"Vera, la camarada" ratifica un estilo propio en nuestro autor, esta vez para parodiar con deliciosa justicia a todo el zurderío de doble moral, a aquellos que parasitan mientras juegan al arte o a la revolución. Este es un libro jocoso, de prosa hilarante y realista, que, desde la ironía inteligente, retrata la hipocresía cotidiana de un amplio sector de la izquierda limeña.
domingo, 24 de marzo de 2024
La novela "Vera, la camarada" a través del pulso del escritor Renzo Miranda
viernes, 22 de diciembre de 2023
NOVELA PERUANA - EL CONQUISTADOR DE RISSO de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 17 de 17
¿Sabes
cocinar?
El gusto está hecho de mil repulsiones.
Paul Valéry
Tania llevaba
encima solamente un largo polo viejo. Iba a cocinar. Dejó entrar a Luis y le
ofreció asiento en el sofá de espera. Eran las once de la mañana. Sus chicas
llegarían en cuatro horas más.
Voy a hacer
un lomito de pollo, dijo Tania. ¿Te gustaría almorzar conmigo? En
media hora, lo tengo listo.
A Luis le
sorprendió verla tan tranquila, como si no le hubieran matado al marido que
tanto decía amar.
Una tiene
que pasar la página, pues. En este negocio, no conviene estar asustada o apenada;
primero, porque te cagas y no haces nada y, segundo, porque te vas a la mierda.
En un ratito, te ganan la plaza, te roban las chicas, o ellas te pierden el
respeto, y terminas quebrada. He visto muchos casos, créeme.
Luis la
ayudaba como podía; le pasaba el ajo, la sal, el cucharón con el que revolvía
el pollo en la sartén.
Cocinar me
distrae. Aunque varias veces salía a comer con el gordo. ¿Sabes cocinar?
No, nada, dijo Luis.
Tania mezclaba
la cebolla con el pollo, en tanto que el arroz se hacía en una olla aparte.
En pocos
minutos, hubo dos platos calentitos sobre el tablero de la cocina. En la
sartén, aún quedaba lomo para una persona más. El aroma del arroz era
insuperable.
A veces,
alguna de mis chicas viene sin almorzar y le dejo tomar lo que haya sobrado de
mi almuerzo, dijo Tania sin que Luis le hubiese preguntado nada.
Claro,
claro, dijo él.
Se sentaron
a la mesa.
Hay chela,
Coca. ¿Qué quieres?
Coca.
Tania fue a
la refri. Luis le miró el culo; Tania no llevaba calzón debajo del polo.
¿Cómo sabes
que Sánchez está muerto?, le dijo cuando dejó la Coca Cola encima de la mesa.
Tania
permaneció en silencio. Se concentró en su plato de comida. Apuró un largo sorbo
de agua. Lo suyo no era la Coca.
Tania, ¿me
vas a responder? ¿Cómo sabes que Sánchez está muerto?
Ella
continuó con los ojos sobrevolando los pedazos de pollo y papas fritas.
¡Tania!, gritó
Luis, Le cogió fuerte el brazo. ¡Carajo, mi vida depende de lo que me digas!
¡No puedo hacer nada si no sé qué le pasó a Sánchez! Mi familia depende de lo
que me digas. Dime, vamos, dime; ¿qué le pasó a Sánchez? ¿De verdad está
muerto? ¿Has visto el cuerpo? ¿Cómo sabes que está muerto?
No está
muerto, huevón, ¿ya? ¿Contento? El imbécil se ha fugado y se ha largado con su
puta; con Fátima. ¿Estás feliz?
Luis quedó
perplejo. Varias preguntas le acribillaron la cabeza: ¿Qué? ¿Así de fácil
quedaba yo al frente de un muy buen negocio? ¿Sánchez, con tanta experiencia,
renunciaba de buenas a primeras a tanta plata?
¿Cómo sabes
que se ha escapado con Fátima y no está muerto?, dijo
Luis, dudando ya hasta de su propio nombre.
A ti qué
chucha te importa, cojudo, zanjó Tania.
La
paciencia de Luis se diluyó; tiró su plato al suelo. La botella de la gaseosa cayó
sobre la mesa y rodó al piso, haciéndose añicos. Ya te dije que necesito
saber la verdad por mi tranquilidad, carajo. Si mataron a Sánchez, yo puedo ser
el siguiente; mi puta familia puede ser la siguiente.
Tocaron dos
veces el timbre. El segundo toque fue más largo y brutal que el primero. Luis
sintió miedo. Tania, también. A pesar de ello, ella se encaminó hacia la puerta
no sin ciertos escrúpulos. Puso el ojo en la mirilla. Putamadre, exclamó
tras ver de quién se trataba.
Vete, le dijo a
Luis, vete rápido.
¿Adónde me
voy a ir si estoy aquí? ¿Qué pasa?
Después te
digo. Ven sígueme, le ordenó Tania y lo tomó del brazo. Lo condujo a
uno de los cuartos donde atendían sus chicas. No salgas de aquí, por favor.
