La empresa en la cual trabaja el escritor da una fiesta para sus empleados en uno de los amplios salones de un conocido hotel de la ciudad. Desde que ha llegado al lugar, el escritor ha buscado solapadamente a la poeta (poeta y no poetisa, porque este último término "queda un poco gacho", como asegura el real visceralista Pancho Rodríguez en "Los Detectives Salvajes"). El escritor y la poeta habían trabado cierta amistad desde hacía unos pocos días, la cual consistía, básicamente, en la fluida escritura de correos electrónicos durante las horas laborales.
El recinto va colmándose de empleados. El gerente, el pecho henchido y las puntas del zapato siempre hacia adelante, se detiene ante cada uno de los grupos que van componiendo los empleados. El gerente intercambia algunas frases solamente con aquellos a quienes conoce en cada grupo. Les dice algo que considera divertido para abandonar un grupo y dirigirse a otro.
Las palabras de agradecimiento y los shows contratados han terminado. Empieza lo que los empleados han aguardado con ansias: la hora de las bebidas gratis y en descomedidas cantidades. En las dos barras dispensadoras de licor, se han formado largas colas de gente que busca embriagarse. Dichas colas disuaden al escritor de porfiar en conseguir un trago. Otea el horizonte buscando a la poeta. Detiene la mirada en cada una de las cabelleras femeninas que poseen algún parecido con las de la vate. No está. No se presentará. El escritor siente que no ha valido la pena asistir a esa especie de fiesta. Quería tremendamente volver a vivir la experiencia de conversar con la poeta, a quien encuentra guapa, exitosa y enigmática. El escritor mediocre reavivó en su percudido cerebro aquella ocasión en la cual platicó animadamente con la poeta en la Feria del Libro, en el Parque de los Próceres, en Jesús María. Una vez más, la suerte del escritor parecía mostrarse tan sañuda con él como siempre.
Sus compañeros de trabajo lo envuelven en conversaciones en las que él preferiría no participar. Preferiría, más bien, tener las gónadas suficientes para huir de allí y buscar a la obstetra, pretérita enamorada suya que, oh casualidad, le había llamado hacía varias horas para contarle que estaba de paso por Lima, con crecientes deseos de verlo pronto. La obstetra lo rescataría del desasosiego que le causaba la inasistencia de la impredecible poeta.
Mira su teléfono una y otra vez tratando de inyectarse el valor necesario para llamar a la obstetra y pactar el lugar de su encuentro. No consigue hacerlo, pues una vaga esperanza, que no es tan vaga porque, pertinaz, anida fuertemente en su alma, consigue que el escritor aguarde un poco más por su amiga la poeta.
Al cabo de unos minutos, el escritor ve llegar a su amiga. Está Linda. Sus labios tienen el color de una bermeja Rosa. Quiere ir directamente hacia donde ella está pero le es difícil abandonar a su grupo de amigos sin ser descortés. Como si a estos huevones les importara si soy descortés o no, piensa el escritor.
Luego de responder a una pregunta que alguno de sus compañeros le ha formulado, el escritor vuelve a mirar hacia el lugar en el que estaba la poeta. Ya no está. Trata de buscarla, con sigilo y desesperación al mismo tiempo, entre la multitud. Finalmente, da con ella. Esta al lado de una de las barras, con una mujer más baja que ella.
Como el cerebro del escritor trabaja lento, y cuando trabaja un poco más rápido trabaja mal, no cuenta con ninguna idea que le permita separarse del grupo. Tiene que acudir en su ayuda su muy trajinada vejiga. Siente urgentes ganas de ir al baño. Había tomado varias cervezas y éstas aún no lo habían abandonado. Ya pugnaban por ver el exterior ensanchando las paredes de su vejiga. Se disculpa y se dirige al baño.
Mientras oye el discurrir del chorro piensa: Qué buena idea, cómo no se me había ocurrido antes. Esa era la perfecta excusa: ir a mear. Ahora que ya se había emancipado de sus compañeros, no pensaba regresar. Su objetivo era la poeta: conversar con ella.
En el baño se acicala lo mejor que puede (¡lástima!, no podrá hacer nada con respecto a esa cara, pero el pelo todavía se lo puede acomodar al igual que su vieja camisa o su trajinado pantalón). Cuando entra al salón, ve a la poeta. Camina despacio hacia ella; no quiere mostrarse desesperado por hablarle. Cuando llega a la posición de la poeta, ni ella ni su chaparra amiga lo notan (¡qué novedad!, ¡cuándo el escritor ha sido advertido, si su destino es pasar inadvertido en cualquier lugar!). Le hace así con el dedo índice en el hombro a la poeta y se inicia la conversación.
