza que le había acomodado el negrito mazamorrero del Alianza Lima.

Alcanzar la estatura de líder intelectual de una tropa de mugrosos microbuseros no fue don gratuito: fue conquista labrada al calor del entrenamiento dialéctico en mis queridas filas apristas. Recuerden esto siempre: para no perecer de hambre y en la miseria, es menester poseer el don de la palabra, ese verbo encendido utilísimo para mentir con la verdad, para seducir al populacho, a los débiles mentales. No crean que nací con este verbo en los labios. Mi latido era rudo, bronco, inferior al de un microbusero analfabeto, hombres que el sistema ha condenado a la ignorancia y que ríen fácilmente oyendo las barbaridades de esos cómicos ambulantes de la calle. ¿No saben quiénes son esos? Mejor. Espero que nunca lo sepan por vuestro propio bien. Ahora, ha llegado el momento de que me demuestren qué han aprendido durante la semana, con qué vocablos cultos van a descolocar a su abuelo, el Comandante Pirulo. ¡Atzó!, concluyó el hombre, llevándose la mano recta a la frente.

Los niños se miraron entre sí, temerosos de ser los elegidos para la temida Prueba. El abuelo únicamente escogía a dos. Así, se aseguraba de que por el miedo a ser quemados en el culo con la cera de una vela encendida todos estudiaran. Y, también, se ahorraba algo de tiempo que luego empleaba para ver los culos femeninos que desfilaban ante la ventana de su casa.

Miguel, señaló el abuelo. Empiezas tú. Hoy quiero aprender nuevos términos. ¿Qué palabra culta me tienes para hoy?

Miguel le ofreció la espalda enhiesta a sus hermanos y primos, y el pecho inflado como el de un gorrión a su abuelo. Así se paraba el viejo Víctor Raúl, así se posiciona todo orador de fuste, carajo.

La palabra que tengo para hoy es “inmarcesible”, dijo Miguel con parsimonia.

Me gusta, me gusta, aprobó el abuelo. Dame el significado.

Inmarcesible, abuelo…

Cuál abuelo, carajo. Soy el Comandante Pirulo. No se vayan a huevear que me los cacho, ah. Ya, prosigue.

“Inmarcesible” es un adjetivo que se refiere a algo que no se marchita.

Muy bien, mierda. Ahora dame un ejemplo de su uso, ordenó el Comandante. Siempre que les realizaba la Prueba a sus nietos, el abuelo ornaba el torso con un saco plagado de chapitas de cerveza en la pechera. Él solía afirmar que eran sus galones, sus condecoraciones. Cada chapita representaba un cráneo roto.  

Su amor por la música era inmarcesible; ni el tiempo ni la adversidad lograron apagar su pasión, pronunció Miguel.

El Comandante cerró los ojos, saboreando cada término de aquella construcción.

Celebro la arquitectura de tu respuesta, Miguel. Has perseverado en la senda correcta, y por hoy quedas eximido del castigo. Mas ahora, la rueda del destino señala al siguiente llamado a la tribuna: el postrer contendiente que enfrentará La Prueba. No olviden, niños, este rito sabatino que compartimos no es vano pasatiempo: es la fragua en la que se templa el carácter y el verbo del hombre nuevo. Más tarde, cuando la vida les demande esfuerzo y dinero, habrán de recordar este humilde escenario, y entonces —lo sé— me lo agradecerán.

Groover, es tu turno de dar un paso al frente. Quiero sorprenderme una vez más contigo. Hoy me has mostrado cómo un negrito de mierda ha trapeado el piso, sin dificultad alguna, con el apellido de los Miura. No has podido elevar el estandarte de nuestro nombre, sino que un negrito cocotí cualquiera te ha hecho mierda. Veremos ahora si en las lides del pensamiento demuestras mayor gallardía y dignidad. Adelante, demuéstranos de qué madera estás hecho.

El pequeño Groover salió al frente, adoptó la postura de orador y habló. Su rostro no reflejaba expresión alguna, diríase que era una típica cara de póker.

Hoy he traído el adjetivo “vejatorio”.