Si sales, la cagas. Y no respondo por lo que te pase, ¿ok?
Cagado de
miedo, la piel fría como la de un lagarto, Luis asintió. Desde ese lugar, oyó
abrirse la puerta del departamento, una voz diciendo ¿dónde está?, unos
pasos apurados acercándose al cuarto donde temblaba de pavor, el rastrillar de
un arma, la misma voz, esta vez más fuerte, diciendo: ahorita te mueres,
maricón.
Fin
NOVELA PERUANA - EL CONQUISTADOR DE RISSO de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 16 de 17
El hermano
de Fátima
Una casa será fuerte e indestructible cuando esté
sostenida por estos cuatro pilares: un padre valiente, una madre prudente, un
hijo obediente y un hermano complaciente.
Confucio
Hola,
buenas tardes. Soy Luis Fuentes. ¿Está Fátima?
Le abrió la
puerta un joven trigueño. Llevaba un par de tatuajes en el brazo derecho.
Vestía un bividí negro, sucio, o manchado con algo que parecía haber sido
yogurt.
¿Quién la
busca?, dijo el joven. Tendría unos quince años. A Luis le sorprendió que
alguien tan joven tuviera ya dos tatuajes.
Luis Fuentes,
un amigo.
Amigo de
qué, contrarrestó el joven, seco, contundente. Esta insolencia asombró a
Luis; pero qué esperaba encontrar en esa parte de Lima donde el paisaje era
agreste; las paredes de las casas, derruidas; los caminos, polvorientos; y los
perros callejeros mordían ferozmente a quien se cruzara en sus caminos.
Luis no se esperó
esa repregunta. Tuvo que decir parte de la verdad: Soy su jefe. No está
viniendo a trabajar y no se ha comunicado conmigo. ¿Quiero saber qué le pasó?
Al muchacho
se le transformó el semblante. Habrá pensado: chucha, estoy hablando con
alguien de respeto, alguien de plata. Mejor me porto bien, se figuró Luis,
tan claro había sido el cambio en el rostro del chiquillo.
Mucho
gusto, señor, dijo el joven. Ah, educado era este conchasumadre,
pensó Luis. Se le fue todita su malcriadez cuando escucho la palabra “jefe”.
Cree que tengo plata, que le puedo chorrear un poco. Y, sin que Luis se lo
esperara, vio que el mocoso se le abalanzaba, las manos dirigidas a su cuello.
Como todo
fue muy sorpresivo, Luis no estuvo muy bien aferrado al suelo, por lo que el
joven y él fueron a parar al piso terroso del lugar. El muchacho empezó a
descargarle una serie de puñetes. Algunos le magullaban la cara, otros le
combaban el pecho. Eran dolorosos; el condenado sabía golpear. ¡Dime dónde
está mi tía, conchatumadre! ¡Dime o te mato!, amenazaba con cada
arremetida.
Y ya lo
estaba matando. Luis estaba a dos puñetes de perder el conocimiento cuando sintió,
la vista ya medio nublada, que el joven se alejaba de su cuerpo, se quitaba de
encima. O lo quitaban de encima. Sí, lo quitaban de encima. ¡Sal de ahí,
huevón! ¡Qué estás haciendo!, oyó que tronaba alguien.
Una mano lo
ayudaba a levantarse del suelo. Una boca rodeada de pelos le preguntaba si está
bien. Unos ojos pequeños le suplicaban que perdonase a ese mocoso impulsivo de
mierda. Una cabeza redonda le consultaba por qué ese atrevido le había
descargado tanto puñete.
Fue
ingresado a la casa de cuya puerta había sido tiroteado a golpes. Lo sentaron y
le dieron de tomar un vaso de agua que apestaba a cebollas y ajos.
Ese sabor
rancio lo despertó un poco.
Dígame, qué
le pasó. Cómo así terminó agarrándose a las piñas con ese mocoso del diablo, dijo el
tipo que tenía enfrente.
Luis,
tomándose la cabeza, sobándose la cara por aquí y por allá, empezó a contarle
la historia: solo quería saber el paradero de Fátima.
Como le
acabo de decir, soy su jefe en la textilera donde trabaja y, desde hace tres
días, Fátima no se presenta. Tampoco contesta el celular.
Soy el hermano
de Fátima, dijo el hombre, un tipo gordo, de candado cafichero
y aspecto no muy cuidado. Y sí, tal cual dices, hace tres o cuatro días que
no sabemos nada de ella. Pero no es la primera vez que se desaparece. Acá viene
cuando le da la gana. Además, no te hagas el gil, yo sé muy bien que eres su
caficho.
A Luis se le
agarrotaron los sentidos: temió que lo volvieran a agarrar a puñetazos.
Este, este…, balbució
Luis, yo, yo…, se ha equivocado, maestro. Yo… yo soy un empresario textilero.
Déjate de
huevadas, comparito, yo sé que Fátima es una puta. ¿Quién crees que la ha
llevado algunas veces al puterío que tienes ahí en Lince? Yo, pues, huevón. Yo
la he llevado. Y el huevón de mi hijo te iba a matar a golpes porque él se la
cachaba rico. Se cachaba rico a su tía puta. ¿Entiendes? Un adolescente que
pierde a su mujer es peor que leona sin hijos. Mira cómo te puso la cara.
