Estoy a 4,200 m.s.n.m. Es sábado. Aunque aquí un miércoles puede ser exactamente igual a un viernes o a un sábado.
Mañana será domingo.
Los domingos son días tranquilos. Los domingos, aquí, no se parecen a ningún otro día. Los domingos carecen del frenesí y agitación que experimentas dentro del hueco. Los domingos son los únicos días en los que no te expones a recibir un planchón (roca de grandes y pesadas dimensiones) en la cabeza, a no ser arrollado por una locomotora apresurada, a no caer en la cuneta (canal construido a un lado del túnel que transporta las aguas de la mina) de 2 metros de profundidad, a no resbalar por una de las cientos de escaleras de madera que unen niveles de 50 o 60 metros.
Los domingos son tranquilos.
Mañana es domingo y no tengo nada para leer.
Hace una semana traje conmigo dos libros: Un cuentario de Guy de Maupassant y una biografía del presidente José Balta. Terminé el cuentario durante el segundo día de mi estadía aquí; la biografía, hace cuarenta y ocho horas.
Los cuentos de de Maupassant son simplemente deliciosos. Se nota claramente el parecido entre sus cuentos y los de su discípulo peruano Ribeyro. De todas maneras, tengo que tatuarme al cabrón de de Maupassant; magnífico escritor.
La biografía estuvo interesante: la vida de José Balta coincidió con aquella etapa de nuestra vida republicana en la que cualquier militar podía convertirse en dueño del Palacio de Gobierno con un simple y matonesco golpe, soportado por una corte de ayayeros y convenidos.
Me pareció sumamente curioso encontrar, el día que recogí mis EPP1, en el almacén de esta mina, una serie de libros elegantes y antiguos reposando sobre un estante de metal: Las Tradiciones Peruanas, Crimen y castigo, Cuentos completos de Gogol, los tomos de la Historia del Perú de Basadre.
Me acuerdo de esos libros y bajo hacia el almacén.
Pongo mi cara en la ventanilla de atención. Al fondo, sentado frente a una laptop, está el almacenero. Lleva un casco verde sobre la cabeza. Se acomoda los lentes al verme.
-Señor, disculpe. Quiero hacerle una consulta breve-le digo. Le hago una seña con la mano derecha para enfatizar que mi interrogante será escueta.
El tipo se para y se acerca a la ventanilla.
-Señor, me he dado cuenta de que tiene usted unos libros sobre ese estante…-le digo cuando lo tengo enfrente, mas no me deja concluir.
-Ah, caramba-se sorprende y cambia su gesto adusto-. A ver, pase.
-Gracias, señor-le digo.
Me abre la puerta, al lado de la ventanilla.
Ingreso y voy hacia los libros. El señor me sigue.
Mi cara de asombro y veneración por esos librazos no pasa desapercibida para el tío.
-¿Puedo llevarme éste?-le pregunto mientras atenazo con evidente delectación el segundo tomo de las Tradiciones Peruanas.
-Claro, claro-me dice. El asombro no se le borra del rostro. Al parecer, nadie en la puta vida de esa mina, había siquiera echado de menos esos tesoros. Sí habían echado de menos, y con creces, los tesoros metálicos escondidos en las entrañas de las montañas aledañas. -Maestro, ¿le tengo que firmar un recibo o algo? -No se preocupe, joven-me dice. Ahora su rostro está resplandeciente-. Lléveselo, nomás. Lo trae cuando pueda.
Salgo del almacén leyendo la primera tradición del libro: Cháchara.
Estoy satisfecho con mi gestión libresca.
1EPP: Según los legisladores idiotas en minería, Equipo de Protección Personal. Consta de: casco, mameluco, botas de jebe, guantes de cuero y de jebe, respirador, correa, etc.
Hace
poco leí un artículo de Vargas Llosa en La República. La pieza se titula Nostalgia de París. En ella, Vargas
Llosa rememora el París de su juventud, el París que él vivió por siete años,
entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta.