Aguarda ahí, dijo el Comandante. ¿Esa palabra no la dijo ya Arturo hace unas semanas?

Arturo había usado esa palabra, pero no quiso quemar a su primo Groover. No, Comandante Pirulo, no la he usado, dijo el aludido.

Bueno, te la paso, todo porque la memoria ya no es la de antaño. A ver, desarróllate.

“Vejatorio” hace referencia al acto que humilla y provoca sufrimiento moral a una persona, continuó Groover.

El ejemplo, demandó el Comandante.

El líder del partido aprista cometía el acto vejatorio de quemarles el culo con una vela a sus búfalos para que aprendieran a rebuznar como él.

El ambiente, de pronto, se tornó helado. Los nietos eran conscientes de que Groover, en un arranque de rebeldía sin igual, acababa de mancillar la memoria del Viejo Cara de Lechuza. La reacción del Comandante Pirulo sería cruenta.

¡Hijo de mil putas! ¿Sabes cómo aprendí a hablar como un Churchill o un Demóstenes? ¿Cómo me convertí en líder sindical? Gracias al Viejo Víctor Raúl, so pedazo de cojudo. Y, sí, me quemaron el culo, pero eso me sirvió para memorizarme trescientos vocablos cultos que automáticamente transformaban cualquier huevada que decía en una frase que atraía a las idiotizadas masas. Ahora, por majadero, te voy a quemar el poto, Groover. Pásame la vela, Miguel. Ustedes agárrenlo a ese conchasumadre y bájenle el longplay. Voy a hacer que te arda el culo por tres semanas, carajo.

***

Cuando Groover despertó vio que la botella de cerveza que sostenía en sus manos había caído al suelo. El contenido, que no era mucho, se había secado hacía rato, pero el olor a borrachera, a resaca, era ensordecedor.

Luego de unos momentos en los que su mente porfió por hallar algo de estabilidad, decidió buscar el soporte sentimental de su chica, una peruana de ubérrimas carnes y mejor movimiento pélvico, pero recordó que sería imposible. En la última pelea que sostuvieron el día anterior, ella lo había mandado a rodar por misio: no pudo comprarle las bombachas que ella necesitaba para dizque lucirlas con él, aunque él le había dicho varias veces que las mejores bombachas eran las que no se ponía. A mí me gusta que te quites la ropa delante de mí, mami, solo eso. No soy como otros que se fascinan con ver a las mujeres en ropa interior. Yo te quiero ver calatita y de frente darte curso, amor.

Pero yo quiero mi bombacha, viejo sidoso. ¿No te parece que sufro ya un tremendo castigo al cachar contigo con condón para que no me pegues tu bicho? Cuando hacía el amor con mis anteriores hombres, estaba acostumbrada a sentirles la pielcita de sus pingas. En cambio, contigo solo siento un jebe que me raspa. Lo mínimo que puedes hacer por mí es comprarme mis bombachas.

Pero, mi amor, compréndeme que en el trabajo no gano mucho y que falta poco para despegar en todas mis plataformas: Kick, YouTube y X. Ya en YouTube, con las transmisiones que hago de la Operación Canguro llego a las sesenta vistas. En unos tres o cuatro años, estaré ganando más de mil dólares en YouTube si las cosas siguen creciendo así. El único programa que tengo bajetón en mi parrilla televisiva es el de un huevón que se alucina escritor, pero solo es un relleno más. Y, además, es un misógino de mierda. Cuando consiga un buen proyecto, plin, al toque lo reemplazo. De repente un día de estos el Profe Puti, que sí da chow, me acepta un horario en mi parrilla, amor, ya verás.

Oye, qué parrilla, qué Profe Puti ni qué Operación Canguro ni qué mierda; si no me compras las bombachas que quiero, me largo, y te olvidas de cómo te sacudo la pinga plastificada en mi concha demoledora.

Toda esa escena fue presenciada por los cientos de personas que paseaban y compraban en el centro comercial de la avenida Bloomfield, en Newark.

