viernes, 14 de febrero de 2025

NOVELA PERUANA BRUTALIDAD de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 06: ¿Soy misógino como Haya? – La estafa del Ciego

 


¡Plag! La cabeza del pollo saltó varios centímetros. Del cuello chorreó algo de sangre. De los ojos de Eva, por el contrario, manaron gruesos lagrimones de impotencia. La tenían cogida de los ovarios. Si hacía sentir su opinión, Groover le quitaría todo el apoyo (léase el dinero) para que se llevase a cabo su pollada.

Delante de todos los espectadores de Cuchillos Largos, la llamó puta de mierda, zorra, hija de perra. Entre esos espectadores, se hallaban su novio, sus padres, amigos y amigas, atentos seguidores todos de las incursiones de Eva en el programa de Groover.

Nunca antes había sufrido tamaña vejación, ¡y en público!  

***

Mírame cuando te hablo. Mírame a los ojos, dijo Groover con una inmensa rabia, apretando la muñeca de su mujer. ¿Quieres que te repita por enésima vez todo lo que te he dicho o ya entendiste, estúpida? Le soltó el brazo con fuerza y cruzó de ida y vuelta, como un poseso, el pequeño espacio de la sala del departamentito que alquilaban en un viejo edificio del jirón Camaná, en el Centro de Lima.

No sabes cómo te odio, miserable. No sabes cómo me arrepiento del día en que acepté tus súplicas, dijo la mujer, tomándose la muñeca, procurándose algún alivio.

¿Y tú crees, cojuda, que yo estoy feliz de que me canses la paciencia todos los días? No puedes entender algo tan simple como que, si me salen dos carreras, te voy a completar pasado mañana lo de la semana. ¿Eres bruta para las matemáticas o qué?

Él mismo no había sido bueno para las matemáticas. Pero eso no se lo hubiera dicho a su mujer. Sergio Castro, inmisericorde catedrático de la Federico Villarreal, lo había jalado tres veces en Matemáticas Básicas A, materia dedicada al estudio de las derivadas y los cálculos infinitesimales. La trica en Mate fue la sentencia de muerte universitaria de Groover.  

Mejor lárgate de una vez. No te quiero ver, dijo la mujer. Eres un misógino, remató, antes de encerrarse en la pequeña habitación que ambos compartían.

Tras tomar una gruesa bocanada de paciencia, Groover pensó en Estela. Estela era diferente. Ella sí lo entendía. No lo jodía tanto. ¿En qué mal momento me casé? Lo que Groover no toleraba era la gente bruta o la que él consideraba bruta, porque, si el mundo se hubiese visto a través de las retinas del catedrático Sergio Castro, Groover habría sido uno de los hombres más brutos del Perú.

Salió del departamento y caminó hacia el estacionamiento privado donde, por una varias veces regateada suma, parqueaba el carrito que usaba para hacer taxi.

Mientras conducía por las calles de Lima, recordó una de las lecciones que Alan García ofreció en la Casa del Pueblo, lección a la que él asistió en primera fila. Quizá Haya demostró una especie de misoginia al no tolerar que aquellos discípulos que se perfilaban como futuros grandes gonfalones del Partido se casaran o se enredaran con mujeres. Sí, creo, que algo de misoginia había ahí por parte del Viejo, dijo un recién llegado Alan García, alto, de varios kilos menos. Entonces, soy un digno discípulo de Haya, pensó Groover. Es más, yo he superado al maestro; yo soy un misógino de la conchasumadre, caviló jubiloso, luego de pisar el acelerador en la avenida Uruguay.

Condujo hacia donde, estaba seguro, ubicaría a Estela. Efectivamente, ahí estaba ella. Era una mujer llenita, y algo más alta que él. Con los tacones puestos, le sacaba una intimidante cabeza de ventaja. Su altura disimulaba su incipiente gordura, aunque esto era lo que le atraía más a Groover, amén de su descomunal trasero y turgentes tetas. Además, solía decir: las gordas son cacheras, son mañosas por naturaleza.

Se fijó en la hora antes de abordar a Estela. Todavía tenía tiempo para estar con ella, descargar su frustración y, luego, ya más relajado, acudir a donde su tío, el dueño del Ollón del Lechón, para pedirle plata, la plata por la que la estúpida de su mujer había estado jodiendo todos estos días.

Estela conversaba con un viejito cuando se percató del auto de Groover.

Ochenta soles, papito, le dijo Estela, cortante, al anciano, que vestía un saquito raído. No puedo rebajarte más. ¿Crees que todo este cuerpo me lo regaló el cirujano por chuparle la pinga?

Pero aún no me pagan mi quincena en la universidad, dijo el viejecillo, que respondía al nombre de Sergio Castro.

Bueno, cuando te paguen, regresas, pues. Tú ya sabes que siempre paro acá. No te me hagas el cojudito.