No
solo da cuenta de los lugares que frecuentaba y disfrutaba –primordialmente la
librería La Joie de Lire- sino de los principales escritores que él conoció a
hurtadillas: Camus, Sartre, Adamov, Breton, Simone de Beauvoir.
Además,
nos cuenta sobre los inteligentes y agudos debates que sostenían los políticos
–sí, los políticos- de la época, quienes hacían gala de una elocuencia y
persuasión admirables.
El
artículo lo leí hace unos pocos días, cuando terminaba El coronel de Luis Alberto Sánchez.
Los
mismos sentimientos que Vargas Llosa experimenta por ese París del siglo XX,
por el París que conoció, son los que siento yo por la Lima de finales del XIX
y principios del XX, una Lima que no conocí, pero cuyos vestigios abundan en el
Centro de esa ciudad.
Desde
aquellas primeras ocasiones en que mi mamá me llevaba al Centro para comprar
libros o visitar museos, allá por los comienzos de los noventa, sentí la enorme
atracción que ese lugar de edificios de fachadas amarillentas ejercía sobre mí.
Años
después, en los comienzos de los 2000, volvería al Centro, pero esta vez
acompañado de Toño y el Wasón, dos amigos del barrio que me enseñaron otras
facetas de la ciudad.
A
partir del 2011, visito el Centro de día y de noche, cuando me viene en gana. Y
a pesar de ello, nunca deja de maravillarme ese lugar.
Las
novelas “esperpento” (género creado por el español Ramón del Valle-Inclán) de
Sánchez no hacen otra cosa que aumentar mi amor por esta ciudad. En El coronel, este prolífico escritor
recrea el periodo político peruano comprendido entre 1914 y 1930. Uno se entera
deliciosamente de los entretelones de la ascensión de Óscar Benavides a la
presidencia del Perú tras el golpe que un grupo de coroneles le dio al mandato
de Billinghurst; es testigo de los dimes y diretes en aquel grupo de coroneles
y comandantes; presencia cómo los limeños de entonces, civiles y militares,
sintieron o vivieron la Primera Guerra Mundial.
No
solo se nos retrata la vida pública de Lima; también su vida íntima, a través
de una de la vida de una de las familias de estirpe y abolengo de la ciudad, la
vida de la familia Vergara, compuesta por el coronel Mariano José Vergara y Rey
y sus tres hijas, una de ellas, Lola, la más soñadora, adicta a las novelas y
poemarios franceses.
Las
conversaciones de esos viejos limeños ornadas con los jergas, muletillas y usos
de la época son simplemente exquisitas.
También,
fue un deleite recorrer con los personajes de la novela lugares extintos como
el Teatro Excelsior, el Hotel Maury o la famosa Confitería Broggi –y leer unas
líneas del dueño, el suizo Pietro Broggi-.
Como
no podía ser de otra manera, leí algunas partes de la novela recorriendo el
Centro de Lima, tratando de asociar los pasajes escritos con los pasajes o
calles reales: en esta casona vivía tal personaje, en esta calle conversaron
estos otros dos, y así.
Hacia
el final del libro, al librepensador coronel Julio César Chaves, el gobierno de
Leguía, a través de uno de sus ministros, le trata de ofrecer una curul en el
congreso. El siguiente extracto nos muestra cómo se elegían a los
representantes del país en la cámara de diputados. A mí me llamó la atención el
origen que se sugiere sobre la creación de Cajatambo, cuna de mi abuelo
materno.