Luego de aquel papelón, Groover se guardó, derrotado. Empinó el codo hasta quedarse dormido. Y ahora despertaba, borracho, apestando a culo y sin un centavo. Solo había una forma de conseguir dinero rápido. Recordó a su abuelo el Chino Miura. Fue él quien le enseñó a blandir la palabra como arma potente para no morirse de hambre (o comprarles bombachas a las mujeres). Impulsado de valor y entusiasmo por aquel recuerdo generoso del abuelo, abrió programa. Lo intituló: “Dambre No Estafó A Simio Violencia”.

Ustedes saben que Dambre es un tipo respetable y que honra su palabra, empezó a comentarles a sus seguidores. El problema es Simio Violencia, que viajó a Estados Unidos a mendigarle plata a sus pipos. Y esos fanfarrones -porque eso es lo que son, fanfarrones que presumen tener dinero, a diferencia del señor Dambre- terminaron dándole la espalda porque descubrieron que solamente era un pedigüeño más, como el mismísimo y execrable Profe Puti.

La sintonía aumentaba. Si bien algunos comentarios lo tildaban de sobón y chupapingas de Dambre, otros encomiaban su poder oratorio, la variedad de su léxico y la contundencia de su entonación.

Por eso siempre diré: Oh, Dambre, empresario honrado y consciente, eres una luz disruptiva y clarificante, creadora de nuevos senderos en el YouTube peruano, que arranca a la Brutalidad de su nicho de ignominia para colocarla en los más alto del mainstream mundial.

Al finalizar su ditirambo, Groover se aplaudió a sí mismo. Unas lágrimas humedecían su rostro. Era un showman.

Casi hasta he llorado, queridos cuchilleros largos, defendiendo el buen nombre de Dambre. Jamás permitiré que injurien la honra de mi socio, sí, porque él y yo somos iguales, somos socios, somos cabezas, somos los que montan, los que mandan.

***

El teléfono sonó. No era su chica, pero era Dambre; o sea, plata.

Prestamente contestó el celular.

Aló, Dambre, dijo guardando la compostura.

Hola, Viejo. Escuché tu programa. Muchas gracias por haber hablado tan bonito de mí. Me sentí corto, porque desinteresadamente me has defendido. Pero siento que debo darte algo; dinero para ser más exactos, a cambio de tu buena obra. ¿Cuánto quieres por ese discurso, por esa defensa que me has hecho desinteresadamente?

Groover no perdió tiempo. Sabía que cuando alguien montaba, mandaba, entonces, calculando el costo de las bombachas y de una cena de reconciliación, dijo: Sin abusar mucho de tu confianza, unos quinientos dolarillos estarían bien, querido Dambre. Igual, tú sabes que no hace falta que me pagues, pero ya que insistes, no te voy a decir que no me des. No hay que hacernos los cojudos. Y siempre que alguien hable mal de ti, mi intelecto y mis cultas palabras estarán al servicio de tu protección.

A los pocos minutos, con los quinientos cocachos en su cuenta, Groover llamó a su chica. Ella, luego de que le hubo mandado una captura del dinero, lo perdonó.

Gracias, querido abuelo, sin tu entrenamiento no hubiese sido capaz de conseguir ese dinero para satisfacer mis caches. Gracias por haberme entrenado en ese verbo tan florido que tengo.

Desde el infierno, el Comandante Pirulo exclamó: ¡Fueeera, conchatumadre!


sábado, 12 de julio de 2025

Novela Peruana "Brutalidad" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 24: Eva la secuestradora

 


Marielita había intentado que me dejaran entrar en aquel Tambo, pero el mocoso a cargo del lugar se mostró igual de inflexible que la homofobia de Pincho de Piérola.

No le quedó otra alternativa a mi amorosa dueña que atar mi correa al poste de luz más cercano.

Ya vuelvo, Rocky; no te vayas a mover. Entro y salgo, ¿ya?

Le devolví uno de mis ladridos. Ella los entendía perfectamente. Este en particular quiso decir: Está bien. Te esperaré. No me moveré, pero no te tardes, por favor. Me da miedo la calle.

No te preocupes, Rocky; no me demoro nada, dijo ella muy amorosamente.

Luego de que ella diera uno, dos, tres pasos, empecé a llorar. Me aterraba la idea de quedarme solo, atado a ese poste, y, peor aún, en la calle, de noche.