Está bien, dijo el catedrático, como un niño al que acaban de reprender severamente.

Bueno, me disculpas, pero tengo que hacer, dijo Estela y caminó hacia Groover, que ya le había hecho su clásica seña con aquella levantadita particular de ceja.

Sergio Castro, viendo alejarse a Estela, su obsesión, recordó los tiempos del segundo gobierno de García en los cuales recibía puntualmente su pago y un bono adicional por el solo hecho de pertenecer al Partido del Pueblo. Ahora, dichas épocas eran solo un nostálgico recuerdo. Ojalá volvamos pronto al gobierno. Quiero cachar como antes.

¿Sale un polvito, mi amor?, le dijo Groover a Estela ni bien ella metió su rostro por la ventana del auto.

A Groover le fascinaban las transexuales, en especial Estela. Él solía decir para sus adentros: Si Tito Livio dijo de Julio César que era el hombre de sus mujeres y la mujer de sus hombres, yo, Groover, soy el hombre de mis mujeres y la mujer de mis cabros de Zepita que me meten el dedo y la lengua hasta el fooondo.   

Ya, pero primero págame los dos polvos de la semana pasada. No te hagas el cojudito, replicó ella.

Putamare, ¿tú también?, se encabritó Groover.

¿Como que yo también?

Claro, pues, primero mi mujer jodiéndome con que le dé plata y ahora tú. Carajo, todo el mundo me pide plata, dijo Groover propinándole un palmazo al timón de su auto.

Ay, que conchudo que eres. Todo el mundo te pide SU plata, papito. Si dejaras de picarle plata a la gente, créeme que no te estarían pidiendo lo que les pertenece, dijo Estela, desafiante. Y a mí no me confundas con tu mujer, le aclaró. Recuerda que lo nuestro es ochenta por ciento comercial y veinte por ciento una cierta amistad para quedarme escuchando tus huevadas políticas luego de haberte empujado la lengua por el culo. Si quieres un polvito hoy, ve aflojando el billete, papito, puntualizó Estela.

Si Estela hubiese sido mujer, hace rato le habría partido el hocico. Puedo sacarle la mierda a una mujer, pero a un hombre ni cagando, solía decir Groover. Ni que fuera huevón. Yo solo soy machito con las mujeres. Tras contener sus ímpetus bélicos, a su cerebro se le ocurrió una idea, una mentira. A las mentiras, en las juventudes apristas a las que pertenecía, les llamaban ideas. Así, había zaherido a varios de sus antagonistas.  

Mira, cachamos rapidito y me das cinco minutos para apretar a un puntero. Lo ajusto y te pago el polvito de hoy más lo que te debo de la semana pasada. ¿Qué te parece? Groover enunciaba sus mentiras como si fuesen verdades absolutas. Hasta él mismo llegaba a creérselas.

¿Ah, sí?, dijo Estela, siguiéndole la corriente. ¿Y dónde está ese huevón al que vas a ajustar en tan solo cinco minutos?

La arrechura consumía a Groover. Las tetas de Estela, que también asomaban por la ventana, le elevaban la libido. Groover necesitaba que le metieran la lengüita al culo. Por eso, en esos momentos, no se hallaba con el humor y la disposición adecuados para formular un cuento mucho más convincente, como el que le había chantado a su mujer.

Oye, reconchatumadre, ¿vamos a cachar o no? Tampoco te voy a estar rogando, ah. Ahorita me hago cinco carreras al hilo y salgo barbón, ah. Y no te quiero ver suplicando para que te cache y te baje un sencillo y te convide de mi grifa, amenazó Groover.

El gesto de Estela fue de genuina sorpresa: Oye, tú estás bien huevón, ¿no, papito? ¿Tú me dejas un sencillo a mí? Oye, mi tarifa es plana: cien soles el cache. Yo no acepto “sencillos”. Y debería cobrarte más porque oírte hablar de tus delirios políticos es insufrible. Además de que me aburres, encima me mientes. Siempre me dices que Henry Kissinger esto, que Henry Kissinger lo otro. Que te cache Kissinger, entonces. Ya me tienes harta. Y encima me metes al jardín. Dices que Kissinger fue un genio diplomático que fortaleció la posición de los Estados Unidos en el mundo, cuando la verdad es -¿o creíste que no iba a averiguar ni pincho?- que muchas de sus decisiones debilitaron la imagen de ese país. Por ejemplo, su apoyo a Pakistán durante el genocidio en Bangladesh en 1971 llevó a la India a acercarse la Unión Soviética, y su política en Oriente Medio endureció las tensiones que persisten hasta hoy.

La boca de Groover se deformó en una mueca que expresaba un grato desconcierto. No se esperó tamaña clase de realpolitik de la boca de una puta transexual. Se sintió orgulloso. Estas son mis semillas, pensó.