Mañana vas a parecer un camote, huevón. Déjame que te pongo estas carnes.
Luis ya no
podía continuar con su farsa; el tipo sabía de lo que hablaba.
Sí, ella
trabaja para mí, confesó. Hace tres días que está desaparecida. Nunca
se había ausentado. Hasta ahora no me llama y, cuando la llamo, no contesta.
Solo te
diré algo, huevón. A mi hermana, la han matado y yo no voy a ponerme a
averiguar quién lo hizo. No quiero que me maten también. Cuando ella empezó a juntarse
con venezolanos, supe que todo se iría a la mierda. Y, mira, no me equivoqué, dijo el
hombre.
¿Qué me
recomienda hacer? Yo sí quiero saber qué le pasó a Fátima, intentó
Luis.
Yo te
recomendaría que sigas chambeando como si nada hubiese pasado. Mujeres como
Fátima hay un culo. Además, para muestra un botón: mi hijo, que sé que no ha
matado nadie, bueno, hasta donde yo sé, estaba a punto de matarte. Imagínate
qué no te hará un huevón que sí quiera matar al soploncito que esté andando de
chismoso. Yo te recomendaría que, en asuntos de mafiosos, no te metas. Una cosa
es ser caficho y otra muy distinta ser mafioso. Si hay sangre de por medio, ya
te convertiste en mafioso, muchacho.
Comprendo, dijo
Luis. Lo tendré en cuenta. Gracias por el aviso.
De nada,
muchacho, dijo el hombre.
Luis quiso
saber el nombre del tipo. Aunque segundos después, consideró que saber aquello
no tendría importancia alguna. Era mejor así. El hombre, a pesar de su
seguridad, dejaba traslucir cierto miedo a romper su anonimato.
Se dieron
la mano en la puerta.
Oye, una
cosita, dijo el tipo. Antes de que te vayas, quiero hacerte una consulta.
Sí, dígame, dijo
Luis.
¿Cuánto
hacía mi hermana?
¿Cómo?
Sí, ¿cuánto
billete te generaba mi hermana? Ella me daba semanal quinientos soles, pero
creo que me robaba. Dime, ¿cuánto hacía?
Nos vemos,
señor, dijo Luis, cortante y con la mejor cara de pocos amigos que pudo poner.
Lo primero
que hizo Luis, luego de abandonar ese arenal que se autoproclamaba como
distrito limeño, fue pensar adónde iba a ir. Qué hacer. A quién más recurrir.
No se le ocurrió nada. Tuvo una nostalgia inmensa por ver a sus hijos. Sentía que
su vida corría peligro. Quienquiera que hubiera matado a Sánchez, también lo
tendría en la mira a él. Entonces, a medida que esa corazonada se hacía más plúmbea,
quiso ver a sus hijos, abrazarlos, sacarlos a pasear a algún lugar bonito,
verlos sonreír antes de que algún conchasumadre le metiera dos tiros en la
cabeza.
Putamadre, pensó, si
visito a mis hijos, me van a ver todo golpeado. Mi mujer me va a cagar a
preguntas. Un bus se detuvo a sus pies. ¡Todo Faucett! ¡Todo Faucett!
Mierda, se
alegró, hay un carro que pasa por estos descampados y me deja en San Miguel.
Desde ese distrito, a la casa de sus hijos, o al departamento prostibulario que
también era su hogar, solo había escasos minutos. Tenía para pensar
cuidadosamente su siguiente destino.
Se vio en
una encrucijada. Resolvió que debía averiguar a fondo lo de Sánchez: ¿Dónde
estaba? ¿Lo habían matado de verdad? Porque mientras no resolviera esos
cuestionamientos, no podría ver a sus hijos. El asesino o los asesinos de Sánchez
y Fátima (si daba por cierta la noticia de Tania) estarían siguiéndolo y, si es
que aún no habían registrado que tenía hijos, lo harían ni bien él se acercase
a la casa de su mujer o, mejor dicho, a la casa que él aún pagaba para que
viviera allí su mujer y sus hijos, mientras la muy puta metía allí a su nuevo
cachero. El ánimo se le avinagró. Dejó de pensar y se dedicó a mirar el turbio
paisaje de la ciudad nocturna. Claro, pensó, tengo que ver a Tania;
esa puta es la que dice que han matado a Sánchez. Y si lo dice, algo debe
saber. Tengo que sacarle bien toda la información posible. Eso haría, volvería
a hablar con Tania.
NOVELA PERUANA - EL CONQUISTADOR DE RISSO de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 15 de 17
No te metas
Pero donde hay peligro,
crece también lo que nos salva.