Rocky, cariño, no llores, me consoló, volviendo sobre sus pasos. Si sigues llorando, te pondré tu bozalito, eh.  

Y yo, terco y mimado, en lugar de cerrar el hocico, volví a llorar cuando Marielita empezó a alejarse. Ciertamente, me merecía lo que me pasaría después.

Bueno, no quería hacerlo, pero tú me obligas, cariño, dijo Marielita, toda dulzura, mientras sacaba de su bolso mi pequeño bozal.

Con ese artilugio aprisionándome el hocico, el silencio me arrebató los lamentos.

No me demoro, dijo Marielita antes de irse.

Y así empezó mi calvario.

Marielita no salió pronto como prometió. Era viernes y la gente quería atiborrarse de chocolates, galletas, cervezas, gaseosas, huevadas. La fila de personas dentro del Tambo era desesperante.

Y aquí fue cuando apareció Eva.

Ay, ¡qué pastel!, exclamó ni bien me vio. Quién habrá sido el maldito que dejó abandonado a este angelito. Y está todo flaco y temblando de frío.

¿Todo flaco? Esa era mi contextura, cojuda. Marielita y yo salíamos a correr todas las mañanas por el malecón para mantenernos en el mejor estado físico posible. ¿Temblando de frío? Estaba muerto de miedo por haber quedado a merced de cualquier loca de la calle como tú.

Muy conchudamente, desanudó mi correa y me llevó en sus brazos. La loca esta, cuyas alas apestaban a cebolla, ni siquiera se tomó la molestia de aguardar a que apareciese alguien reclamándome. Simplemente, dio por sentado que me habían abandonado. Al toque concluí que el criterio era una clamorosa ausencia en esa mujer.

El lugar al que fui a parar no era para nada comparable con la mansión de Marielita. Había entrado a la casa de los gritos, como dirían los chicos de Libido. La mujer les gritaba a sus papás, y ellos le devolvían los gritos con el triple de furor. ¿Cuándo vas a ponerte a trabajar, carajo?, se quejaban. Cuando me sirvan mi desayuno a mi hora, les respondía la loca. Y encima traes a un perro pulgoso a la casa, volvían a la carga los viejos. Ustedes no se metan con Chin Chin, carajo. Se los prohíbo. Es el único que me entiende en esta pocilga, replicaba Eva, atronadora, quien ahora, además de haberme sustraído de mi cómoda vida con Marielita, empezaba a llamarme Chin Chin. ¡Qué mariconada de nombre! Me palteaba obedecer a sus llamados públicos en ese páramo de pichi y caca que ella llamaba parque. Los otros perros, esos carachosos de mierda, se burlaban dolorosamente de mi nuevo nombre. Y las perras, todas flacas y pedigüeñas, me tenían por bujarrón, maricón y loca.

Solamente en casa, le hacía caso; si no, me quedaba sin comer.

Con Marielita, comía tres veces al día; con Eva, tres veces a la semana -en una buena semana. Ya se imaginarán. De ser delgado por el cuidado de mi físico, pasé a estar demacrado por el rigor del hambre. No había dinero para comer en la casa de los gritos. Mucho menos para el perro de la casa. Porque en eso me había convertido, en el perro, el animal, la alimaña de la casa. Qué opuesta era la vida con Marielita, en cuya casa tenía mi propio lugar en la mesa familiar. Atrás habían quedado los días de chuletas y espectaculares piezas de pollo. Ahora, con Eva, había tenido que convertirme en cazador de palomas, ratones y, me avergüenza confesarlo, polillas y cucarachas, que eran, estos últimos, los animalitos más abundantes en la casa de los gritos.   

Ahora pones de excusa al mugroso perro ese para no salir a buscar trabajo. La pensión de tu papá ya no nos alcanza para nada, gritaba la mamá de Eva.

Ay, no friegues, mamá, y sírveme mi desayuno, ya son las dos de la tarde y tengo que trabajar en media hora, replicaba Eva, estirándose en la cama y bostezando.

