¡Plag! La cabeza del pollo saltó varios centímetros. Del
cuello chorreó algo de sangre. De los ojos de Eva, por el contrario, manaron
gruesos lagrimones de impotencia. La tenían cogida de los ovarios. Si hacía
sentir su opinión, Groover le quitaría todo el apoyo (léase el dinero) para que
se llevase a cabo su pollada.
Delante de
todos los espectadores de Cuchillos Largos, la llamó puta de mierda, zorra,
hija de perra. Entre esos espectadores, se hallaban su novio, sus padres,
amigos y amigas, atentos seguidores todos de las incursiones de Eva en el
programa de Groover.
Nunca antes
había sufrido tamaña vejación, ¡y en público!
***
Mírame
cuando te hablo. Mírame a los ojos, dijo Groover con una inmensa rabia, apretando la
muñeca de su mujer. ¿Quieres que te repita por enésima vez todo lo que te he
dicho o ya entendiste, estúpida? Le soltó el brazo con fuerza y cruzó de
ida y vuelta, como un poseso, el pequeño espacio de la sala del departamentito que
alquilaban en un viejo edificio del jirón Camaná, en el Centro de Lima.
No sabes cómo
te odio, miserable. No sabes cómo me arrepiento del día en que acepté tus súplicas, dijo la
mujer, tomándose la muñeca, procurándose algún alivio.
¿Y tú
crees, cojuda, que yo estoy feliz de que me canses la paciencia todos los días?
No puedes entender algo tan simple como que, si me salen dos carreras, te voy a
completar pasado mañana lo de la semana. ¿Eres bruta para las matemáticas o qué?
Él mismo no
había sido bueno para las matemáticas. Pero eso no se lo hubiera dicho a su
mujer. Sergio Castro, inmisericorde catedrático de la Federico Villarreal, lo
había jalado tres veces en Matemáticas Básicas A, materia dedicada al estudio
de las derivadas y los cálculos infinitesimales. La trica en Mate fue la
sentencia de muerte universitaria de Groover.
Mejor
lárgate de una vez. No te quiero ver, dijo la mujer. Eres un misógino, remató,
antes de encerrarse en la pequeña habitación que ambos compartían.
Tras tomar
una gruesa bocanada de paciencia, Groover pensó en Estela. Estela era
diferente. Ella sí lo entendía. No lo jodía tanto. ¿En qué mal momento me
casé? Lo que Groover no toleraba era la gente bruta o la que él consideraba
bruta, porque, si el mundo se hubiese visto a través de las retinas del
catedrático Sergio Castro, Groover habría sido uno de los hombres más brutos
del Perú.
Salió del
departamento y caminó hacia el estacionamiento privado donde, por una varias
veces regateada suma, parqueaba el carrito que usaba para hacer taxi.
Mientras
conducía por las calles de Lima, recordó una de las lecciones que Alan García
ofreció en la Casa del Pueblo, lección a la que él asistió en primera fila. Quizá
Haya demostró una especie de misoginia al no tolerar que aquellos discípulos
que se perfilaban como futuros grandes gonfalones del Partido se casaran o se
enredaran con mujeres. Sí, creo, que algo de misoginia había ahí por parte del
Viejo, dijo un recién llegado Alan García, alto, de varios kilos menos. Entonces,
soy un digno discípulo de Haya, pensó Groover. Es más, yo he superado al
maestro; yo soy un misógino de la conchasumadre, caviló jubiloso, luego de
pisar el acelerador en la avenida Uruguay.
Condujo
hacia donde, estaba seguro, ubicaría a Estela. Efectivamente, ahí estaba ella.
Era una mujer llenita, y algo más alta que él. Con los tacones puestos, le
sacaba una intimidante cabeza de ventaja. Su altura disimulaba su incipiente
gordura, aunque esto era lo que le atraía más a Groover, amén de su descomunal
trasero y turgentes tetas. Además, solía decir: las gordas son cacheras, son
mañosas por naturaleza.
Se fijó en
la hora antes de abordar a Estela. Todavía tenía tiempo para estar con ella,
descargar su frustración y, luego, ya más relajado, acudir a donde su tío, el
dueño del Ollón del Lechón, para pedirle plata, la plata por la que la estúpida
de su mujer había estado jodiendo todos estos días.
Estela
conversaba con un viejito cuando se percató del auto de Groover.
Ochenta
soles, papito, le dijo Estela, cortante, al anciano, que vestía un
saquito raído. No puedo rebajarte más. ¿Crees que todo este cuerpo me lo
regaló el cirujano por chuparle la pinga?
Pero aún no
me pagan mi quincena en la universidad, dijo el viejecillo, que respondía al nombre de
Sergio Castro.
Bueno,
cuando te paguen, regresas, pues. Tú ya sabes que siempre paro acá. No te me hagas
el cojudito.
Está bien, dijo el catedrático,
como un niño al que acaban de reprender severamente.