Soltó una carcajada. Voy a regresar por ti, conchatumadre, y arrancó el auto.

***

Dos horas después, Estela se sumió en un doloroso horror cuando su amiga Paquita le contó que a quien había acabado de atender era al escurridizo Sin Jebe, el Cachero de la Muerte, gran desparramador del VIH en el mundo del comercio sexual.

¿Pero te protegiste no cojuda?, le dijo Paquita.

Es que me pagó trescientos soles por hacerlo a pelo, dijo entre lágrimas Estela. En ese momento, hubiera deseado haberle aceptado la propuesta al cachetón de Groover, apodado en los círculos de las malogradas juventudes apristas como Lechón. No se habría cruzado con Sin Jebe si hubiera atendido a Groover. 

***

Bafi, desde Australia, le envió ciento cincuenta soles al Ciego para que le colaborase a Eva con seis polladas. Eva se había apoyado en Groover para organizar una pollada que le redituase el dinero que necesitaba para trabajar en un crucero. A pesar de que Bafi odiaba a Groover, puso al margen su encono, y decidió ayudar a su amiga Eva, a quien consideraba una mujer un tanto alocada y desorientada. Dios la ayude y perdone, solía decir.

El Ciego, que desde hacía unos meses vivía de la caridad de los que seguían las emisiones de su canal Quiero Vistas, se había malacostumbrado a comer sin pagar un centavo. Había empezado a frecuentar lugares que hacía unos meses le estaban económica y socialmente vedados: Burger King, KFC, McDonald’s, la Rosa Náutica, entre otros.

Los seguidores de Quiero Vistas donaban veinte, treinta soles, para que el Ciego comiese en esos lugares. Les fascinaba verlo deglutir ya que el invidente prendía la cámara de su celular. Cuando engullía una papa frita, hacía chuic, chuic, chuic, como un desaforado y grasoso capibara. Los seguidores de Quiero Vistas se cagaban de la risa al verle los granos de la cara, los dientes amarillos, la baba chorreándosele por las comisuras. 

El Ciego recibió los dineros de Bafi y los empleó para regalarse a sí mismo una cena pantagruélica en el Friday’s de uno de los distritos más acaudalados de la ciudad. Bafi nunca se va a enterar de que usé su plata para darles de comer a los gusanos que viven en mi panza, pensó el Ciego mientras mascaba, como roedor, los clásicos y muy americanos choclitos amarillos del Friday’s. Y pensar que hacía unos meses solo comía corontas, recordó el Ciego con felicidad.

Para tranquilizar aún más a su conciencia, se dijo a sí mismo: Si Bafi me pregunta si le compré las seis polladas a la Eva, le diré que sí, nomás. Total, no tiene cómo enterarse. Era cierto, Bafi no tendría cómo darse cuenta de la estafa. Los seguidores del Ciego, los cieguistas, ya le habían asegurado diez polladas. Bafi va a creer que esas polladas son las que compré con su plata, jijiji, rio maléficamente.

***

Oye, cojuda de mierda, hija de mil putas, ¿ya tienes todo listo para la pollada?, demandó Groover.  

Eva, aún llorando, le respondió: No me joda, tío. Ya no soporto tanta presión. Usted me ataca y yo no sé por qué. ¿Acaso está usted en drogas? ¿Está drogado? ¿Qué cosas ha consumido?

Oye, reconchatumadre, ¿no sabes por qué te odio? Te odio porque eres bruta como una pared. Me recuerdas a mi exmujer o a la cojuda de Estela que no me quiso cachar por misio. Escúchame: he recibido información de que va a ir el Ciego a la pollada. Voy a mandar a unos matones que conocí cuando vivía en Lima para que le metan bala si lo ven.

Eva quiso quejarse. ¿Por qué Groover le amputaba la libertad a su pollada? ¿No se suponía que, a más pedidos, más plata? Y yo lo que necesito es plata para poder trabajar en un crucero de azafata y ganar en dólares.

Como si le hubiera leído la mente, Groover siguió hablando y tocó ese punto: Yo he organizado esa pollada y no voy a permitir que el Ciego bien campante vaya y grabe para su programa Quiero Vistas y para el Habla Montes. Ya he dado las instrucciones. Si ven al Ciego, ¡pum!, ¡pum!, dos balazos en la cabeza y listo. Así que, cojuda, apenas escuches los balazos te lanzas al suelo, porque no quiero ser responsable de tu muerte, que por otro lado me encantaría, porque no sabes que te odio con todo mi ser. Es cuanto.

Terminada la transmisión, Eva, aún llorosa, llamó al Ciego.

Cuidate. Groover le ha puesto precio a tu cabeza. Yo sí te doy permiso para que grabes, pero, por favor, Ciego, ven acompañado. No quiero que mi evento se contamine con tu sangre.

El bastón del Ciego, al otro lado del teléfono, empezó a temblar.


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