Aquel jueves, el escritor regresó al departamento que ha alquilado en jirón Camaná.
Al entrar, comprobó que, efectivamente y tal cual se lo había prometido en medio de caras agestadas y humores turbios, su esposa se había marchado. Lamentó que su consorte no tuviera la capacidad que sí tiene él de olvidar y perdonar rápidamente cualquier tipo de agravio o denuesto.
El escritor decidió no llamarla al celular. Prefirió dejar correr el tiempo y que este suavizara sus caldeados ánimos. No fue así.
Al poco rato, recibió una llamada a su celular. En la pantalla decía: “Llamando Amor”. Ella misma había colocado ese nombre (Amor) en el celular del escritor. Él contestó. Ahora mismo voy a llamar a tu mamá para decirle sus cuatro verdades. Ya me hartó que se esté entrometiendo en nuestro matrimonio, dice la esposa, furiosa. El escritor atina a explicarle, nuevamente, que él solamente va a sacarle el préstamo a su madre y no va a pagarlo porque lo va a hacer ella misma. Ah, o sea que como mi hija y yo no tenemos plata para devolverte el préstamo, no le vas a sacar lo de las células madre, dice ella. Claro, pues, porque yo no tengo tanta plata para estar pagando tantos préstamos, dice él, o ¿acaso ya te olvidaste que estoy pagando la prima del departamento y los electrodomésticos? Ella cuelga el teléfono, recordándole a su esposo que llamará a su mamá para decirle unas cuantas verdades.
Faltan algunos minutos para que den las ocho de la noche y para que el escritor tenga que abandonar el departamento para dirigirse al gimnasio. Sentado frente al televisor, decide llamar a su madre para advertirle sobre la desagradable llamada que su esposa podría efectuarle en los siguientes minutos. No te preocupes, mamá, tú contéstale, nomás, y no le hagas caso. De todos modos, yo te voy a sacar el préstamo. El escritor no quiere que su madre piense que por ese problema doméstico va a dejar de sacarle el préstamo.
Al dar las ocho, el escritor, que viste un short negro y un bividí, que de viejo se está cayendo a pedazos, parte rumbo al gimnasio ubicado cerca del cruce de las avenidas Tacna y Emancipación. En el camino, el escritor se comprueba todavía gordo y piensa que el gimnasio no le está siendo de mucha ayuda, que bien podría ahorrarse los 75 soles al mes que ese lujo le está costando. Y ahora que se avecina la compra de pañales, con mayor razón, todavía.
Cuando regresa al departamento, lo encuentra tal y como lo había dejado: su esposa aún no vuelve de la calle. Decide llamarla y preguntarle si va a regresar a la casa. Cuando ella contesta el celular, se oyen los ruidos del tráfico vehicular limeño: bocinazos y gritos de cobradores. Estoy yendo a alquilar un cuarto en San Martín (de Porras), dice ella. Ya iré por mis cosas. Ya no te soporto. Ya no quiero vivir contigo. El escritor escucha a su esposa mientras ve televisión.
Antes de irse, ella dejó arroz en la olla arrocera y guiso de atún en una cacerola (una de las comidas favoritas del escritor). En la refri, hay un poco de Zuko de naranja. El escritor, haciendo uso de las escasas facultades culinarias que posee, caliente un poco de arroz y unas cucharadas del guiso que ha dejado su esposa, todo entreverado, en una sartén.
Se siente bien cuando tiene su plato humeante y su vaso de refresco helado servidos en la mesa por él mismo.
De pronto, oye un ruido en la puerta: alguien, usando las llaves del departamento, quiere entrar. Es su mujer, quien luce ofuscada, llorosa y hecha un pichín. La acompaña su mamá y su papá. El escritor se encuentra en aprietos. Ciertamente, han venido a cuadrarlo.
Continuará…
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