¿Trabajar? ¿A estar sentada en la computadora le llamas trabajar? Vete a la mierda.

Algunas veces, Eva se sentaba durante una hora al día, en frente de la computadora, para dictar clases de inglés. Con esa pronunciación, pensaba yo, qué tal concha tienes para llamarte profesora de inglés. La mía era muchísimo mejor. Y ni qué decir de la pronunciación de mi añorada Marielita. Ella sí que hablaba inglés, y con un acento naturalísimo. Pero no tenía las ínfulas de considerarse profesora, tampoco la necesidad. En su casa, todos hablaban en inglés; sobre todo, los domingos de reuniones familiares. Con Eva, desaprendí el idioma. Lo más alucinante era que los pocos alumnos que tenía seguían confiando en ella. Con razón esta parte del Perú, que me había sido desconocida mientras viví con Marielita, seguía yéndose a la mierda.

Mi verdadera familia, mi familia de origen, la de mi Marielita, no me hubiera reconocido luego de los años transcurridos al lado de Eva. Ahora sí tenía la apariencia de un perro de la calle. Mis gustos ya no eran refinados. Ahora comía cualquier huevada con tal de no perecer por inanición. Las alocadas amistades de Eva me consideraban cariñoso por recibirlos a lamidas. Pero esos lengüeteos no eran gratuitos; los lamia para extraerles de la ropa y la piel las partículas de migajas y sabores de lo que habían desayunado, almorzado o comido, partículas que muchas veces pasan desapercibidas al ojo humano, pero no ante la lengua de un perro con hambre.

Entonces, llegó a la vida de Eva el Viejo Groover, un hombre mañoso y abusivo. Este la había contratado para que condujera un espacio de dos horas en su canal de YouTube “Cuchillos Largos”. Allí, por míseros treinta soles por programa, Groover la llenaba de insultos sin remordimiento alguno. Para que Evita se pusiera más bruta de lo acostumbrado, el malvado le pagaba hasta dos botellas de vino, baratas obviamente.     

Una vez Eva meó y cagó en plena transmisión. Vivíamos en un cuartito. Eva había decidido independizarse. Sí, tenía cuarenta años, pero nunca era demasiado tarde para dar el gran paso de cortar el cordón umbilical. Y me llevó a vivir a un cuartito en San Martin de Porras. ¡Puag! De solo decir el nombre de ese distrito, se me salen las tripas.

Ya Evita estaba borrachísima y no se daba cuenta de que estaba mostrando el culo y el churro que le salía por el aníbal a los seguidores de Groover. Se había puesto a cagar en un rincón del cuartucho, a vista y paciencia de la camarita que seguía prendida, registrando las miserias de mi querida dueña, sí, querida, porque ya la empezaba a querer. La pobreza te hermana. Intenté ladrar para regresarla al planeta Tierra, pero si lo hacía era probable que perdiera el conocimiento; andaba muy débilmente, y con las justas podía sostenerme en mis cuatro patas.

A las pocas semanas, Evita logró desquitarse del tal Viejo. Una vez le comentó que, si deseaba que sus intervenciones fuesen de mejor calidad, necesitaría una mejor computadora. Parece que esa solicitud cogió al Groover ese en su cuarto de hora porque aceptó, sin mucho palabreo, facilitarle a Evita los quinientos dólares que ella necesitaba para renovar la computadora. Obviamente, el mezquino ese no le estaba regalando el dinero, como yo había creído; Eva le pagaría esa cantidad con programas. Desde ese momento, Evita tendría que hacer cincuenta transmisiones impagas. Ella cumplió solamente con una. Antes de terminarla, en medio de la creciente audiencia del Viejo, lo mandó a la mierda al aire. Ya me cansé de tus tratos, viejo lesbiano. Vete a la concha de tu abuela.

Yo me carcajeé a más no poder, pero la burla me costó cara: se me cayeron dos dientes. No tanto por la edad como por la falta de comida, de vitaminas, había perdido casi todos mis colmillos.

***

Todos los años, Marielita me llevaba al veterinario para que se me hiciera un chequeo exhaustivo y se me pronostique, según los cuidados que me prodigaban, cuánto tiempo de vida tenía por delante.