Señor
coronel: hemos averiguado que usted tiene larga residencia en las provincias de
Chancay, Cajatambo, Huancavelica y Trujillo. Por consiguiente, usted podría ser
electo Diputado constituyente por cualquiera de ellas. Las elecciones deben
realizarse dentro de tres meses. Huarochirí está vedado pues allí saldrá electo
el sabio arqueólogo indígena, doctor Julio C. Tello; por Trujillo hay pleito de
candidatos: Larco, Ganoza, Alva, Pinillos, etcétera. Quedan Chancay y Cajatambo
y, claro, Lima. Le sugiero Cajatambo: habitantes analfabetos esparcidos por la
serranía. Cajatambo es un burgo de bolsillo, que se creó para un primo del ex
Presidente; era mi colega de la Universidad. ¿Qué le parece? No dudo que
acepte.
No
necesito ir a París para hacerme escritor, como necesitó hacerlo Vargas Llosa según
cuenta en su artículo o en la infinidad de sus publicaciones (El pez en el agua, por ejemplo); Lima es
mi ciudad, mi lugar.
Juan
Ramón Jiménez decía sobre Moguer, su pueblo natal: esa blanca maravilla, / un mundo
mágico. Casi lo mismo diría yo de mi Centro de Lima: gris maravilla, / un mundo
mágico.
Lo
más gratificante de haber regresado a casa es sentir la sonrisa de mi hija otra
vez. No sé cómo regresé; en qué momento, de pronto, nuevamente circulaba por
los cortos pasillos de esta casa.
Estaba
falto de fuerzas. Una especie de fiebre persistente se negaba a abandonar mi
cuerpo. No tenía ánimos para nada. Todo ese súbito malestar, que supongo
acaeció sobre mí gracias a mi excesivo consumo de bebidas heladas –alguna que
otra cerveza-, me doblegó. Así, en una de las visitas a esta casa, ya no conté
con el temple necesario para permanecer inmune ante los cariños desbordantes y
sinceros de mi hija. Sucumbí ante sus fuertes abrazos y sus papi, papi, papi.
Sabía
que regresando a casa, automáticamente terminaba mi relación con Dani. Como mi
reacción característica en estos casos es la huida, el no dar la cara, evité
responder sus llamadas, permanecer al margen, hasta que ella misma se diera
cuenta de que la Tierra me había tragado o hasta que intuyera la verdad.
Durante
estos días de fiebre latente, dolores de cabeza y tos de perro, leí El susurro de la mujer ballena, de
Alonso Cueto. Me parecía haberlo leído hacía algunos años; pero mientras lo
leía no recordaba nada de aquella primera lectura. Entonces, me figuré que pasaba
las páginas de ese libro por primera vez.
Buena
parte del texto la leí durante el examen médico de retiro que la consultora me
programó para el lunes 20. Entre pinchazos, electrocardiogramas, audiometrías y
triajes, comprobé una vez más que las ficciones de Alonso Cueto me caen mejor
cuando estoy convaleciente. Sus historias, de la índole que sean, siempre son
como las caricias que recibo de mi madre o de mi abuelita cuando estoy enfermo.
Me arrullan y me entretienen. Me despejan. No me demandan esfuerzo ni
concentración.
Rebeca
–o Revaca, como la llamaban burlonamente en la escuela- es una mujer gordísima,
una ballena. Heredó un millón de dólares de una tía, millón que, gracias a sus
excelentes movidas financieras, decuplicó. Entonces, el dinero no era, ni por
asomo, la principal preocupación de Rebeca. Sí lo era, y mucho, en cambio, los
tormentosos recuerdos de su época colegial, recuerdos amargos que la habían
perseguido toda su vida joven y adulta, así como la grasa que cubría y rellenaba
su cuerpo milímetro cuadrado por milímetro cuadrado.
Un
aluvión de malos ratos se le viene a la memoria cuando ve a Verónica, su única
amiga durante el colegio, en una entrevista televisiva. Verónica tiene una
deuda pendiente con Rebeca. Aquella lo había olvidado; pero Rebeca aparecería
en su vida, descompondría su perfecto universo, para descubrirle que ella no
era la única poseedora de una desconcertante fragilidad. Entonces, decide
arreglar un encuentro casual con Verónica en un avión. Así es como se inicia la
historia de estas dos mujeres, ex compañeras de colegio y ex amigas a escondidas;
historia cuyo violento desenlace nos recuerda que las heridas sufridas cuando niños
son quizá las más dolorosas e imborrables de todas.
