El maestro
Gonzalo Reynoso, conocido masivamente en las redes sociales como el Profe Puty,
cliqueó el link que le apareció, enorme e inofensivo, en medio de su pantalla,
mientras navegaba en una página cultural. Automáticamente -y sin que él lo
supiera, por supuesto-, sus datos personales, cuentas bancarias y redes
sociales fueron hackeados.
Esa fue la
historia que Puty le narró al director del centro educativo en donde se
desempeñaba como profesor de Literatura.
¿Y qué
página era esa?
Gonzalo
demoró unos segundos en dar una respuesta. No se le había ocurrido que alguien
pudiera hacerle esa pregunta.
Una página
sobre Vargas Llosa, ñha, respondió Puty.
Ah, ya, claro,
como usted enseña Literatura, entonces seguramente estuvo indagando sobre
Vargas Llosa, dijo el director.
Claro,
claro, se apresuró en sellar Puty, pensando que ya lo había hueveado a su
empleador.
A ver, ¿cuál
era esa página exactamente?, dijo el director, quien, así nomás, no se dejaba
agarrar de huevón por cualquiera. El director, y dueño también del colegio,
obedecía al nombre de Eleuterio Berrocal; cholo potente, chambero y poseedor de
muchos emprendimientos, entre ellos el del rubro inmobiliario. Cuando le
preguntaron por qué fundó un colegio, él, sin que le temblase un pendejo, declaró
que lo hizo porque era más rentable que poner un chifa. Además, acotó
textualmente, conseguir profesores de medio pelo es mucho más fácil y barato
que buenos cocineros. El curriculum del docente Puty era de lejos de los más
mediocres y rebajados del mercado educativo.
Eh, eh, farfulló
Puty. No sabía qué inventar.
Apure, instó el
director, los dedos sobrevolando los botones del teclado de su laptop, listos
para digitar el nombre de la página web que supuestamente había estado
consultando Puty y en la que apareció inopinadamente el link que vulneró su
información personal.
No me
acuerdo, señor Berrocal. A Puty le hubiera gustado llamarlo “Cholo” Berrocal
debido al enojo y la frustración que le provocaban que un serrano fuera su jefe
y, encima, lo tratara de exponer, arrinconándolo contra la pared. Carajo,
pensaba Puty, un indio de mierda jugando al patrón conmigo. Si al menos
fuera blanco, vaya y pase, pero un indio de mierda haciéndose pasar por mi amo;
habrase visto.
Cómo que no
se acuerda, se indignó Berrocal.
A Puty se
le encendió el cerebro, el cual le funcionaba de modo muy intermitente.
Es que
usted sabe que Vargas Llosa es nuestro peruano universal. Entonces uno googlea
su nombre y aparecen miles de páginas con su información. Yo hice eso. Googleé
Vargas Llosa, me aparecieron cientos de entradas y piqué en una. Y usted sabe
también que uno no se fija en qué página está exactamente. Uno solamente se
dedica a leer lo que estaba buscando. Y, en mi caso, yo buscaba unos datos para
mi clase de la próxima semana.
Ya con esto
lo cagué al indio, se dijo Puty para sus adentros, una de las esquinas
de su boca despuntando ligeramente en señal de triunfo.
Me cagó
este negro, caviló Berrocal, quien no podía creer que, por el
solo hecho de hacer clic en un link, un link que, encima, aparece en una página
de cultura, de pronto, el Profe Puty se hubiera hecho merecedor de un préstamo
de setecientos dos soles con cincuenta céntimos, así, con esa precisión, a la
entidad financiera denominada el Cartel de la Muela. Todo esto le resultaba muy
sospechoso al director. ¿Entonces es cierto lo que me cuenta este chala
sucia?
Todos los
contactos del celular de Gonzalo, Berrocal entre ellos, habían recibido un
mensaje en el que se lo acusaba de cabecero, de ladrón, de cachafaz que no
honraba sus deudas económicas.
Les escribo
para avisarles que Gonzalo Reynoso, alias Profe Puty en el mundo del hampa, es
un estafador. Lo decimos así, con todas sus letras, es un terrible cabeceador.