Ojo, es muy importante diferenciar la semántica entre “cuánto tiempo tienes por delante” y “cuánto tiempo te queda”. Sí, las respuestas son las mismas: una cantidad de tiempo hasta el fin de tus días, pero coincidirán conmigo en que la primera expresión tiene una connotación positiva en tanto que la segunda es lapidaria. A un niño no le dices te quedan ochenta años de vida; se le dice tienes por delante ochenta años y quizá más. Pero a un enfermo terminal o a un anciano sí se les dice te quedan dos años, dos meses o dos días, dependiendo.

Bueno, el veterinario solía decirle a Marielita Rocky tiene por delante unos buenos catorce años más.

Ahora, con Eva, solo veía a un veterinario si me lo cruzaba en la calle. Entonces, ya no contaba con un profesional que examinara mis condiciones de vida, pero estoy seguro de que, si lo hubiera tenido, habría dicho a Chin Chin le quedan dos meses de vida. Ya no me movía, no podía saltar, apenas si veía la punta de mi nariz. Estaba cagado.

No voy a negar que Evita me amaba a su manera, incluso más que al seboso que se había conseguido por enamorado, gordo de mierda a quien no mencionaré en este mi recuento vital. Bueno, solamente diré que nunca lo pasé, porque jamás se portó como un macho proveedor con mi Evita. La pobre tuvo que organizar una pollada, con la siempre condicionada ayuda del malvado lesbiano de Groover, para que el seboso de su novio no tuviera que vender sus GI Joe de colección.

Entonces, sin la necesidad de ir donde un veterinario, sabía yo que mi tiempo en este mundo era muy corto. Y Eva también lo notaba. Yo la oía decir, en algunas transmisiones del viejo lesbiano, mi Chin Chin ya está ancianito; cualquier día de estos se me muere. Apuraba un poco de vino, y continuaba: Pero creo que es mejor que se muera, ha sufrido mucho, perdón, esteee, quiero decir, va a sufrir mucho así viejito como está.

A Eva se le escapaba la verdad muy a su pesar. Claro que iba a sufrir. Por eso, era mejor morir de una vez. Eva, sin embargo, le mentía a su público: si yo estaba moribundo, no era por la edad, sino por la vida que ella me ofrecía, tan alejada del paraíso en que moraba con Marielita.

Decidí, entonces, terminar mi recorrido en este mundo. Como los perros no podemos tomar una pistola y abrirnos los sesos, el único camino para desligarme de esta vida era dejando de comer. Eva notó mi falta de apetito y, como sea, me conseguía comida en abundancia. Era gracioso; ahora que me rehusaba a comer, ya débil y corroído, ella se esforzaba por picarle comida a sus amigos para dármela a mí. Hasta sustraía jamones y quesos en los supermercados. Era tentador tener esa variedad de comida luego de tantísimo tiempo de escasez, pero sabía que, si comía, volvería al mismo infierno. La preocupación de Eva era pasajera. Debía persistir en mi objetivo.

Mi Chin Chin ya está a punto de morir. Está muy viejito, por eso ya no quiere comer nada. No me acepta ni los filetes que, de vez en cuando, nos jalamos de Wong con mi chico, le decía a Groover en su programa. Sí, porque había vuelto con el viejo de mierda ese luego de que había renunciado con pundonor y gallardía. Quién podía entender a los humanos. Quién podía entender a Evita. Sin embargo, no había mucho qué comprender. Eva era descocada e impulsiva. Eso aumentaba los niveles de sintonía que Groover necesitaba. Y Eva necesitaba los treinta soles que Groover le pagaba. Caso cerrado. Donde mandaba el dinero, la dignidad era un traje desechable.

***

Morí un jueves. Eva ni se dio cuenta. Ya no se fijaba en mí. No tenía tiempo de fijarse en mí. Y eso que vivíamos en un cuartito muy pequeño. Yo me quedaba esperándola durante horas. Ella había conseguido un trabajo de panadera. La explotaban. Salía del cuarto a las cinco de la mañana y regresaba a las once de la noche.