Yo
no recuerdo haber sido maltratado de niño o haber recibido algún tipo de
vejamen mayúsculo. Puedo decir que viví una niñez tranquila. Entonces, leer la terrible
experiencia de la mujer ballena, de Rebeca, conocer su inestabilidad adulta
producto de las burlas y pullas que recibió por parte de sus compañeritos de
escuela, me resultaba bastante difícil de creer. Pero, vamos, tenemos que ser
capaces de ponernos a veces en los zapatos ajenos para evitar juzgar y acusar
alegremente. Eso nos enseña la literatura, si es que algo nos enseña: evitar
los juicios prematuros, comprender que no todos son como nosotros, que hay un
sinnúmero de realidades que no conocemos. Por eso, lo mínimo que se puede
esperar de nosotros es comprender y tolerar.
Estoy
en la casa de mi esposa. En mi ex casa. Conversamos. Ella se mantiene afligida,
si bien se muestra atenta y esperanzada cuando le relato los últimos cambios
que experimenta mi vida laboral.
Tras
una hora de plática, ella, Morgana y yo nos tiramos en la cama. Mi esposa parece
entender mi alejamiento, pero el velo de tristeza todavía le ensombrece el
rostro.
Morgana
juega conmigo. Se para sobre mi pecho y me lo pisotea mientras canta y
gesticula con las manos. De tanto en tanto, se saca un moquito de la nariz y
luego de decir aboquitaleche –que es
la palabra que suele emplear para que quien la oiga abra la boca- me introduce
su moquito con sus deditos. Yo, por supuesto, me como el moquito.
En
cierto momento de la conversación, mi esposa me pregunta si la amo. Sin darme
tiempo para responder, añade que ella todavía sí, y que si había obrado apresuradamente
de un modo u otro era principalmente por la rabia que la cegaba. Más calmada,
ahora quiere recuperar ese hogar de tres. Le contesto que la quiero, y mucho.
Le digo que no sé qué es el amor exactamente, que quizá es un verbo al que se
le ha sobrevalorado demasiado y que sirve únicamente para vender más chocolates
y corazones en San Valentín. Lo que yo siento por ella y mi hija va más allá de
cualquier cliché. Los sentimientos que ellas dos provocan en mí han sido -lo son y lo serán- capaces de transformar, para bien, muchos aspectos de mi personalidad. Ella no
queda satisfecha con mi vaga respuesta. Se siente desilusionada y llora un poco
más. Yo la abrazo. Le digo que ella y Morgana siempre estarán en mi corazón, que jamás las abandonaré económica ni moral ni físicamente.
En
fin, me alejo de la casa -mas no las abandono; ojo, eso que quede claro- para
convertirme en el escritor que quiero ser, para escribir desde la soledad,
aislado de la gente que quiero y que puede, final y atrozmente, verse herida y
despedazada por las cosas que pienso volcar en esa novela que aún pugna por
salir.
No
negaré –y esto me asusta, porque no quiero depender de nadie ni física ni
emocionalmente- que la compañía de Dani me resulta una ayuda poderosa en esta
dolorosa consecución de mi soledad. Su presencia aparece cuando menos lo
espero: Sentado en el sillón junto a la puerta, mi esposa y yo ya no tenemos más que decirnos, solo oímos la música del equipo que Morgana ha encendido
varias horas antes. Y suena esta canción que Dani ha venido tarareando durante
nuestros últimos encuentros: Sin saber. Yo sonrío, disimuladamente, por supuesto. No puede ser que la chata se me presente en los momentos menos propicios. Pero se aparece. Qué podemos hacer.