Bueno, me disculpas,
pero tengo que hacer, dijo Estela y caminó hacia Groover, que ya le había
hecho su clásica seña con aquella levantadita particular de ceja.
Sergio
Castro, viendo alejarse a Estela, su obsesión, recordó los tiempos del segundo
gobierno de García en los cuales recibía puntualmente su pago y un bono
adicional por el solo hecho de pertenecer al Partido del Pueblo. Ahora, dichas
épocas eran solo un nostálgico recuerdo. Ojalá volvamos pronto al gobierno.
Quiero cachar como antes.
¿Sale un
polvito, mi amor?, le dijo Groover a Estela ni bien ella metió su
rostro por la ventana del auto.
A Groover
le fascinaban las transexuales, en especial Estela. Él solía decir para sus
adentros: Si Tito Livio dijo de Julio César que era el hombre de sus mujeres
y la mujer de sus hombres, yo, Groover, soy el hombre de mis mujeres y la mujer
de mis cabros de Zepita que me meten el dedo y la lengua hasta el fooondo.
Ya, pero
primero págame los dos polvos de la semana pasada. No te hagas el cojudito, replicó
ella.
Putamare, ¿tú
también?, se encabritó Groover.
¿Como que
yo también?
Claro,
pues, primero mi mujer jodiéndome con que le dé plata y ahora tú. Carajo, todo
el mundo me pide plata, dijo Groover propinándole un palmazo al timón de su
auto.
Ay, que
conchudo que eres. Todo el mundo te pide SU plata, papito. Si dejaras de
picarle plata a la gente, créeme que no te estarían pidiendo lo que les
pertenece, dijo Estela, desafiante. Y a mí no me confundas
con tu mujer, le aclaró. Recuerda que lo nuestro es ochenta por ciento
comercial y veinte por ciento una cierta amistad para quedarme escuchando tus
huevadas políticas luego de haberte empujado la lengua por el culo. Si quieres
un polvito hoy, ve aflojando el billete, papito, puntualizó Estela.
Si Estela
hubiese sido mujer, hace rato le habría partido el hocico. Puedo sacarle la
mierda a una mujer, pero a un hombre ni cagando, solía decir Groover. Ni
que fuera huevón. Yo solo soy machito con las mujeres. Tras contener sus
ímpetus bélicos, a su cerebro se le ocurrió una idea, una mentira. A las
mentiras, en las juventudes apristas a las que pertenecía, les llamaban ideas.
Así, había zaherido a varios de sus antagonistas.
Mira,
cachamos rapidito y me das cinco minutos para apretar a un puntero. Lo ajusto y
te pago el polvito de hoy más lo que te debo de la semana pasada. ¿Qué te
parece? Groover enunciaba sus mentiras como si fuesen verdades absolutas. Hasta
él mismo llegaba a creérselas.
¿Ah, sí?, dijo
Estela, siguiéndole la corriente. ¿Y dónde está ese huevón al que vas a
ajustar en tan solo cinco minutos?
La
arrechura consumía a Groover. Las tetas de Estela, que también asomaban por la
ventana, le elevaban la libido. Groover necesitaba que le metieran la lengüita
al culo. Por eso, en esos momentos, no se hallaba con el humor y la disposición
adecuados para formular un cuento mucho más convincente, como el que le había
chantado a su mujer.
Oye,
reconchatumadre, ¿vamos a cachar o no? Tampoco te voy a estar rogando, ah.
Ahorita me hago cinco carreras al hilo y salgo barbón, ah. Y no te quiero ver
suplicando para que te cache y te baje un sencillo y te convide de mi grifa, amenazó
Groover.
El gesto de
Estela fue de genuina sorpresa: Oye, tú estás bien huevón, ¿no, papito? ¿Tú
me dejas un sencillo a mí? Oye, mi tarifa es plana: cien soles el cache. Yo no
acepto “sencillos”. Y debería cobrarte más porque oírte hablar de tus delirios
políticos es insufrible. Además de que me aburres, encima me mientes. Siempre
me dices que Henry Kissinger esto, que Henry Kissinger lo otro. Que te cache
Kissinger, entonces. Ya me tienes harta. Y encima me metes al jardín. Dices que
Kissinger fue un genio diplomático que fortaleció la posición de los Estados
Unidos en el mundo, cuando la verdad es -¿o creíste que no iba a averiguar ni
pincho?- que muchas de sus decisiones debilitaron la imagen de ese país. Por
ejemplo, su apoyo a Pakistán durante el genocidio en Bangladesh en 1971 llevó a
la India a acercarse la Unión Soviética, y su política en Oriente Medio endureció
las tensiones que persisten hasta hoy.
La boca de Groover
se deformó en una mueca que expresaba un grato desconcierto. No se esperó tamaña
clase de realpolitik de la boca de una puta transexual. Se sintió orgulloso. Estas
son mis semillas, pensó.
Soltó una
carcajada. Voy a regresar por ti, conchatumadre, y arrancó el auto.