El escritor queda fascinado con la poeta, a quien ve más bonita que nunca, fuera de la pose rígida y profesional con que la ha visto en algunas ocasiones en la empresa para la que ambos trabajan. La poeta presenta al escritor a su amiga Susana. No fue necesario que transcurrieran más de dos minutos para que se creara un lazo cómplice y muy ameno entre el escritor, la poeta y Susana.
A medida que transcurre la reunión de aquellas tres personas –ya aisladas totalmente, por cuenta propia, de lo que sucedía alrededor- el escritor se felicita por haber esperado a su amiga la poeta. La conversación es amena. Susana es una mujer completamente jovial y franca, congenia muy bien con la poeta y con el escritor. Sin embargo, parece que la conversación llegará a su fin: el licor ha cesado de fluir, las luces titilan, amenazan con desaparecer, la multitud se desconcierta. Ha llegado la hora del fin de la reunión. Todos a casa.
Susana, la poeta y el escritor deciden continuar su conversación en otro lado. La poeta sugiere un lugar en Miraflores. Se embarcan en un taxi y en cuestión de segundos llegan a un local de música brasilera. Uno segundos antes de entrar, el grupo es interceptado por un par de ingenieros de la empresa. Susana los conoce y los presenta al escritor y la poeta. Susana los conoce pero no sabe cómo han llegado a parar a ese lugar. Los ánimos de diversión que embargaban a la poeta, el escritor y Susana han declinado. Se pierde la mística inicial. Hay ahora dos extraños que parecen no encajar del todo en el momento.
La poeta ha bebido chilcanos todo el tiempo durante su permanencia en el hotel, el escritor, más procaz en sus gustos, ha libado innumerables vasos de cerveza y Susana únicamente un vaso de whisky. Es decir, al menos la poeta y el escritor están medio “sazonados”.
Luego de haberse sentado a una mesa, el escritor ha ordenado una cerveza, la poeta un chilcano y Susana otra cerveza. Los ingenieros han pedido unos tragos acordes con sus altas posiciones en la empresa. Uno de ellos se apodera de la charla y la centra en torno a sus experiencias laborales dirigiendo grandes obras de ingeniería. Los circunstantes fingen prestar atención. En determinado momento, las chicas huyen hacia el baño urgidas por sus vejigas y, quizá, para evitar oír una palabra más sobre las hazañas del ingeniero. El escritor no sabe qué hacer en ese grupo, solo con los dos ingenieros. Para su suerte, los ingenieros conversan entre sí. El escritor no tendrá que simular escuchar nada ni pretender que le interesa determinado tema. Solamente hay una cosa en su cabeza: estar a solas con la poeta, beber con ella algunos tragos más, dejarse envolver por esas conversaciones que solamente él y ella son capaces de entablar.
Con las chicas de regreso, unos minutos más en el reloj y las bebidas concluidas, cada cual busca el mejor modo de regresar a casa. Susana, la poeta y el escritor toman un taxi y le dicen adiós al fiasco producido en el local brasilero. Dentro del vehículo, se prometen salir solamente los tres algún fin de semana próximo. El taxi arriba al domicilio de Susana. Ella se apea del vehículo y les desea suerte a la poeta y al escritor. El destino del taxi es ahora la casa de la poeta. El recorrido es largo. Ambos conversan, se sonríen, saben que juntos se comprenden. Sin embargo, un silencio equívoco se apodera del ambiente. El escritor considera que es el momento adecuado para llevar a cabo el plan que desde hacía unas horas deseaba ejecutar: robarle un beso a la poeta. La ve linda, recostada sobre el asiento del taxi, a escasos centímetros de él. La poeta es una mujer interesante, lectora, emprendedora, cruel, sarcástica, exitosa. El escritor no quiere arruinar este reciente vínculo amical con el beso inoportuno que quiere robarle. No puede luchar con sus impulsos primarios, antediluvianos, reptilianos y se acerca a la poeta buscándole la boca. Ella se sorprende y le propina una bofetada tan estruendosa que el taxista, sobresaltado por la sonoridad del impacto, casi desvía el vehículo de su carril. No lo vuelvas a hacer, dice la poeta, la mirada llena de fuego. El escritor quiere empequeñecer y desaparecer. Ha fracasado en su intento y ahora ha jodido una relación amical que prometía grandes anécdotas y vivencias.
La poeta, enfurecida, baja del vehículo cuando éste llega a su casa. El escritor no baja. Ese taxi lo llevará también a su casa, con su esposa y su hija.
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