Ni Cristiano Ronaldo ni Martín Palermo le ganan en meter cabeza. Nos solicitó
un préstamo de setecientos dos soles con cincuenta céntimos pagaderos en el
plazo de un mes y, hasta el momento, río Nanay. Los ponemos sobre alerta para
que no caigan en sus trampas pedigüeñas y limosneras; para advertirles que no
se junten con él porque nuestra organización no se quedará de brazos cruzados. Lo
cazaremos, como se cazaban a los de su estirpe hace siglos; no le daremos
tregua. Y si los encontramos junto a él, los asumiremos como sus cómplices.
Entonces, si no quieren ser salpicados por la frejolada que le tenemos
preparada, manténganse a raya. Y si quieren ganarse una buena recompensa, señálennos
dónde podemos ubicar a ese sinvergüenza de modo más rápido, porque igual vamos
a dar con él. Ayúdennos a que ese estafador pague sí o sí. Ya ustedes entienden.
La
siniestra y amenazante esquela iba firmada por el líder del Cartel de la Muela,
el inefable y escurridizo Chimuelo.
Tal mensaje
había llegado al teléfono celular del Cholo Berrocal cuando este se encontraba
excretando una gruesa soga amarillenta sentado cómodamente sobre su wáter,
chequeando videos de TikTok.
Putamadre,
me pueden poner una bomba en el colegio si se enteran que ese negro es mi
empleado, se alarmó Berrocal.
Por eso -porque
también podía tratarse de una broma de mal gusto, una joda de alguno de los
profesores de su colegio, maestros que parecían niños a veces esos
conchasumadres, que se tenían envidia entre sí, y uno le codiciaba la mujer al
otro, lo que se compraba o cuánto ganaba-, Berrocal citó a Gonzalo en su
oficina para el día siguiente a primera hora.
Y ahí lo tenía
en frente, con la excusa de que todo se trataba de un virus computarizado que capturó
sus cuentas informáticas y bancarias para enviarles mensajes injuriosos a sus
contactos.
¿Y por qué
alguien querría despotricar de usted?, le había preguntado Berrocal al inicio de la
conversación. Claro, se figuraba Berrocal, quién chucha era Gonzalo
como para que alguien quisiera destruirlo. A quién le había ganado este zambito.
Porque yo
trabajé para el partido del Profesor Castillo, nuestro presidente en prisión, le había
contestado Gonzalo. Y por mis ideas comunistas, me gané varios enemigos,
señor Berrocal. Usted sabe que, en el mundo de la política, nadies está libre
de enemigos.
Gonzalo
Reynoso, el Profe Puty, supuesto docente de Literatura, jamás leyó a Ortega y
Gasset. Y por eso, no supo mantener la boca cerrada. Ya que, si hubiera leído a
conciencia al connotado polígrafo español, se habría topado con la siguiente de
sus máximas: las últimas palabras son de efectos más duraderos que las
primeras, por lo que deben ser particularmente bien ponderadas.
Berrocal ya
se había comido la galletita del googleo al azar de Vargas Llosa cuando
Gonzalo, envanecido y enceguecido por el triunfo momentáneo de su irrebatible subterfugio,
agregó: Y como usé mi celular para leer sobre Vargas Llosa, al toque el
virus se prendió de todos mis contactos y mi información. Usted sabe que, en
estos tiempos, todo se paga por medio del celular. A propósito, director
Berrocal, ¿no me da un yapecito por mis Santos Reyes? ¿O por Halloween o el día
de la canción criolla que ya se vienen?
El dedazo
de Puty, que también podía tomarse como una réplica del arma feminicida que
llevaba encartuchada entre sus piernas chuecas, señalaba al supuesto celular
hackeado.
Upa, celebró
mentalmente Berrocal, te fuiste de boca negro. Te acabas de cagar solito.
Para no
evidenciar aún el golpe que le daría, con una mueca de derrota en el rostro,
Berrocal preguntó inocentemente: ¿Con ese celular googleó a Vargas Llosa,
profe?
El
sustantivo apocopado “profe” le daba a su pregunta un tono de sumisión, como
dándole a entender al moreno maestro que él, el Cholo Berrocal, no solo le
tenía aprecio, sino que, además, se ponía a sus pies mugrosos y de uñas con
hongos por haberlo sometido a tan vejatorio interrogatorio.
