viernes, 22 de diciembre de 2023

Novela "El conquistador de Risso" de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 14 de 17

 


Padre suplente

 

Los niños comienzan por amar a sus padres.

Cuando crecen, les juzgan.

A veces, les perdonan.

Oscar Wilde

 

¿Se puede saber cuándo vas a ver a tus hijos?

Era mi esposa. Aunque no era un mensaje de voz, podía entender nítidamente el tono con el que lo había compuesto, el mismo tono amenazador y quejumbroso de siempre. ¿Quién podía entenderla? Primero me decía que me largara para siempre de su vida y de la de los chicos, y ahora me demandaba estar presente. Bueno, por otro lado, tenía razón. Desde que me fui de la casa, no volví a visitarlos. Se suponía que andaba chambeando en provincia. Eso sí, a fin de mes yo cumplía puntualmente con el envío de la pensión.

Fátima y Sánchez no habían dado señales de vida. Que ni venga Fátima, pensé cuando recibí a Silvia, que siempre llegaba a las dos de la tarde y tenía ya a dos arrechos, fanáticos de sus chupadas de pinga, esperando por ella. Puede considerarse despedida.

A las cinco, llegó Linda. A las diez, bebiendo una Coca helada, cuadré las cuentas del día. Fue durante esos cálculos cuando me cayó el mensaje de mi esposa. Termino esto y le contesto, pensé. No quiero avinagrarme la vida mientras cuento el dinero que he ganado.

Media hora después, tomé el celular y le respondí: Qué casualidad que me escribas al respecto. Hace unos días pedí un permiso para visitar a los chicos y me lo dieron. Dentro de una hora, estaré llegando a Lima. Te aviso ni bien me encuentre camino de tu casa.

Eran las once y media de la noche cuando terminé las cuentas. Volví a revisar el celular. Mi esposa había leído el mensaje, pero no me respondía nada. Putamadre, me lamenté. ¿Y si voy y no están los chicos? ¿Para qué mierda me pide que visite a los chicos si luego no me va a confirmar si puedo ir? Decidí que igual iría a verlos. El tema de Sánchez y Fátima me tenía preocupado. En todo el día, ni el uno ni la otra se habían comunicado conmigo. Si no visitaba a mis hijos hoy, no lo podría hacer después. No tenía tiempo ni cabeza para hacerme cargo de mi chongo y del huevón de mi socio.

Cogí mis llaves y tomé un taxi. Dormiría un día más en la casa de Sánchez. Al día siguiente, sí o sí me mudaría a Lince. Además, la casa de Sánchez me quedaba a tiro de piedra de la de mis hijos. Ya estoy en el taxi camino a tu casa. Que los chicos no se duerman todavía, por favor, le escribí a mi esposa.  

En quince minutos, ya estaba tocando el timbre de la casa de mis hijos. Nadie respondía. La oscuridad detrás de la cortina de la ventana era indicio de que no había nadie o de que estaban durmiendo.

Si ya están durmiendo y sigo tocando y los despierto, mi esposa va a salir y me va a hacer un escándalo de la putamadre, pensé. Ya fue, me dije, ya fue; luego de resolver el asunto del gordo, veré en qué momento regreso.    

Ya estaba a punto de alcanzar la esquina cuando veo llegar a mi esposa, tomada de la mano de un huevón, y a mis dos hijos. Ellos iban muy sonrientes, felices, llevando unas gordas hamburguesas en sus manos. Pedrito, el más apegado a mí, mi hincha, también cogía una de las manos del huevón, un tipo que llevaba el pelo largo, negro, algo ondulado. No tuvo que pasar más de un segundo para que me vieran, para que nos viéramos por fin. Yo hubiera querido desaparecer. Necesitaba procesar lo que estaba viendo. Pero no tuve tiempo. Yo no soy de los que hacen escándalos. Yo soluciono las cosas en silencio, entre cuatro paredes. Papi, papi, corrieron hacia mí los niños. Con un bracito me abrazaban y con el otro sostenían sus hamburguesas.  

Hola, amores. ¿Qué hacen? ¿Salieron con mamá?, les pregunté, fingiendo que yo la estaba pasando de maravilla y que no me importaba un carajo que mi esposa saliera con otro huevón, aún casada conmigo, y tuviera a mis hijos, tan tarde en la noche, deambulando por las calles, en lugar de tenerlos acostados para que estuvieran listos para el colegio.