***
Dos horas
después, Estela se sumió en un doloroso horror cuando su amiga Paquita le contó
que a quien había acabado de atender era al escurridizo Sin Jebe, el Cachero de
la Muerte, gran desparramador del VIH en el mundo del comercio sexual.
¿Pero te
protegiste no cojuda?, le dijo Paquita.
Es que me pagó
trescientos soles por hacerlo a pelo, dijo entre lágrimas Estela. En ese momento, hubiera
deseado haberle aceptado la propuesta al cachetón de Groover, apodado en los
círculos de las malogradas juventudes apristas como Lechón. No se habría
cruzado con Sin Jebe si hubiera atendido a Groover.
***
Bafi, desde
Australia, le envió ciento cincuenta soles al Ciego para que le colaborase a
Eva con seis polladas. Eva se había apoyado en Groover para organizar una
pollada que le redituase el dinero que necesitaba para trabajar en un crucero. A
pesar de que Bafi odiaba a Groover, puso al margen su encono, y decidió ayudar
a su amiga Eva, a quien consideraba una mujer un tanto alocada y desorientada. Dios
la ayude y perdone, solía decir.
El Ciego,
que desde hacía unos meses vivía de la caridad de los que seguían las emisiones
de su canal Quiero Vistas, se había malacostumbrado a comer sin pagar un
centavo. Había empezado a frecuentar lugares que hacía unos meses le estaban económica
y socialmente vedados: Burger King, KFC, McDonald’s, la Rosa Náutica, entre
otros.
Los
seguidores de Quiero Vistas donaban veinte, treinta soles, para que el Ciego
comiese en esos lugares. Les fascinaba verlo deglutir ya que el invidente
prendía la cámara de su celular. Cuando engullía una papa frita, hacía chuic,
chuic, chuic, como un desaforado y grasoso capibara. Los seguidores de
Quiero Vistas se cagaban de la risa al verle los granos de la cara, los dientes
amarillos, la baba chorreándosele por las comisuras.
El Ciego
recibió los dineros de Bafi y los empleó para regalarse a sí mismo una cena
pantagruélica en el Friday’s de uno de los distritos más acaudalados de la
ciudad. Bafi nunca se va a enterar de que usé su plata para darles de comer
a los gusanos que viven en mi panza, pensó el Ciego mientras mascaba, como
roedor, los clásicos y muy americanos choclitos amarillos del Friday’s. Y
pensar que hacía unos meses solo comía corontas, recordó el Ciego con
felicidad.
Para tranquilizar
aún más a su conciencia, se dijo a sí mismo: Si Bafi me pregunta si le compré
las seis polladas a la Eva, le diré que sí, nomás. Total, no tiene cómo
enterarse. Era cierto, Bafi no tendría cómo darse cuenta de la estafa. Los
seguidores del Ciego, los cieguistas, ya le habían asegurado diez polladas. Bafi
va a creer que esas polladas son las que compré con su plata, jijiji, rio
maléficamente.
***
Oye, cojuda
de mierda, hija de mil putas, ¿ya tienes todo listo para la pollada?, demandó
Groover.
Eva, aún
llorando, le respondió: No me joda, tío. Ya no soporto tanta presión. Usted
me ataca y yo no sé por qué. ¿Acaso está usted en drogas? ¿Está drogado? ¿Qué
cosas ha consumido?
Oye,
reconchatumadre, ¿no sabes por qué te odio? Te odio porque eres bruta como una
pared. Me recuerdas a mi exmujer o a la cojuda de Estela que no me quiso cachar
por misio. Escúchame: he recibido información de que va a ir el Ciego a la
pollada. Voy a mandar a unos matones que conocí cuando vivía en Lima para que
le metan bala si lo ven.
Eva quiso
quejarse. ¿Por qué Groover le amputaba la libertad a su pollada? ¿No se
suponía que, a más pedidos, más plata? Y yo lo que necesito es plata para poder
trabajar en un crucero de azafata y ganar en dólares.
Como si le
hubiera leído la mente, Groover siguió hablando y tocó ese punto: Yo he
organizado esa pollada y no voy a permitir que el Ciego bien campante vaya y
grabe para su programa Quiero Vistas y para el Habla Montes. Ya he dado las instrucciones.
Si ven al Ciego, ¡pum!, ¡pum!, dos balazos en la cabeza y listo. Así que,
cojuda, apenas escuches los balazos te lanzas al suelo, porque no quiero ser
responsable de tu muerte, que por otro lado me encantaría, porque no sabes que
te odio con todo mi ser. Es cuanto.
Terminada
la transmisión, Eva, aún llorosa, llamó al Ciego.
Cuidate.
Groover le ha puesto precio a tu cabeza. Yo sí te doy permiso para que
grabes, pero, por favor, Ciego, ven acompañado. No quiero que mi evento se
contamine con tu sangre.
El bastón
del Ciego, al otro lado del teléfono, empezó a temblar.
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