Sí, confirmó
Puty, tan bruto como era.
Los ojos
del director explotaron en algarabía sin par.
Te cagaste,
nero, le dijo a Gonzalo, así, sin filtro alguno.
La cara de
sorpresa de Gonzalo, por semejante ofensa, era indescriptible.
¿Cómo dijo,
señor Berrocal?
Que te
cagaste, nero, repitió el Cholo sin temor alguno, y luego le ordenó:
Quítale la clave a tu celular y dámelo.
Gonzalo,
el pigmento de la piel demudado por el súbito giro de los acontecimientos,
descorrió la clave de su celular y, todavía inseguro sobre las intenciones de
su empleador, le entregó el teléfono.
El Cholo
Berrocal picó en el ícono de Google e ingresó en el historial de búsquedas. Tal
como lo había conjeturado, no encontró ninguna consulta sobre Vargas Llosa ni
sobre ningún otro académico. El registro delataba más bien las constantes
visitas de Gonzalo a variadas páginas porno: Petardas, Brazzers, Acabadas,
Despechadas, InkaSex, MilkyPeru.
Así que
buscando información sobre Vargas Llosa, ¿no?, dijo Berrocal enrostrándole
las búsquedas pornográficas a un estupefacto Gonzalo.
Eh, eh, eh,
yo, este, este, usted, eh, eh…
Las pruebas
eran inobjetables y Puty no hallaba por donde escapar, por cual agujero echar a
andar alguna convincente mentira, alguna excusa que no lo hiciera quedar ante
los ojos del señor Berrocal como un injustificable pajero.
Déjeme
contar la verdad que usted, desde que pisó mi oficina, me ha ocultado a
sabiendas de que cometía perjurio. Pero, claro, como usted no tiene moral
alguna, le llegó al pincho verme la cara de cojudo después de haber jurado
incluso por sus niños.
La bemba de
Gonzalo, imponentemente atrevida y descarada, tembló como las lonjas celulíticas
de señoras divorciadas y urgidas de algún afecto tardío.
Se
encontraba usted viendo sus páginas porno favoritas como de costumbre cuando,
de pronto, le saltó un anuncio de préstamos. Y, como usted, además de pajero,
es putero y está siempre necesitado de plata, picó en el anuncio para que le
dieran la plata que necesitaba para tirársela con sus putas preferidas. Llenó
el formulario respectivo. Dejó todos sus datos. Pensó que, una vez recibido el
dinero, se desafiliaría de la aplicación y a otra cosa mariposa, si te vi no me
acuerdo. Les habría metido cabeza a los prestamistas.
Gonzalo
miraba el suelo. Se sentía calateado. El director parecía haber sido testigo
directo de todo lo ocurrido pues describía cada uno de sus culposos pasos con escalofriante
veracidad.
Pero no contó con que se estaba metiendo
con el peligrosísimo y novísimo Cartel de la Muela. Y ahora lo están buscando
para que les pague o, en caso contrario, para que el Chimuelo, su despiadado
líder, le saque cada una de sus muelas. Y no contento con eso, me dejen una
bomba en la escuela por darle trabajo a usted.
No, señor
Berrocal, eso no va a pasar. Se lo aseguro, dijo Gonzalo con
soliviantado ímpetu.
Claro, no
va a pasar porque ahorita mismo lo voy a poner de patas en la calle. Pero
antes, quiero ver quién me está jodiendo aquí en mi celular, dijo
Berrocal.
Se sacó el
teléfono de uno de los bolsillos de su blazer plomo. Vibraba.
Chucha, me
están llamando de mi otro negocio allá en los Estados Unidos. Usted sabrá que
yo me dedico al rubro inmobiliario allá en Newark.
¿Newark?, dijo
Gonzalo. Yo tengo un conocido en ese lugar. Bueno, no es que sea mi amigo o
algo así. Pero sé que es un viejo de mierda sin cadera, repudiado por sus hijos
y que se alucina youtuber a sus cincuenta años.
Cállese,
carajo, voy a hablar, ordenó el Cholo. Se había puesto al teléfono.
¡Aló! Sí. ¿Qué
pasa? La voz de Berrocal era imperativa.
Sapo como
era, Gonzalo no perdía de vista ninguno de los gestos de su amo, el Cholo
Berrocal, a quien parecía aquejarlo un problema muy jodido.