Friedrich Hölderlin
Fue Tania
quien me lo dijo: Sánchez estaba muerto. Le habían dado vuelta. La noticia me
descolocó. ¿Y Fátima?, se me escapó. ¿Sabes algo de ella? Tania interrumpió
el llanto: ¿Por qué lo preguntas? Sin saber qué inventar, solo me quedó
decirle la verdad, la tardía verdad: Anteayer Carlos la llevó a su
casa. Y desde eso, ni ella ni él han
vuelto a aparecer. La reacción de Tania fue mayor que la que me esperaba.
Se levantó y, pequeña como era, se dio maña para tomarme del cuello y empujarme
contra la pared: ¡Huevón, debiste haberme dicho eso cuando te conté que el
gordo no me había escrito como lo hacía siempre! ¡Esa perra lo ha centrado!
¡Esa perra lo ha centrado! Descargada la ira, me liberó y volvió a hundirse
en el sofá.
Le dije al
gordo cojudo que, si alguna vez me sacaba la vuelta, no lo hiciera con las
venezolanas nunca. Los Horna sembraron a Fátima para cagar a mi gordo, carajo.
¡Venezolanos y la reconchasumadre!
Sin dejar
de sobarme el cuello para aliviar la presión que me habían dejado los dedos de
Tania, bajé la cabeza. Sentí que tenía gran parte de la culpa en la
desaparición de Sánchez. Me quedé pensando también en lo que acababa de decir
Tania, en eso de que el gordo estaba advertido de no sacarle la vuelta.
Sus
sollozos eran sinceros: He perdido a mi marido, carajo. Quedé en shock,
un shock más fuerte que el que me había producido la noticia de la muerte del
gordo. ¿Sánchez era el marido de Tania? ¿Y por qué no vivían juntos? Sánchez y
Tania siempre se comportaron como socios delante de todo el mundo; nunca como
amantes. ¿Era tu marido?, pensé en voz alta. Tania se aleonó: Sí,
cojudo, era mi marido, mi socio, mi todo. Volvió a sentarse en el
sofá. No estábamos casados, pero era como
si lo estuviéramos, siguió llorando.
Luego de
que Tania se fue, les dejé un mensaje hablado a las chicas: No vengan hoy.
Día libre. Y apagué el celular. Sabía que ellas protestarían. ¿Día
libre? En la kinería, no había día libre. Un día no trabajado era un día no
comido. Aunque mis putas, si estaban administrando bien su dinero, podían darse
el lujo de huevear un mes si así lo deseaban. No podían quejarse: ganaban las
más altas comisiones de la industria gracias a la estrategia de ventas y
atracción del mejor talento que desarrollamos con Sánchez. Nuestro chongo había
ganado prestigio entre los kineros más serios de Lima. Así que, volviendo al
tema del día libre, bien podían permitirse un día sin trabajar.
Aseguré la
puerta del departamento y reflexioné sobre mis próximos movimientos. Si mataron
a Sánchez, ¿sus enemigos estarían también detrás de mí? ¿Qué mierda había hecho
Sánchez? A ver, a ver, para empezar ¿era verdad que estaba muerto? Eso era lo
que había dicho Tania, pero ¿había visto el cadáver con sus propios ojos? Y si
no lo vio, ¿cómo se enteró? ¿Quién le fue con la noticia? Debía volver a conversar con Tania. Debía
resolver esas dudas que recién, en la soledad de mi departamento, se me
presentaron contundentes. Le toqué la puerta. Ella misma salió a recibirme.
¿Qué
quieres, huevonazo? Si me hubieras avisado a tiempo, mi gordo no estaría muerto, me ladró.
¿Y cómo
sabes que está muerto? ¿Quién te lo dijo? De repente, es mentira, la animé.
¿Cuál
mentira, idiota? ¿Crees que mentiría con algo tan delicado? ¿Crees que voy a
estar llorando por las huevas? Yo había escuchado, cuando era parroquiano, que Tania
se loqueaba luego de beber con desafuero. También, se decía que se volvía más
cachera. A veces, les buscaba la bronca a la gente con la que chupaba. Al verla
así de airada, confirmaba alguno de esos dichos.
Tania, de
repente, el gordo no está muerto. ¿Acaso lo has visto?, intenté
que entrara en razón.
Ella, medio
vencida por mi tozudez, cejó: No lo he visto. Me lo han contado. Lo
encontraron baleado en su auto.
¿Te
mandaron fotos?, me apresuré.
No, idiota.
No quise. Eres bien frío ¿no, mierda? ¿Si matan a tu papá a balazos, te
gustaría ver las fotos de la masacre? No seas insensible.
Permanecí
en silencio. No quería exacerbar todavía más sus ánimos revueltos. Tras unos segundos
de calma, le comuniqué mi decisión: Voy a averiguar qué pasó con el gordo.
¿Qué?, saltó
Tania. ¿Qué vas a hacer?
Voy a
averiguar.
¿Y qué? ¿A
quién le vas a preguntar? ¿Vas a ir por la calle preguntándole a todo el mundo
quién mató a Sánchez?
No, pero
voy a averiguar. Es más, ya sé por dónde empezar, dije.
