miércoles, 2 de septiembre de 2015

En el bus


El bus sale a las 4:38 am. Yo había llegado al paradero a las 4:30 am, bañado, en mangas de camisa. La temperatura del lugar apenas alcanzaba un grado centígrado. El resto de los viajantes estaba bien abrigado. Éramos cinco varones y dos mujeres. Una de ellas era ella.

Hacía dos días, ella, en un acto de inopinada confesión voluntaria, me había contado algunas cosas sobre la relación no formal que sostuvo con uno de mis buenos amigos de la mina. Este amigo jamás me había contado una sola palabra al respecto en las muchas veces que tomamos unas chelas en su cuarto del hotel de la mina.

Mientras ella me relataba cómo se inició el idilio, cómo llegaron a elaborar una química que, para cualquiera en la mina, pasaba inadvertida, mi alma se enturbiaba con algo que podía llamarse celos.

¿Por qué se enganchó con el feo de mi amigo? Yo sabía por qué. Ambos éramos o somos feos, pero el tipo tenía o tiene una personalidad y encanto innatos, demoledores. Yo, feo desde siempre, no tenía o no tengo personalidad y ni una pizca de carisma.

Puede ser feo y caminar como achorado, me decía ella, pero su personalidad lo hace guapísimo. Para mí, es un churro. Me derrito a su lado.

La escuché unos minutos más, hasta que el frío, que arreciaba, nos mandó a nuestras casas.

Hoy viajamos juntos. Nos sentamos en uno de los últimos asientos del bus. El resto de viajantes estaban desperdigados en los sitios de adelante. Escuchamos Papa Roach, Blind Melon, Bullet For My Valentine. Cantábamos algunos temas que nos eran conocidos. Juntaba mi cabeza a la de ella para poder escuchar las melodías que salían de mis audífonos que ella, arrebatándomelos, se había colocado. Entre canciones, hablamos de él, de mi amigo. En cierto momento, nos besamos. Nos besamos algunas veces más.

Acompáñame el viernes a un evento, me dijo. Le dije que ya, que normal.

Bajé en Metro de Alfonso Ugarte. Nos despedimos con otro beso, un beso, como los demás, furtivo. Nadie debía enterarse.   

Así es la mina, uno nunca sabe qué puede pasar.

Mientras escribo esto, bebo el Anís Najar, seco especial, etiqueta verde, que Alan llevó hace cuatro semanas y que ayer bebimos hasta dejarlo casi vacío. Dejamos un poquito, un poquito que ya estoy terminando. Debo estar lo suficientemente adormecido para tatuarme a Vargas Llosa. Sobrio no me tatúo ni cagando.

jueves, 30 de julio de 2015

Primer día de encierro

Primer día de trabajo. Primer día de encierro. En esta mina, teóricamente, trabajas catorce días y descansas siete. Pero, en la práctica, esos catorce días generalmente se convierten en veinte o veintitrés. Nunca depende de ti sino de fuerzas mucho más poderosas. Los días de descanso siempre son los mismos. A algunos, se los acortan. Les dicen que los necesitan urgentemente, que suban rápido, carajo. Hasta el momento, no me han acortado los días (felizmente). Será porque no me necesitan (felizmente).

El primer día llamo a mi esposa. Le digo que me cuente cosas de Morgana, nuestra hija: ¿qué está haciendo? ¿ya comió? Estamos dejando la casa de la calle López Albújar para mudarnos a una un poco más grande en la calle Ernest Malinowski. En realidad, mi esposa es quien se está encargando de transportar nuestros pocos pero muy pesados enseres al nuevo hogar.

Por el Whatsapp, le pido que me mande fotos de la bebe en la nueva casa. A sus tres añitos, por fin, este irresponsable padre le dará a su bebe un cuarto propio.

Así son los primeros días de trabajo en la mina, desesperado pidiéndole fotos de la bebe a mi esposa. La sonrisa de mi hija es mi cura. Sin sus fotos, me dejaría abrumar por la soledad y reciedumbre de este lugar.


Al menos, tienes trabajo, me dice mi esposa.   

lunes, 20 de julio de 2015

La Fanta

Tomamos una Fanta en mi cumpleaños.

Hubo alitas broster.