Sí, hemos salido, se adelantó el pelucón. Entonces, lo reconocí, ya mejor iluminado por uno de los postes de la calle. Era el exenamorado de mi esposa; su amor de toda la vida antes de que me casara con ella y, por lo visto, después también. Al parecer, no habían perdido el contacto; apenas me largué, retomaron y reforzaron su relación. Ahora, salía con mis hijos y hacía las veces de papá, de papá de mis putos hijos, carajo. ¿Qué se habrá creído este huevón? Y ahora tenía la conchudez de contestar una pregunta que no le había hecho.

Lo miré a los ojos, sin achicarme: No te pregunté nada, huevón. Estoy hablando con mi hijo.

El pata bajó la mirada y la escondió detrás de sus greñas. Se me ha bajado, pensé. Me sentí eufórico por esa pequeña victoria. Yo jamás hubiera reaccionado así; sin embargo, el trabajo en el chongo me había forjado una auténtica personalidad de macho. Sin necesidad de irnos a las piñas, con mi sola voz segura y confiada, había logrado disminuirlo. Esta pequeña victoria me soliviantó el ego y, al mismo tiempo, hizo que se me disolviera un poco el escozor de haber visto a mis hijos salir con un huevón que no era su padre.

¿Qué haces acá?, saltó mi mujer. Ella sí tenía los huevos que no poseía el pelucón.

¿No me dijiste que venga a ver los chicos?, me defendí, sin levantar la voz, tranquilo, relajado. Acá estoy, pues.

¿Y a estas horas llegas? Mi mujer nunca se quedaba callada. ¿Qué horas son estas de venir?

¿Y qué horas son estas de salir? ¿A estas horas sacas a mis hijos a la calle? ¿Mañana no tienen que ir al colegio? Quedé gratamente sorprendido por mi reacción; nunca le había respondido los insultos a mi mujer con tanto aplomo y prontitud. El negocio del puterío había fortalecido mi espíritu. Las cosas malas también podían traer cosas buenas. Era ahora un tipo con resolución.

Oe, no le hables así. ¿Qué te pasa?, interfirió el huevón que, sabía yo, se llamaba José.

No te metas, huevón. ¡Uy, mierda! Me volví a arrebatar. Más le valía no meterse en mis asuntos porque estaba con todas las ganas de sacarle la mierda hasta a un león. La mirada era fundamental. Cuando miraba grueso, me ponía aún más feo. Ese era un recurso del cual recién tenía conciencia. Si lo hubiera aprovechado en el colegio, otro hubiera sido mi destino.

Respeta a mi mujer, serrano de mierda, me respondió el huevón. Lo dijo bajito, como para que no lo oyeran los chicos, que comían sus hamburguesas a unos pocos metros de nosotros, pero lo suficientemente claro y contundente como para que lo escuchásemos mi mujer y yo.

Pedrito, Juancito, entren en la casa, por favor. Yo ya me voy, les dije; luego, mirando a su mamá: Llévatelos, por favor.

¿Qué vas a hacer?, me preguntó ella.

Déjalo, dijo el pelucón, déjalo; cree que me va a pegar. Déjamelo, va a ver la sorpresa que se va a llevar.

José, le increpó mi mujer amortiguadamente, pero con fiereza, no quiero escándalos aquí, enfrente de mi casa. ¿Quieres que me boten a mí y a mis hijos? Luego, mirándome con sorna, continuó diciéndole: Y tampoco quiero que mates al papá de mis hijos. Yo sé que él no te aguantaría ni dos segundos.  

Así que me vas a matar, ¿no? Me gustaría ver eso, cachudo, le dije.

José reaccionó: ¿Cachudo? ¿Yo cachudo? Cachudo tú, huevonazo. ¿No ves que acá sales sobrando? ¿No ves que estoy con tu mujer?

Se me calentó la sangre, ella tenía razón: no valía la pena hacer un escándalo en frente de la casa de mis hijos. No quería que se quedaran sin hogar. Ya habría un momento para zanjar esa disputa.

Mejor vengo a ver a los niños otro día, le dije a mi esposa.

La mirada que me ofreció reveló su completo desinterés en lo que le dije. Di media vuelta y me alejé unos pasos. A pesar de ello, pude advertir que José quiso avanzarme, pero fue contenido por mi esposa. Seguramente le dijo que no valía la pena.

Las luces del segundo piso de la casa de Sánchez estaban apagadas. ¿Estaría durmiendo luego de tanto cache? Entré. Esperaba encontrarlo jateando de lo lindo, roncando despreocupadamente. Entré sigilosamente, pero al cabo de unos segundos de reconocimiento supe que no había nadie en esa casa. Ahora sí la cosa era preocupante: a Sánchez le había pasado algo, algo nada bueno.


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