Yo te
sugeriría que no te metas. Ni yo que soy su mujer quiero meterme. Cuando matan
a alguien en este negocio, es por algo. Seguro el gordo cagó a alguien o se
pasó de la raya en algo. Es mejor no meterse, huevón. En mi caso, seguiré con
mis cosas sin joder a nadie.
¿Estás
segura? ¿Es en serio lo que me dices?, no podía creer que no quisiera mover un dedo por, al
menos, averiguar quién mató a su gordo.
Tómalo como
quieras, Luis.
Luego de
botarme de su departamento, fui a donde creía que hallaría una pista.
NOVELA PERUANA - EL CONQUISTADOR DE RISSO de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 14 de 17
Padre
suplente
Los niños comienzan por amar a sus padres.
Cuando crecen, les juzgan.
A veces, les perdonan.
Oscar Wilde
¿Se puede
saber cuándo vas a ver a tus hijos?
Era mi
esposa. Aunque no era un mensaje de voz, podía entender nítidamente el tono con
el que lo había compuesto, el mismo tono amenazador y quejumbroso de siempre.
¿Quién podía entenderla? Primero me decía que me largara para siempre de su
vida y de la de los chicos, y ahora me demandaba estar presente. Bueno, por
otro lado, tenía razón. Desde que me fui de la casa, no volví a visitarlos. Se
suponía que andaba chambeando en provincia. Eso sí, a fin de mes yo cumplía
puntualmente con el envío de la pensión.
Fátima y Sánchez
no habían dado señales de vida. Que ni venga Fátima, pensé cuando recibí
a Silvia, que siempre llegaba a las dos de la tarde y tenía ya a dos arrechos,
fanáticos de sus chupadas de pinga, esperando por ella. Puede considerarse
despedida.
A las
cinco, llegó Linda. A las diez, bebiendo una Coca helada, cuadré las cuentas
del día. Fue durante esos cálculos cuando me cayó el mensaje de mi esposa. Termino
esto y le contesto, pensé. No quiero avinagrarme la vida mientras cuento
el dinero que he ganado.
Media hora
después, tomé el celular y le respondí: Qué casualidad que me escribas al
respecto. Hace unos días pedí un permiso para visitar a los chicos y me lo
dieron. Dentro de una hora, estaré llegando a Lima. Te aviso ni bien me
encuentre camino de tu casa.
Eran las
once y media de la noche cuando terminé las cuentas. Volví a revisar el
celular. Mi esposa había leído el mensaje, pero no me respondía nada. Putamadre,
me lamenté. ¿Y si voy y no están los chicos? ¿Para qué mierda me pide que
visite a los chicos si luego no me va a confirmar si puedo ir? Decidí que
igual iría a verlos. El tema de Sánchez y Fátima me tenía preocupado. En todo
el día, ni el uno ni la otra se habían comunicado conmigo. Si no visitaba a mis
hijos hoy, no lo podría hacer después. No tenía tiempo ni cabeza para hacerme
cargo de mi chongo y del huevón de mi socio.
Cogí mis
llaves y tomé un taxi. Dormiría un día más en la casa de Sánchez. Al día
siguiente, sí o sí me mudaría a Lince. Además, la casa de Sánchez me quedaba a
tiro de piedra de la de mis hijos. Ya estoy en el taxi camino a tu casa. Que
los chicos no se duerman todavía, por favor, le escribí a mi esposa.
En quince
minutos, ya estaba tocando el timbre de la casa de mis hijos. Nadie respondía. La
oscuridad detrás de la cortina de la ventana era indicio de que no había nadie
o de que estaban durmiendo.
Si ya están
durmiendo y sigo tocando y los despierto, mi esposa va a salir y me va a hacer
un escándalo de la putamadre, pensé. Ya fue, me dije, ya fue; luego de
resolver el asunto del gordo, veré en qué momento regreso.
Ya estaba a
punto de alcanzar la esquina cuando veo llegar a mi esposa, tomada de la mano
de un huevón, y a mis dos hijos. Ellos iban muy sonrientes, felices, llevando
unas gordas hamburguesas en sus manos. Pedrito, el más apegado a mí, mi hincha,
también cogía una de las manos del huevón, un tipo que llevaba el pelo largo,
negro, algo ondulado. No tuvo que pasar más de un segundo para que me vieran,
para que nos viéramos por fin. Yo hubiera querido desaparecer. Necesitaba
procesar lo que estaba viendo. Pero no tuve tiempo. Yo no soy de los que hacen
escándalos. Yo soluciono las cosas en silencio, entre cuatro paredes. Papi,
papi, corrieron hacia mí los niños. Con un bracito me abrazaban y
con el otro sostenían sus hamburguesas.
Hola,
amores. ¿Qué hacen? ¿Salieron con mamá?, les pregunté, fingiendo que
yo la estaba pasando de maravilla y que no me importaba un carajo que mi esposa
saliera con otro huevón, aún casada conmigo, y tuviera a mis hijos, tan tarde
en la noche, deambulando por las calles, en lugar de tenerlos acostados para
que estuvieran listos para el colegio.