Ni bien llegaba, se tiraba en la cama. Yo apenas levantaba la mirada ya nublada por la ceguera y, más que verla, la sentía quejarse unos instantes de la vida antes de quedar profundamente dormida. Ni siquiera se bañaba. Bueno, tampoco era que se bañara tan seguido antes de conseguirse ese trabajo. Decía que prefería juntar un poquito de mugre en el cuerpo para así ahorrar algo de dinero en la cuenta del agua.

En esas circunstancias, mi autoeliminación era mucho más asequible. Sin nadie cuidándome, me morí al poco tiempo de que Eva se hubo convertido, como diría Vallejo, en la tahona estuosa de una panadería en donde la gente se creía con el derecho de decirle dame un sol de pan, carajo, y cuidadito con no echarme la yapa porque mando a la mierda a tu panadería de porquería.

Tres días después de muerto, quizá porque mi olor ya no era el de un perro cochino, sino el de otra cosa mucho más desagradable, Eva se dio cuenta de que me había perdido.

Y lloró. Lloró tremendamente.

Yo lloraba a su lado. Mi alma lo hacía. Porque mi alma todavía estaba con ella en ese cuarto, y porque, a pesar de todo, llegué a querer a esa conchasumadre, perdonen el francés, pero luego de tanto tiempo de haber convivido con un personaje como Eva era inevitable que se me pegaran sus expresiones más comunes: carajo, puta, mierda, conchasumadre, la puta que te parió, entre otras lindezas.

La llegué a querer, y así como estaba, libre de las ataduras terrenales, podía haberme ido a ver a Marielita, pero no lo hice, me quedé con Evita, mientras ella me lloraba y yo la consolaba, aunque no me viera.

Perdóname, Chin Chin, le decía a mi cuerpo inerte, acariciándolo y besándolo a pesar del terrible olor que despedía; no te di una gran vida, pero te daré la despedida que un ser tan bello como tú merece.

***

Ese mismo día, a Eva le dijeron que ya no la necesitarían más en la panadería. Le dieron su sueldo incompleto, porque no llegó a fin de mes, y una bolsa de pan de hacía dos días. Esa fue su compensación por los dos meses que pasó desgastando su vida en ese lugar de gente indolente.

¿Qué haces?, le dijo la odiosa de la dueña al día siguiente, al darse cuenta de que Eva había ido a trabajar y todavía permanecía en sus predios pasadas las once de la noche. Ya te liquidé ayer. Vete. Fuchi, fuchi.

Usted me ha tratado tan bien, mintió Evita con su mejor cara de buena gente, que quiero quedarme, solamente hoy, a hornear el pan de mañana, si no le molesta.

Oye, pero tú has estado trabajando en el mostrador, recibiendo las puteadas de los cholos que se creen con derecho de tratar de indios a las personas que los atienden, ¿en qué momento has aprendido a usar el horno, dime tú?

A esa vieja se notaba que le faltaba cache, como decía Eva cuando despotricaba de la gente renegona.

Sí, pero cuando no había mucha clientela le decía a Cambrito, el maestro hornero, que me enseñara a hornear pan, y aprendí.

La vieja la miró con desconfianza. Ok, está bien, ponte a hornear, pero no creas que te voy a pagar un solo centavo. Esto está naciendo de tu propia voluntad. Pero cuando llegue mañana temprano no te quiero ver ni las pezuñas. ¿Estamos?

Estamos, dijo Eva.  

Luego de ver un tutorial en YouTube, Eva me puso en el horno de los pavos. Fue un momento que sacudió mis lacrimales. Sintonicé el Nocturno de Chopin -son cosas que las almas podemos hacer-, una de mis piezas favoritas. Me fui con honor de este mundo, solo que oliendo un poquito a pavo. Pero Eva había cumplido su palabra.

Ya conmigo en una latita de atún, procedió a cagarse y mearse en la trastienda de esa panadería. Era su desquite por los dos meses de penurias y malos tratos.

Vallejo, pensando en Evita, muy bien le pudo haber agregado estos versos a su clásico poema: el momento más grave de mi vida fue trabajar en una panadería del cono norte de Lima.