domingo, 20 de febrero de 2011

Sin miedo por el callejón de las siete puñaladas

Ayer sábado vimos películas desde las tres de la tarde. Estábamos en mi casa. Mi madre se portó muy bien contigo. Bueno, al menos permitió tu presencia en mi habitación luego del bochornoso incidente de hacía unos días.

Antes de iniciar nuestra maratón cinematográfica, nos aprovisionamos, o mejor dicho, te aprovisionaste, con tus Pringles favoritos de cebolla y con una Coca Cola de litro, helada. Pero helada, Daniel, tan helada que me reviente los pulmones.

Vimos The Black Swan. A ti te encantó. Cuando me preguntaste si me había gustado te dije que sí, con mucho entusiasmo. En realidad, no me pareció tan destacable que digamos. Luego, vimos Los Coristas, conmovedora película francesa que por poco me hace derramar un par de lágrimas cuando los díscolos muchachitos de aquel reformatorio se despiden, con sentidas cartas manuscritas, de su querido profesor Clément Mathieu. Viste esa película por enésima vez en tu vida. Me dijiste que algún día la veríamos juntos y que me iba a encantar, y, ciertamente, me encantó. Me gustaba cuando suspirabas cada vez que aparecía en la pantalla el muchachito del que te has enamorado platónicamente, el muchacho que interpretó el papel de Pierre Morhange: Jean-Baptiste Maunier. Lo veías y emitías unos suspiros hermosos.

Te quedaste a dormir en mi casa. Daniel, quiero dormir sola, me dijiste. Y como he aprendido a no contrariarte, a respetar tus espacios y tu derecho a la soledad. Me retiré a dormir en el cuarto de mi hermano. Te dejé solita y a gusto en mi cama, mientras veías televisión hasta bien entrada la noche.

En la mañana del domingo, no osé arruinar tu sueño. Sé que te gusta dormir hasta las diez. No te molesté hasta esa hora. Mi mamá preparó un vaso de jugo de fresa para mí y dos panes con tamal, uno para mí y el otro para ti. Me gustó esa consideración por parte de ella. Pero, al menos, te hubiera hecho un vaso de jugo para ti también. No le dije nada y te di mi vaso. Te mentí cuando te dije que mi mamá te había preparado ese vaso especialmente para ti. Estoy seguro que mi mamá tenía toda la intención de prepararte jugo a ti también, pero por algún motivo, lo olvidó.

Nos entretuvimos en la computadora. Me hiciste escuchar algunas canciones de depressive metal. Me gustó mucho esa banda llamada The Eternal Night. Me contaste que Stu te había hecho escuchar canciones de esa banda y de otras tantas del mismo género. Encontré original el sonido de la banda egipcia de black metal Melechesh. Suena como si fuera la fusión de un metal atractivo y una cumbia pegajosa.

Te fuiste antes de almorzar en mi casa. Me dijiste que tenías que estar en tu tienda antes de la una. Nos despedimos con un beso. Te agradecí los maravillosos momentos que había pasado a tu lado. Te acompañé al paradero de la avenida Haya De La Torre.

Al llegar a casa, entré a mi cuarto, eché punto y me tiré sobre la cama. Mi mamá aún no llegaba del mercado. Aproveché aquel momento de soledad para masturbarme pensando en ti. Incluso eso lo hago ahora pensando en ti. ¿Tomarás eso como un cumplido romántico? No lo creo.

Luego de almorzar (cabe mencionar que mi madre te había reservado un plato, pero como no estabas, mi hermano se ofreció gustoso a devorarlo), te llamé al celular. Te pregunté si podía ir a verte. Me respondiste que podía.

En la tienda nos reímos un montón. La pasamos genial riéndonos de los incautos que eran acribillados con globazos de agua por los jacarandosos muchachos y muchachas del jirón Quilca. Te conté que me masturbé pensándote. Te reíste y me metiste un “calientito”. Me gusta cuando me haces un “calientito”. Un “calientito” es cuando te frotas las manos y me das una ligera y cariñosa cachetada.

Te pedí que me invitaras ese chaufa buenazo en el callejón de las siete puñaladas en Pueblo Libre, cerca de tu casa. Amor, por fa, también con una gaseosita al polo. Luego de cerrar la tienda, me encargaste que te ayudara con un paquete. No me dijiste qué contenía exactamente, así que no indagué más.

Judith y su hermana Mónica nos atendieron muy amablemente. Siempre las visitamos con pareja frecuencia. Somos “caseritos”.