Sí, hemos salido, se
adelantó el pelucón. Entonces, lo reconocí, ya mejor iluminado por uno de los
postes de la calle. Era el exenamorado de mi esposa; su amor de toda la vida
antes de que me casara con ella y, por lo visto, después también. Al parecer,
no habían perdido el contacto; apenas me largué, retomaron y reforzaron su
relación. Ahora, salía con mis hijos y hacía las veces de papá, de papá de mis
putos hijos, carajo. ¿Qué se habrá creído este huevón? Y ahora tenía la
conchudez de contestar una pregunta que no le había hecho.
Lo miré a
los ojos, sin achicarme: No te pregunté nada, huevón. Estoy hablando con mi
hijo.
El pata bajó
la mirada y la escondió detrás de sus greñas. Se me ha bajado, pensé. Me
sentí eufórico por esa pequeña victoria. Yo jamás hubiera reaccionado así; sin
embargo, el trabajo en el chongo me había forjado una auténtica personalidad de
macho. Sin necesidad de irnos a las piñas, con mi sola voz segura y confiada, había
logrado disminuirlo. Esta pequeña victoria me soliviantó el ego y, al mismo
tiempo, hizo que se me disolviera un poco el escozor de haber visto a mis hijos
salir con un huevón que no era su padre.
¿Qué haces
acá?, saltó mi mujer. Ella sí tenía los huevos que no poseía el pelucón.
¿No me
dijiste que venga a ver los chicos?, me defendí, sin levantar la voz, tranquilo,
relajado. Acá estoy, pues.
¿Y a estas
horas llegas? Mi mujer nunca se quedaba callada. ¿Qué horas son
estas de venir?
¿Y qué
horas son estas de salir? ¿A estas horas sacas a mis hijos a la calle? ¿Mañana
no tienen que ir al colegio? Quedé gratamente sorprendido por mi reacción; nunca le
había respondido los insultos a mi mujer con tanto aplomo y prontitud. El
negocio del puterío había fortalecido mi espíritu. Las cosas malas también
podían traer cosas buenas. Era ahora un tipo con resolución.
Oe, no le
hables así. ¿Qué te pasa?, interfirió el huevón que, sabía yo, se llamaba José.
No te
metas, huevón. ¡Uy, mierda! Me volví a arrebatar. Más le valía no
meterse en mis asuntos porque estaba con todas las ganas de sacarle la mierda
hasta a un león. La mirada era fundamental. Cuando miraba grueso, me ponía aún más
feo. Ese era un recurso del cual recién tenía conciencia. Si lo hubiera aprovechado
en el colegio, otro hubiera sido mi destino.
Respeta a
mi mujer, serrano de mierda, me respondió el huevón. Lo dijo bajito, como para
que no lo oyeran los chicos, que comían sus hamburguesas a unos pocos metros de
nosotros, pero lo suficientemente claro y contundente como para que lo escuchásemos
mi mujer y yo.
Pedrito,
Juancito, entren en la casa, por favor. Yo ya me voy, les dije;
luego, mirando a su mamá: Llévatelos, por favor.
¿Qué vas a
hacer?, me preguntó ella.
Déjalo, dijo el
pelucón, déjalo; cree que me va a pegar. Déjamelo, va a ver la sorpresa que
se va a llevar.
José, le increpó
mi mujer amortiguadamente, pero con fiereza, no quiero escándalos aquí, enfrente
de mi casa. ¿Quieres que me boten a mí y a mis hijos? Luego, mirándome con
sorna, continuó diciéndole: Y tampoco quiero que mates al papá de mis hijos.
Yo sé que él no te aguantaría ni dos segundos.
Así que me
vas a matar, ¿no? Me gustaría ver eso, cachudo, le dije.
José reaccionó:
¿Cachudo? ¿Yo cachudo? Cachudo tú, huevonazo. ¿No ves que acá sales
sobrando? ¿No ves que estoy con tu mujer?
Se me
calentó la sangre, ella tenía razón: no valía la pena hacer un escándalo en
frente de la casa de mis hijos. No quería que se quedaran sin hogar. Ya habría
un momento para zanjar esa disputa.
Mejor vengo
a ver a los niños otro día, le dije a mi esposa.
La mirada
que me ofreció reveló su completo desinterés en lo que le dije. Di media vuelta
y me alejé unos pasos. A pesar de ello, pude advertir que José quiso avanzarme,
pero fue contenido por mi esposa. Seguramente le dijo que no valía la pena.
Las luces
del segundo piso de la casa de Sánchez estaban apagadas. ¿Estaría durmiendo
luego de tanto cache? Entré. Esperaba encontrarlo jateando de lo lindo,
roncando despreocupadamente. Entré sigilosamente, pero al cabo de unos segundos
de reconocimiento supe que no había nadie en esa casa. Ahora sí la cosa era
preocupante: a Sánchez le había pasado algo, algo nada bueno.
NOVELA PERUANA - EL CONQUISTADOR DE RISSO de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 13 de 17
No te
esperaba
La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ¡ay,
Dios!