2
Voy
en el bus a casa de mamá. Acabo de estar en la casa de mi esposa. Me despidió
triste, pero sin el resentimiento y la rabia de días previos.
Pienso
en lo destructivo que puede ser sentir y vivir ese éxtasis del que hablaba
Bolaño, un estado de obnubilación que allana tu vida y la pone al servicio del
arte, de las palabras. El éxtasis de Baudelaire, de Rimbaud. El éxtasis mata.
En
esas estaba, cuando sube una mujer con un par de bolsas: una repleta de
turrones y otra de gomitas dulces. Es una señora de cuarenta y pico de años,
baja, de pelo ensortijado. Su actitud es positiva, valiente, a pesar de, o
justamente debido a, su dura y trajinada vida.
La
sola aparición de la mujer me remite a Dani: siempre que salgo con ella, nos
acosan los vendedores ambulantes: rosas, caramelos, tarjetas, de todo.
Pienso
no comprarle nada a la señora. No estoy de humor. Pero ella me sale con una
jugada que no veía venir. Nos demuestra esa actitud positiva y valiente que
mencioné a través de su canto. De una mochila, saca un pequeño parlante y lanza
la pista de una canción criolla. Yo vengo
del norte, dice la señora, así que
les ofreceré este valsecito que espero les agrade:Montado en mi burrito vengo del norte a la capital,…, también lo traigo
a mi cholo que si lo dejo me va a engañar,…
La
señora no escatima en gestos ni posturas para darle presencia a ese vals. Eso
me impresiona. A cuántos buses no habrá subido esa señora durante todo el día y,
no obstante ello, ha conservado la alegría y la soltura con que interpreta sus canciones.
Esos ejemplos siempre se agradecen, aquellos en los que al infortunio uno le
planta su mejor cara, aquellos en los que uno le dice a la tristeza ¿por qué no te vas a la mierda un ratito y
me dejas vivir bien mi vida?
Lo
del cholo que la va a engañar, me remite todavía más a Dani. Ella me llama mi cholo querido, primero porque yo
mismo me choleo –y con justa razón, sino vean mi cara, no más- y segundo porque
le permito a todo el mundo que me cholee. No tengo problemas al respecto.
Le
compro unas gomitas a la señora, sin dejar de asombrarme de la ubicuidad de la
chata Dani.
3
Mi
mamá me trae las ampollas que me recetaron en el Hospital de la Solidaridad,
lugar al que fui, por solicitud de Dani y acompañado por ella, para que me
inyectaran en las nalgas la pócima correcta que combata la fiebre, catarro y dolor
de garganta que me acosaban desde hacía un par de días.
En
el Hospital, una doctora guapa –me gustaron sus uñas rosadas y perfectamente
manicuradas- me prescribió tres inyecciones de ciertos medicamentos. Luego de
la consulta y de comprar las ampollas recetadas, me dirigí al Tópico para que
me hicieran el huequito respectivo en mi nalga derecha. La metida no dolió. Lo
que me dolió –hasta ahora- fue el envión del líquido contenido en la jeringa.
Hoy
me toca la segunda dosis. Mi mamá está haciendo las mezclas para obtener el
líquido final que terminará dentro de mi organismo. La veo y pienso que hoy
nadie me inyectará nada. Suficiente dolor tengo con el pinchazo de ayer.
Consulto mi celular para chequear la hora y veo que tengo un mensaje nuevo. Es
Dani. Dice: Daniii, tus inyecciones! No
seas un cholo irresponsable! Un besote!
Chata de eme, siempre estás
en todas, pienso. Mi
mamá me llama. Tiene lista la inyección. No hace falta que me insista, porque
luego de leer la cariñosa admonición de Dani me acerco a ella con el pantalón
en los tobillos y mostrando la parte de la nalga izquierda que me será horadada.
El
hincón no duele. La posterior inoculación del medicamento tampoco. Mami, ¿cómo hiciste? No me dolió para nada,
le digo. En cambio, la enfermera de
mierda me hizo ver a Judas calato cuando me metió la ampolla.