Hubo canchita.

Hubo una torta asquerosa (sin embargo, se agradece el gesto cuando se sabe que existe un contrato de por medio mediante el cual la misma proveedora ofrece la misma torta para todos los cumpleaños. Esto le sale muy a cuenta a la mina).

Sobró una Fanta.

Me la llevé a la oficina.

Llevo días mirando la Fanta.

No me provoca tomarla.

Los días se suceden, uno más jodido que el otro. Ya van diecisiete (se supone que solo serían catorce).

En la mina, nunca sabes qué podrá pasar al minuto siguiente: alguien irrumpe en el cuarto que llaman tu oficina y te dice algo que te desordena los esquemas.

Falta poco para volver a ver a mi hija.

¿Dos días son poco?

Miro la Fanta.

Tengo la garganta llena de flemas. Me los trago. Tienen buen sabor.

Hace dos días que no me baño porque el huevón encargado de los campamentos no halla la solución al problema del agua. El agua desaparece entre diez de la noche y seis de la mañana.

Cuando no me baño, me enfermo y el pelo se me pone tieso.

Miro la Fanta.

Me paro, camino hasta ella, la cargo (está en el piso), la destapo y vierto su contenido en este vaso de plástico.

La Fanta resbala por la garganta y endulza mis flemas.

Apenas llegue a Lima, me tatuo a Bolaño.

Apenas llegue a Lima, paseo con Morgana.


Así es la mina.

martes, 26 de mayo de 2015

El crimen de lord Arthur Savile - Oscar Wilde



“El crimen de lord Arthur Savile”, “El príncipe feliz” y “El amigo fiel” son tres de las deliciosas obras del gran Óscar Wilde que leí en un libro que compré en la librería del señor Luna, en Quilca. La primera historia muestra que la mente humana es fácilmente manipulable si esa mente es propensa a las supercherías y persuasiones; la segunda es un bello relato de la grandeza de los corazones nobles y la podredumbre e hipocresía de la humanidad. Wilde le restriega a la humanidad que hasta un gorrión y una estatua (un animal y un objeto inanimado) son capaces de alcanzar una grandeza moral que difícilmente ella podría. En “El amigo fiel” asistimos a la meridiana definición de la palabra amigo. Wilde, en esa historia, desenmascara al falso amigo, a aquel que abusa de la amistad para su propio beneficio.   

El entretejido inteligente y mordaz de cada historia así como la llanura de su prosa provocan la plena satisfacción del lector. Siempre he hallado remunerativa la narrativa de Wilde; en “El crimen de lord Arthur Savile”, por ejemplo, encontré las siguientes sutiles e ingeniosas sentencias:

-Lo que es interesante no es nunca correcto-dijo lady Windermere.
-Si una mujer no puede hacer deliciosos sus errores, es una criatura infeliz-le respondió.
El mundo es un escenario, pero tiene un reparto deplorable.


Luego de la lectura del libro, resuelvo una vez más los cubos de Rubik, mis nuevos vicios: el conocidísimo 3x3x3, el 5x5x5 y el aparentemente caótico axis.  


martes, 19 de mayo de 2015

El francotirador - Jaime Bayly

Cada una de las crónicas de este libro está escrita con demoledora e irónica sinceridad. La capacidad de Bayly para convertir cualquier evento cotidiano de la vida en un relato atrayente alcanza en El francotirador la cima. Porque en este libro no se da cuenta de cualquier hecho de la cotidianidad, no, en este volumen, Bayly narra el detrás de cámaras de la campaña electoral del 2001. La bestialidad y terquedad de Toledo para negarse a reconocer su innegable paternidad, los desmanes ególatras de Alan García, son algunas de las delicias de este libro, el cual, más que un volumen de crónicas, es la Historia misma perpetuada en letras de molde, historia con enjundia, con detalles, con más de una demostración de lo miserable y pendeja que puede ser la condición humana, sobre todo si ella se desarrolla en el ambiente político, ambiente cargado de insidias, rencores, puñales y dobles y hasta triples discursos.