Rubén Blades
Al día
siguiente, se despertó muy temprano. Eran las cinco de la mañana. En puntillas,
sin hacer ruido, fue a inspeccionar el cuarto de Sánchez. No había nadie.
Recorrió la casa. No había nadie, excepto Blackie tirado en su sofá. Sánchez no
había regresado a dormir. Había pasado la noche con Fátima. Y la muy perra
me contaba que tenía enamorado, que era un tipo con el que la relación pintaba
seria. Pero, miren, pues, a la gran perra.
Mejor dejo
de pensar en estas huevadas y me dedico a lo mío, se dijo
Luis.
Decidió caminar
hasta Lince. En el trayecto, el aire le refrescaría las ideas. El clima estaba agradable,
ni frío ni calor. Hoy mismo me largo de la casa de este gordo pendejo.
Las calles de Breña eran estrechas, olían a antiguo. Pero ¿adónde me voy a vivir?
Se le ocurrió que podría instalarse muy bien en el departamento que utilizaba
como chongo, su negocio. Que se vaya a la mierda el gordo con sus
advertencias. Sánchez nunca le explicó muy bien por qué un dueño de chongo
no podía vivir en su propio local. Si un enemigo quería desaparecerte, no lo
haría en la casa donde vives, sería muy estúpido de su parte; siempre te podía
matar en cualquier esquina de la calle. Esto era más fácil. Por el bien de
la relación comercial, debo independizarme ya mismo, carajo.
El
departamento donde había instalado su chongo estaba dividido por paredes de
tripley pintadas de tal modo que parecían parte de la estructura original. Así,
pudieron generarse un pequeño recibidor y tres habitaciones. En esos cuartos,
trabajaban las tres chicas. Un cuarto para cada una. Luis decidió que dormiría
en uno de ellos, luego de terminadas las horas de trabajo.
Al llegar
al departamento, tomó una siesta tempranera. La caminata lo había agotado. Las
chicas todavía aparecerían a partir de las dos de la tarde. Solo Linda, como era
usual, concurriría a las cinco.
Un par de
horas después, unos golpes en la puerta terminaron con su siesta. Aún eran las
diez de la mañana. ¿Quién podría ser? ¿Sánchez? Ni cagando; él tenía llave. La
puerta no tenía mirilla. Craso error. Una batida policial podría ponerlo en
jaque si no se fijaba a quién le abría la puerta del chongo. En todos esos
meses, gracias a Dios, nada de eso había pasado. También, había que agradecer
aquello a que Sánchez, por medio de un contacto clave, mantenía jugosamente
aceitadas a las fuerzas del orden. Debo instalar la mirilla cuanto antes,
pensó Luis, acercando la oreja a la puerta. Recordó, mientras trataba de
registrar algún sonido al otro lado, que estaba pendiente que Sánchez le
presentara al contacto clave encargado de transferir las cuotas a la policía.
Aguardó con
paciencia felina a que el irruptor revelase su identidad con algún tipo de ruido.
Volvieron a
tocar. Luis se sobresaltó. Los golpes lo cogieron frío.
Luis, soy
yo: Tania. Abre. No te paltees.
El alma le
volvió al cuerpo. Era Tania. Conocía muy bien el timbre de su voz. ¿Cuántas
veces se había acostado con ella cuando solamente era un cliente más y no el
empresario sexual en el que se había convertido?
Mientras
abría la puerta, se preguntó qué podía querer la chata poderosa.
La vio
vestida con un polo más o menos ancho que fracasaba en ocultar las enormes
tetas de su propietaria. No llevaba sostén, así que los pezones se hacían notar
sin mayor problema. Un shortcito jean, deshilachado en las bastas, completaba
su tenida.
¿Puedo
pasar?
Claro,
claro, dijo Luis. ¿Iba a cumplirse casi un año desde la última vez que estuvo
dentro de ella? Qué rico sería cachar con Tania ahorita mismo, pensó. Qué
rico cuerpo tiene esta mujer. Ahora eran colegas; casi, casi, compañeros de
trabajo, pero ¿quién decía que entre colegas no estaba permitido un breve
choque y fuga?
¿Sabes algo
del gordo?, dijo Tania ni bien se sentó en el sofá del
recibidor.
Esta
pregunta lo tomó por sorpresa. Tartamudeó: N-n-no, no sé dónde está. ¿Por
qué lo preguntas?
Ah, porque
él siempre me llama a las seis de la mañana. Y si no puede llamarme, me
escribe. Siempre lo hace. Desde que somos socios, siempre ha hecho eso. Ahora,
como lleva tiempo asociado a ti, pensaba que, no sé, se había distraído, se
había olvidado. Pero ahora que me dices que no sabes nada, ya no sé qué pensar. Había
genuina preocupación en sus palabras.
¿Has
intentado llamarlo?, dijo Luis.
Claro, lo
he llamado, pero suena ocupado. Le he dejado varios mensajes también, pero nada;
no responde. Parece que estuviera con el celular apagado.