Mi
mami me dice: Es que seguro ella te
inoculó en la vena. Esas inyecciones se aplican en el músculo. Así no se siente
ningún dolor.
Es
verdad, no siento ninguna molestia en la nalga izquierda. En la otra, el
dolorcillo del pinchazo de la enfermera va desapareciendo, pero todavía está
ahí. Lo que no desaparece es la presencia constante de Dani; por el contrario,
se hace más fuerte y descontrolada.
Caminar
por La Punta, ese pueblito perdido en el tiempo, esa comarca que nos encapsuló
en su aura de tradición, respeto y quietud.
Reírnos
en el Malecón Pardo, sentados en el largo y ancho muro, dándole la espalda al
horizonte oscuro, oyendo el rumor de las aguas negras de ese mar que por
momentos se nos hacía grave y monstruoso.
Comer
en el Rincón de Juanita y cantar Inmortales, sin que nos importen las miradas sorprendidas
de los comensales.
Beber
chicha de jora porque el tío no podía vender chela: Hay ley seca, sobrino.
Contarte
las mil y un barrabasadas que he hecho en mis 31 años.
Acercarnos
a ese mar oscuro bajo la bóveda celestial tachonada de cero estrellas.
Hacer
equilibrio sobre los cantos rodados.
Reírte
de mí porque confundí que el rugido de una moto con la pedorreada del esforzado
y obeso pescador que jugaba a las cartas con sus compañeros de mar.
Leerte
algunas líneas de la Guía triste de París, un cigarrillo extinto colgado de mis
desangelados labios.
Ser
inmune al frío cuando te tengo a mi lado.
Tocar
el piano. Sentarnos en el banquito y verte ejecutar una pieza de Mozart.
Recitarme, cogiéndome de la mano, en medio de esas calles antiguas y y huérfana de asaltantes, ese poema de Moro que empieza con: Apareces, la vida es cierta.
Llegar
a ese lugar inesperado, regentado por un joven medio adormilado.
Tallar,
cincelar nuestros nombres en nuestros corazones.
Olvidarnos
que allá afuera, en el mundo, la gente seguía enfrascada en guerras,
nimiedades, pobreza, caos, todos aquellos elementos sin los cuales un escritor
no tendría razón de ser.
Entregarnos
a aquello que hacíamos por primera vez, dejando que las notas de Quédate nos acompañaran.
Acompañarte
a votar.
Desayunar
medio pollo a la brasa, un tamalazo chinchano que devoré impíamente, y beber a grandes
trancos los jugos de naranja que compraste a dos soles la botella.
Reírme
estruendosa y abiertamente por la carita de culpable que pusiste luego de
derramar el contenido de una de las botellas sobre el suelo de losetas de ese
supermercado.
Limpiarte,
avergonzado, las partículas de tamal que salpiqué en tu cabello enmarañado al
haber abierto mi bocaza para reírme como un huevonazo.
Decirte
que ese momento, por alguna misteriosa sinapsis en mi afiebrado cerebro, me
hacía recordar esta canción de Morrison.
Caminar,
satisfechos, los estómagos henchidos, hasta Varela.
Odiar
el sol de mierda de ese domingo electorero, ese sol que dañaba nuestro cutis,
tu cutis terso y diáfano, mi cutis de cholo atorrante.
Despedirnos.
Colocarme
los audífonos rojos y retirarme oyendo The anthem, esa canción que te conté
hablaba sobre ser en la vida aquello que te guste, que te nazca. Esa canción en
la que el cantante dice que la escuela le pareció una prisión, una
penitenciaria; que odiaba cuando sus padres le insistían en que asista a la
universidad, al college, mientras él replicaba: No quiero ser como tú (como
esta sociedad de mierda llena de autómatas).
Tomar
el bus hacia mi lugar de votación.
