miércoles, 23 de julio de 2014

Bartleby, el escribiente - Herman Melville



Pienso que Melville se dijo: “¿qué pasaría si escribo sobre alguien a quien simplemente no le da la gana de ajustarse a ningún mandato ni convención; alguien que hace solo lo que le place?”

Me parece que ese pudo haber sido el chispazo que provocó la escritura de Bartleby, el escribiente.

A ver, ¿de qué va este relato largo?

El narrador es un abogado, dueño de un pequeño bufete cuya oficina se ubica en un edificio de Wall Street, New York. Es el Wall Street de mediados del siglo XIX: mil ochocientos y cincuenta y pico, supongo. Uno nunca se pone a pensar en estas cosas, pero mientras leía el relato caí en la cuenta de que: ¿cómo se hacía en aquella época para realizar las copias de los documentos legales y otros afines? No existían máquinas copiadoras. Pero sí existía la gente. Había personas cuyo trabajo consistía en copiar a mano legajos y legajos, toneladas de documentación importante para procesos legales.

Entonces, el narrador, dueño de esta pequeña firma de abogados, cuenta con tres copistas o escribientes, que es el término con el que se les conocía a las máquinas Xerox de aquellos tiempos. Si hago memoria, estos colaboradores respondían a los apelativos de Turkey, Nippers y Ginger Nut. Cada uno de ellos poseía sus manías -una más extraña que la anterior, como en todo grupo humano- pero demostraban eficiencia al momento de trabajar.

Puesto que los tres no se abastecían para cubrir la gran demanda de trabajo que –felizmente para su dueño- ingresaba en la oficina, aquel decidió contratar un copista más. Así fue como cierto día se presentó Bartleby, un tipo alto, delgado y taciturno.

Se le asignó un cubículo algo aislado del resto de sus compañeros, pero cercano a la oficina de su jefe. A propósito, no es que sea un desmemoriado (aunque lo soy), pero el nombre del jefe, quien, recordemos, es el narrador de la historia, nunca es revelado.

Bartleby ejercía el trabajo para el cual se le contrató. Al mismo tiempo, el narrador se daba cuenta de ciertas particularidades en el comportamiento de su nuevo empleado. Por ejemplo, jamás abandonaba la oficina, ni siquiera para almorzar. No almorzaba. Al parecer, se alimentaba solo de galletas de jengibre, que se las traía de la tienda el muchachito y recadero Ginger Nuts.

¿Pero, en qué consistía exactamente el trabajo de un escribiente?

Copiar los documentos legales que el jefe o las circunstancias ordenaran copiar y, para controlar la calidad del producto, leer en voz alta, ante sus compañeros, la copia hecha. Así, se aseguraba la ausencia de errores en la copia.

¿Qué hizo Bartleby?

Se negó a realizar las lecturas de los documentos; solo los copiaría. No haría la revisión. Y ante cada pedido o ruego de su jefe, Bartleby siempre respondería: «Preferiría no hacerlo».

El jefe, en lugar de despedirlo violentamente, decide usar la psicología. Le habla bonito. Trata de indagar por qué no quiere hacer el trabajo que hace el resto de sus compañeros. Bartleby, sin mostrar preocupación o temor alguno, simplemente repite su letanía: «Preferiría no hacerlo».

Llega el punto en el que Bartleby “prefiere” no hacer nada más aparte de contemplar el paisaje a través de su ventana; o sea, la pared de ladrillos desnudos del edificio de enfrente. Bartleby no quiere copiar, no quiere moverse, no quiere salir de la oficina, no quiere hacer nada.

El jefe, siempre subyugado por la fuerza y el magnetismo que despide Bartleby e impotente ante la suave terquedad de su empleado, decide huir. Abandona su oficina y se traslada, con el resto de sus empleados, a otro edificio. Bartleby permanece en la oficina de Wall Street a pesar de que ella cuenta ya con nuevo dueño, quien no sabe qué hacer con ese extraño personaje. Entonces, averigua que Bartleby trabajó para el abogado que había poseído ese departamento. Va en su búsqueda y lo exhorta a hacer algo al respecto. Bartleby tenía que ser su responsabilidad o llamaría a la policía para que lo pusieran tras los barrotes. Como no se hizo nada al respecto, Bartleby termina en la prisión.

El abogado, influenciado por el magnetismo que Bartleby aún ejerce sobre él, acude a ver a su ex empleado a la prisión. El ex jefe tratará de hacer que su Bartleby entre en razón y enrumbe su vida, pero este se negará a escucharlo y permanecerá en la prisión.

Bartleby muere al poco tiempo, de inanición. Se había negado a probar bocado alguno.

Mucho tiempo después, el abogado descubrirá que Bartleby había trabajado para la Oficina de Cartas Muertas de Washington, donde se dedicaba a echar al fuego todas aquellas cartas que jamás serían reclamadas por nadie, pues sus destinatarios habían ya abandonado esta vida. ¿Puede ser que ese lóbrego y penoso trabajo le haya descubierto a Bartleby la desesperanza ineluctable que acecha la existencia del ser humano? El gran Herman Melville no nos lo dice. Depende de nosotros, sus lectores, crearnos un mensaje o simplemente disfrutar de tan impecable texto.  




   

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