La
tribulación de Tania ahuyentó la incipiente arrechura de Luis. Además, lo que
contó era realmente grave; el gordo había desaparecido sin reportarse con su
socia de años. ¿Pero por qué Sánchez no llamaría a Tania? El hecho que cachara
con Fátima no impedía que la llamase. A menos que…
¿No has
dormido en su casa?, dijo Tania.
No, mintió
Luis con aplomo, desde hace unas semanas estoy durmiendo aquí en el depa.
Ah, no
sabía. Tras alargar unos segundos el silencio, añadió: Por fa, si
te llama, me avisas. Yo igual abriré el chongo a las dos. ¿Tú?
¿Yo?, reaccionó
Luis; tenía el cerebro ocupado en armar alguna teoría que respondiera
lúcidamente a la cuestión del mutismo de Sánchez hacia Tania.
Que si vas
a abrir tu chongo, aclaró.
Ah, sí, sí,
claro, a las dos también, como siempre, confirmó Luis, todavía redondeando su teoría cuando,
de pronto, la concluyó: Sánchez y Tania no solamente eran socios; también
cachaban y tenían una relación. El gordo no se había reportado con Tania como
todas las mañanas porque aún tenía a Fátima chupándole las bolas. Tania no le
perdonaría el desliz. En el tiempo que tenía a Tania de colega, Luis había
podido descubrirle algunos aspectos que solamente la larga convivencia revelaba:
era una mujer de armas tomar. Por algo no llevaba triunfando en el negocio del
puterío más de diez años, cuando se separó del staff de la también famosa Tía
Katty.
Tania regresó
al departamento de al lado, a su chongo. Ella no vivía allí, pero por la
preocupación que le causaba la desaparición de Sánchez seguramente había optado
por adelantar unas horas su llegada.
Luis tomó
su celular e intentó llamar al gordo, pero al siguiente segundo abortó la idea.
Seguro sigue cachándose a Fátima. Solo espero que ella esté aquí a las dos
en punto para la chamba, o la pongo de patitas en la calle, carajo.
NOVELA PERUANA - EL CONQUISTADOR DE RISSO de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 12 de 17
Traición
Es fácil esquivar la lanza, pero no el puñal oculto.
Proverbio chino
Luis le
tocó la puerta a Fátima. Ella había salido de la ducha hacia solo unos minutos
y estaba secándose el cuerpo con la toalla.
¿Ya te vas?, le dijo
Luis luego de que ella le abrió la puerta. Estaba desnuda. No se cuidaba de
cubrirse. Fátima, Linda y Silvia eran como sus mujeres. No había pudor alguno
entre ellos. En unos cuantos meses, no solo habían logrado consolidarse en el
mercado carnal sino también engrosar los lazos de amistad y compañerismo. Sí,
dijo Fátima. ¿Querías algo?
No, nada, dijo
Luis. Aunque sí, sí quería algo, quería decirle que le gustaba muchísimo, que
quería ser su marido, el oficial, pero las cosas no eran tan sencillas. Solo
quería saber si ya te ibas. Tenía curiosidad, no más.
Sí, ya me
voy.
Luis no
supo qué más decir. O sea, sí tenía mucho qué decirle, tenía mil y un maneras
de confesarle su amor, de que se hiciesen marido y mujer, de que juntos liderasen
el negocio, pero no halló el sendero correcto para encaminar sus palabras, para
ser mínimamente coherente, lógico y, todavía así, enamorado.
Pero no te
preocupes si crees que es muy tarde, añadió Fátima. Carlitos me va a llevar.
Esto no se
lo esperó. La noticia lo golpeó. Su socio lo estaba atrasando. No había otra
explicación.
Pero
tampoco podía decir que su socio lo estuviera atrasando, al menos no con
conocimiento de causa. No le había confesado a Sánchez que estaba enamorado de
Fátima. Ya aquel le había advertido que uno no debía entrometerse con el
material de trabajo. Nada bueno podía resultar de cagar donde uno comía. Sin
embargo, por lo visto, Sánchez desoía sus propias recomendaciones. Con razón
el gordo llega tarde a casa, recordó Luis para sus adentros. El pendejo
ya se la está comiendo desde hace un tiempo, entonces, malició.
Unos
minutos después, ya solo en el departamento, Luis dejó todo en orden y fue
hacia la casa de Sánchez, quien todavía lo alojaba. Comprobaría si al llegar lo
encontraba.
Cuando arribó
a la casa de Sánchez, no halló a nadie. Blackie, el perro, descansaba sobre el
bello sofá de cuero que hacía tiempo había hecho suyo. Esa casa casi siempre
estaba vacía. Prácticamente, había sido comprada para el perro. No, no estaba Sánchez.
¿A qué hora llegaría? Luis comenzó a calcular el tiempo que le demoraría a Sánchez
dejar a Fátima en su casa de San Martín de Porras y luego regresar a Breña. Le
añadió a ese tiempo algunos imprevistos. Dos horas, concluyó. Si no
llegaba en dos horas, entonces en algo más estaría entreteniéndose con ella.
Era mejor no pensar en eso. Luis se fue a su cuarto, puso en el celular un
vídeo porno y, luego de masturbarse, se durmió.