Sentirme
libre para hacer lo que quiera, como reza la canción de los Gallagher, y
dibujar una pichula gorda y grande –muy opuesta a la mía, por cierto- en una cédula
y, en la otra, escribir fuck it off –no me preguntes por qué-.
Dormir.
Despertar.
Recordar
que dejaste tu casaca en mi mochila.
Oler
tu casaca y recordar todo, todo lo que acabo de escribir y más, infinitamente
más.
Recordarte y recordar que en tan poco tiempo hemos hecho mucha obra, demasiada,
más de lo esperado, a diferencia de las autoridades de mierda que hacen poco
pero roban mucho.
Guardar
tu casaca y aguardar el día en que vuelva a verte.
Alice, Alice, pienso. Dónde chucha he escuchado ese nombre, continúo pensando. Claro, la premio Nobel del 2013.
No, no la he leído, le respondo, sincero, sin dármelas
de culto, porque la verdad es que no he leído nada de esa respetable señora.
Tuve, sí, las intenciones de leerla cuando se hizo famosa en esta parte del
globo a raíz del Nobel, pero, por A o B, no pude comprar un libro pirata
suyo.
Y
aquí estaba Suellen, enfrente de mí, con su carita ingenua, preguntándome a
quemarropa sobre Alice Munro.
Estoy leyendo este libro, me dice, y me muestra una copia
original de “Demasiada felicidad”.
Es un
libro muy triste, añade, y su carita se convierte en un símbolo de
adoración. Suellen es la única mujer de la oficina; aparte de Kendra, la
secretaria, mujer muy guapa, por cierto. Suellen tiene encandilado a más de un
trabajador del área, pero los pendejos no lo reconocen y se hacen los suecos -hablando de premios Nobel-.
Pucha, le digo. No he leído nada de ella, pero he oído que su fuerte es el cuento.
Sí, dice Suellen. Este libro es de cuentos. Pero sus cuentos son bien tristes. Sus
palabras van acompañadas de un mohín enternecedor. Suellen, no hagas eso. ¿No te das cuenta que me pones nervioso?,
pienso.
¿Ah, sí?, pregunto. Si pudiera leerlos, sería estupendo.
Toma. Léelo, me dice, y me ofrece el libro.
Le
agradezco el gesto y le prometo devolvérselo antes de una semana.
Leo
el libro. Algunas frases me recordaban a Dani, la chica que me tiene embobado
por estos días. Pero no detectaba la tristeza que había hallado Suellen. Hay,
sí, escenas fuertes; pero, vamos, no lo suficientemente fuertes como para
conmoverme. ¿Será que tengo el alma empedrada con adoquines del siglo XVII? En
todo caso, Dani, sin quererlo, se está encargando de erradicar esos pétreos bloques para dejar
al desnudo el alma raquítica y sensiblera de este adolescente atormentado.
Domingo.
Dos y media de la tarde. Llego a casa de mamá y caigo rendido.
Diez
y cuarenta de la noche. Despierto. Cojo el celular. Sé que ella me ha escrito.
Siempre me escribe. Me gustaría responderle los mensajes, pero no puedo:
siempre estoy misio y sin saldo. Mi intuición no falla. Me ha escrito. Leo el
mensaje: Yusepi de mi corazón, mi
wachiturro favorito, te llevaste mi casaca!
Mis
audífonos rojos, estridentes, grandotes; las zapatillas rojas, de lengua gruesa
y chillona; mi pantalón apretadito, ese que me parte el poto por la mitad; y mi
polito delgadito y ajustadito, que se
pega a la esfericidad de mi panza, enorme cementerio de pollos a la brasa; me
valieron el calificativo de wachiturro.
Puesto
que soy un wachiturro, te dejo esta cancioncita, Dani. Espero que te orines de
risa. Ojalá pronto te la baile en un privado; a ti, que dudas de mis movimientos
peristálticos on the dancefloor.