Empachados, abotagados y felices de habernos comido todo el plato, te acompañé a tu casa. Te agradecí la invitación a comer. Camino a tu casa, fantaseamos sobre una futura vida nuestra, independiente. Quedamos en vernos el martes. Tomé mi combi en la avenida Bertello. Ya te había dejado en tu casa. Ya nos habíamos dado el beso de despedida. Ya había degustado del arito que cuelga tan coqueto de un costado de tu precioso labio inferior.

En casa, me senté a la computadora para revisar mis correos. Nadie me había escrito. Nadie nunca me escribe. Y qué puedo esperar si yo mismo soy un ingrato que no le escribe a nadie. Quince minutos después, suena el teléfono. Contesté. Eras tú. Me metiste una puteada. Daniel, ¿dónde dejaste el paquete que te encargué? Ahí están todos los pedidos que tengo que entregar esta semana. Traté de hacer memoria y te dije que el paquete, con toda seguridad, lo había olvidado en el puesto de Judith y Mónica. Daniel, vienes inmediatamente y lo traes porque yo no voy a ir. Ese paquete te lo encargué a ti.

Colgaste y yo salí disparado a buscar el paquete. Era mi culpa. No quería defraudarte. Yo olvidé ese paquete y yo tenía que recuperarlo. Era mi deber. Atravesé el callejón de las siete puñaladas con mucha tranquilidad. Finalmente, andar contigo, me hace menos temeroso y más osado. Judith me vio llegar. También Mónica. Siempre amables y sonrientes. Andaban atareadísimas satisfaciendo los ingentes pedidos de sus numerosos clientes: arroces chaufa, pollos broaster, hamburguesas. Hola Judith, Mónica, ¿no vieron un paquete que Wendy y yo dejamos olvidado hace un rato? Mónica respondió. Sí, su mamá se lo acaba de llevar. Ah, ok, perfecto, gracias.

Fui a tu casa. Estabas en la puerta de tu casa, con tu tía que vive al lado. Estabas preciosa, como siempre. Pero no estabas de negro como usualmente sueles vestirte. Llevabas un vestido verde que me dijiste que odiabas, pero que, a mi ver, te sentaba muy bien. Noté que se te había pasado el enojo y que mi presencia allí te demostraba una vez más que me preocupaba por ti, que haría lo que fuera para evitarte contrariedades.

Me dijiste que tu mamá se había ido a buscarme al enterarse ustedes de que yo había salido de mi casa apenas colgué el teléfono. Tu mamá se preocupó: de repente el muchachito ya está apuñalado y tirado en alguna vereda, sin ropa, asaltado y violado. Ay, Wendy, pobre de ti que algo le pase al jovencito.

Dani, te odio, me dijiste (obviamente, con cariño). ¿Por qué? Te pregunté. Porque mi mamá se preocupa más por ti que por mí.

Al poco rato llegó tu mamá. Le conté que no me había pasado nada malo y que, más bien, le agradecía el detalle de haberme buscado para asegurar mi integridad física. Tu madre insistió en que me acompañarían al paradero en la avenida Bolívar. Tenías un poco de roche de salir vestida con tu pijama verde y caminar esas cuatro cuadras que nos separaban de mi destino. Tú y yo íbamos adelante. Tu mamá y su hermana iban a la vanguardia. Abraza a mi hija y camina lento para que los vagos de aquí te vayan conociendo, me dijo tu mamá. No, señora, no quiero afearle la imagen a su hija abrazándola. Ustedes rieron. Tu mami me conminó cariñosamente: abrázala o te parto la cabeza. Te abracé. Caminamos así, abrazados y felices de esa noche, de estar juntos.

Mira todo lo que ocasionas, Daniel, me dijiste, avergonzada por pasear tus carnes por las calles sin tu habitual tenida negra. Estabas preciosa. Todo por olvidarte algo que te encargué, continuaste recriminándome, amorosamente. Se me ocurrió una salida que enterneció a tu mami, su hermana y te derritió totalmente: Es que cuando estoy con su hija, señora, la paso tan bien que me olvido de todo.

Me dijiste que era tu cholito. Tu mamá me defendió y te dijo que por tus venas también corría sangre indígena. Yo salí en tu defensa: Sí, señora, pero Wendy es por fuera una morenita preciosa.

Todo el trayecto estuvo lleno de recriminaciones amorosas y de tiernas observaciones. Cuando te dejaba de abrazar, levantabas mi brazo y te lo ponías sobre el hombro. Abrázame, amor, me decías.

Al llegar a mi destino, me despedí de ustedes. Les agradecí el gesto de haberme escoltado hasta ese lugar seguro. Nos dimos un beso en la boca sin que nos viera tu mamá. Me llevé a mi casa el recuerdo de haberte visto, por primera vez, sin tus preciosas prendas negras.

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