Jaime Bayly tiene el don de fotografiar, como si hiciera zoom, cada pormenor de la naturaleza humana. Su personaje, que es él mismo, se defiende en ese medio pantanoso, blandiendo la única arma que maneja con destreza: una sinceridad y franqueza insólitas en una Lima en donde la hipocresía y la doble moral son los atuendos que todo ciudadano viste diariamente de pies a cabeza.

Sobre Bayly, ya había escrito Roberto Bolaño, uno de los más preclaros e innovadores narradores del siglo XXI:

Qué alivio leer a Bayly después de tantos personajes hieráticos o patéticos que confundían realismo con dogmatismo, información con proclama. Qué alivio la literatura de Bayly después de la cola interminable de machitos latinoamericanos sin nada de talento, de pitucos de prosa encorsetada, de tonantes héroes burocráticos del proletariado. Qué alivio leer a alguien que tiene la voluntad narrativa de no esquivar casi nada.

Cierro el libro, satisfecho por la noticiosa y placentera lectura. Le confieso a mi esposa mi inusitado antojo: tallarines a lo Alfredo. Es de noche y ella ve una telenovela turca, tan de moda en estos días.

¿Te acuerdas cuando vivíamos en San Martín y me preparabas casi todos los días esos tallarines?, evoco.

Claro, ¿quieres?, me sorprende.

Mientras ella se afana en la cocina, interrumpiendo, por mí, su telenovela, me doy cuenta de que mi esposa es más feliz no siendo o no sintiéndose ya mi esposa. Es más feliz dedicando su corazón a la persona que ama de verdad. Yo compruebo que nada es más peligroso en una relación que empezar esa relación y, aún peor, nimbarla con la papelería del matrimonio.

Minutos después, disfruto de unos tallarines a lo Alfredo extraordinarios. Un vaso helado de Coca Cola acompaña los bocados desmesurados que apuro, extasiado, gracias al incomparable sabor de la sazón de mi esposa.

sábado, 16 de mayo de 2015

La pasajera - Alonso Cueto

A mi esposa ya no le causan celos mis salidas. Podría decirse que ya no le importa el asunto.

Ella tenía clases en su instituto. Yo, en la sombra, urdía un encuentro con Kathy. A decir verdad, no tenía por qué guarecerme en las tinieblas, puesto que a mi esposa le importa un rábano lo que haga o dejé de hacer con mi pichula, pero uno no deja de guardar ciertos resquemores. Hay que conservar las formas, ¿no? La recogería en su instituto e iríamos al Chili’s de Plaza Norte a tomar unos tragos y conversar. Le adelanté, por supuesto, que no tenía plata. Ni un puto sol. No te preocupes; yo pago, me dijo cariñosamente.

Cierro la conversa. Le digo a mi esposa que voy a salir más tarde. No hay problema, me dice. Ahorita sirvo la comida: He hecho arrocito, puré de frejoles, con tu paltita y tu ensalada de lechuga. Te vas a comer hasta el plato.

Le agradecí y le di un beso en la mejilla. Me tiré sobre el sofá, como el gran vago que soy, y terminé de leer “La pasajera”. Me costaba terminar (o empezar) esta nueva novela de Cueto. El tema del terrorismo ya me tenía hinchado. Es decir, la forma en cómo se enfoca este tema en la literatura actual peruana me parece demasiado intelectual y bombardeado de lugares comunes. No sé. Como no me gusta dejar una lectura a medias, sobre todo si se trata de un libro de pocas hojas, continué. A ver, un ex militar, dedicado, luego de la guerra interna, al noble oficio del taxi, cierto día, tiene como pasajera a Delia, la mujer a quien un grupo de soldados, bajo el mando de este ex militar, quien a su vez seguía las órdenes de su inescrupuloso coronel, violó salvajemente. Este encuentro casual le despiertan a Arturo (nombre del ex militar) aquellos infaustos recuerdos que, al parecer, no tenía del todo olvidados. El contrito militar se propone hallar nuevamente a Delia para resarcir su error. El destino, el azar, la habían colocado en su camino luego de tantos años de calamidades espirituales y ahora se proponía él arrebatarle las riendas al destino para ajustar él mismo las deudas con su conciencia.



El desenlace de la novela me pareció poco real, fingido. Sentí que los personajes vivían atados, que seguían un libreto, el libreto que debe seguir todo personaje “afectado” por la guerra interna. Ni bien lees esas páginas, percibes que los personajes se mueven dentro de parámetros, que no hay espontaneidad.