¿Unos
mariachis? ¿No te dejaron dormir? La conchasumadre.
El silencio
era tal que Puty podía escuchar los matices de la voz que le transmitía un
sinfín de contrariedades a su jefe.
Esa voz la
conozco, rumió Gonzalo.
¿Y por qué
no los agarraste a balazos? Mi Pietro Beretta está en el cajoncito de la mesa
de noche, al lado de los condones, dijo enardecidamente Berrocal.
Gonzalo
aguzó el oído. Si hubiera sido un perro, habría adelantado sus orejas para
captar con mayor nitidez la voz del tipo que se quejaba de que unos mariachis
no lo dejaron conciliar el sueño.
¿Y qué
quieres que haga desde acá? Yo todavía viajo en dos semanas para allá.
Berrocal
parecía harto. Quería terminar con la llamada. La impaciencia lo consumía.
Ya, voy a
ver qué medidas tomo. Te llamo en la noche para conversar mejor. Ahorita estoy
con un empleado que aparte de pajero y putero es bien sapo. Así que conviene
mantener la reserva del caso. Pero eso sí, en la noche me vas a contar todo
sobre los mariachis. Quiero saber cómo te han cagado y qué mierda hiciste para
que no terminaran orillándote en los terrenos del suicidio. Adiós, amor. Cuídate.
Chucha, pensó
Puty; mi jefe es chivo.
Bueno,
señor Reynoso, lárguese de mi vista. No lo quiero ver más por acá. No quiero
que usted sea un mal ejemplo para el resto de mi plana docente y me los
convierta en consumidores impenitentes de putas, ¡por Dios!
Gonzalo,
armado de valor por lo que acababa de descubrirle a su jefe, se achoró: Estás
tú bien huevón, ¿no? Si me botas, le cuento a todo el mundo que eres chivo.
No te me
pongas pico a pico, negro cabecero. Encima me amenazas. ¡Qué tal concha!
Cuál concha
ni nada, serrano. Te grabé la conversación. Acá bien clarito te chapé
diciéndole “amor” a otro hombre. Esta grabación va a ser tu perdición.
Para que la
situación le quedase clara a Berrocal, Puty reprodujo la grabación.
Efectivamente, cualquiera que la oyera determinaría sin duda alguna que al
Cholo le encantaba que lo pusieran en veinte uñas.
Eleuterio
Berrocal había amasado una decente fortuna no porque fuese un tipo de lentas
reacciones; por el contrario, porque era un rechucha habilísimo para detectar
las oportunidades y vivísimo para explotar a los muertos de hambre que por unos
cuantos pesos les daban la vuelta a sus amigos y familiares. Uno de esos era
Puty.
Gonzalo,
hagamos algo. Tranquilo. Conversemos como seres alturados.
Las fosas
nasales de Puty parecían ardorosos fuelles tiznados de hollín. Respiraban
agitados, como si hubieran corrido metros luego de haber robado un celular.
Puty no se iba a calmar tan fácilmente. Y Berrocal lo sabía. Por eso, sacó un
fajo de billetes de su blazer plomo.
Le voy a
pagar un viaje a los Estados Unidos para que me haga un trabajito de
investigación. Y aparte de eso le va a caer un buen bolo. Y, por si eso fuera
poco, seguirá engañando al alumnado de mi colegio con sus pedorras clases de
Literatura. ¿Qué le parece?
Los
billetes eran los únicos objetos en el mundo por los cuales Puty podía canjear
sus pensamientos y sus actos. Y si eran billetes americanos, hasta se cambiaba
de sexo o decía que él, hincha de la U, era hijo del Alianza Lima, archirrival
de Universitario de Deportes.
¿Sabe usted
algo de mariachis?
Puty se
llevó un dedo a la boca y miró al techo.
Vaya
averiguando, profe, porque para la misión que le encomendaré los mariachis son
clave, son clave, repitió Berrocal, dándole a estas últimas palabras
un aire de misterio que solo podría develarse en el siguiente capítulo.
Además,
¿qué tal se lleva con el fentanilo, profe? ¿Lo ha consumido alguna vez?, dejó
picando el esférico el altiplánico empresario.