Terminé la novela y almorcé como los dioses. Mi esposa tiene una estupenda sazón.

La salida con Kathy estuvo amena. Para no aburrirla, recurrí a mi vieja estrategia: entrevistarla. Una persona se siente a gusto cuando la dejas hablar de su vida, cuando le haces preguntas que azucen o espoleen sus lenguas. Los seres humanos somos unos animales sumamente egoístas. Unos lo reconocemos; otros no.

Luego del Chili’s, fuimos a su casa. El propósito era pasar la noche con ella resolviendo unos crucigramas. Sin embargo, el plan fracasó. Su papá todavía estaba despierto y merodeando por la sala de la casa. Una incursión hubiera sido bastante temeraria, creía yo. Me mojaba los pantalones, tal como lo hizo Ollanta Humala cuando se rehusó a recibir a Capriles en Lima para no enojar al todavía vivo Chávez, su mentor. Decidí retirarme y agradecerle los tragos y la conversación.

Hoy le escribo un mensaje: buenos días.

Hola, me responde, ayer hubiera sido bonito que te quedaras conmigo.

No hay problema, replico. Quizás fue mejor: seguro me quedaba dormido, acoto. Ella se ríe.



     

viernes, 15 de mayo de 2015

El loco de los balcones - Mario Vargas Llosa

Kathy me escribe; yo le escribo. Se lo cuento a Rosa. Se pone celosa. Me quiere solo para ella. Yo no puedo ya ser solo de una persona. No podría. Esas cosas terminaron para mí a los veintitantos años. Luego descubrí esto de escribir para destruirme.

Hace dos días me sentí vacío. Hacía tiempo que no me sentía de ese modo. Había pasado la noche con Rosa. Estuvimos hasta tarde bebiendo cervezas en un bar. Ella tenía que trabajar al día siguiente. Tuvo que faltar. Le dijo a su jefe que estaba enferma. Él compró el cuento. Yo estoy de vago. La huelga en la mina continúa. No tenía nada que perder. Terminamos en un bar de la Plaza San Martín. Había un borracho molesto. No paraba de joder a los pocos parroquianos que habían ido a parar allí para beber tranquilamente. Como había leído mucho Bukowski, me envalentoné y le lancé un derechazo cuando se acercó a nuestra mesa. El tipo cayó de espaldas sobre la mesa contigua. Sacaron al borracho. Rosa y yo bebimos algunas horas más.

De rato en rato pensaba: “¿Qué mierda hago aquí? Debería estar con mi hija, carajo. ¿Así aprovecho mis días libres? ¿Qué chucha hago bebiendo cerveza cuando mi niña me extraña en la casa?” Rosa había pagado todas las cervezas. No podía desairarla largándome así como así. Ella pidió un Machupicchu.

En los momentos en los que ella iba al baño, yo aprovechaba para terminar de leer “El loco de los balcones”. El profesor Brunelli es un idealista que ha empeñado su vida, y la de su hija, en rescatar los balcones coloniales y republicanos de Lima. Unas cuantas ancianas y algunos jóvenes entusiastas conforman su séquito de cruzados. Cada balcón que recupera va a parar al cementerio de los balcones, que no es más que el corralón, en La Victoria, que también es vivienda de Brunelli. Estamos en la Lima de los cincuenta del siglo pasado. Los sueños del profesor Aldo Brunelli, amante de los balcones, terminarán estrellándose contra el pragmatismo de sus conciudadanos.



Brunelli monologa y dice:

“Anticuada, pintoresca, multicolor, promiscua, excéntrica, miserable, suntuosa, pestilente. Así eres, putanilla. Mi mujer no podía entender que tú y yo fuéramos novios. Ileana tampoco, por lo visto. Pero a ti y a mí nos daba lo mismo que ellas no lo entendieran ¿cierto? Nos hemos llevado bien.”

Cierto, muy cierto.

Todavía sigo esperando. Cada día espero algo más. Hasta hace poco solo esperaba la respuesta de la visa de trabajo. Ahora también espero a que me llamen de la mina, que me digan que la huelga ha terminado.


Queda leer y seguir escribiendo.