martes, 13 de septiembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 2

Miércoles 07 de setiembre del 2016

Salí temprano del trabajo. Manejé lo más rápido que pude. Llegué a Zepita en hora y media. Guardé la bici y me bañé. Me vestí de negro, empaqué mi laptop y salí.  

Caminé por Peñaloza. Vi el enorme culo de Jazmín, que resaltaba de entre todos los que se ofrecían en esa calle.

Salí a Nicolás de Piérola y torcí en Chancay. Puro cabro feo. Agarré Zepita y salí a Wilson. Me detuve en el primer local de reparación de computadoras que encontré. Una gordita simpática y blancona me recibió. Sonreía. Le expliqué el problema de mi laptop. Discúlpame, amiguito, la técnica no soy yo. Ahorita sale; está atrás. Otra gordita apareció desde la trastienda. Esta no sonreía, era trigueña, y se vestía como hombre. Era la técnica. ¿Serán torteras estas gorditas? Le expliqué el problema. Me pidió la máquina. Se la di. ¿Tienes el cargador? Se lo di. La otra gordita no paraba de sonreírme. Qué bonitos tus tatuajes. ¿Éste no es Vallejo? Su dedo hincó uno de los ojos del poeta. Sí, era él. ¡Qué loco! ¿Te gusta leer? Sí, me gustaba. ¡Qué loco! ¿Y éste no es Jaime Bayly? El mismo.

Amigo, creo que es la placa madre. Mira, para mañana te la tengo lista. Te va a costar noventa soles. Perfecto. Me habían inspirado confianza. Prometí regresar al día siguiente. Necesitaba que esa máquina estuviese operativa cuanto antes. No hay problema, amigo; mañana vienes a esta hora y la recoges.

Miguel, mi hermano, me había invitado a ver el Perú Ecuador en su casa, en La Perla. Podía ir, pero el viaje sería largo: cuarenta minutos en combi. Chelearíamos. Los comentarios irían y vendrían, al igual que los vasos de cerveza. Me costaría abandonar la chupeta y al día siguiente había que chambear. No, paso. Fui a la librería del señor Luna, en Quilca.

Mis más de mil seiscientos libros se habían quedado en el departamento de mi esposa y su pareja. ¿Para qué llevármelos? Quería que mi hija creciera familiarizándose con ellos, estimándolos, leyéndolos.


Al cuarto le faltaba libros. Yo los necesitaba. Por quince soles, metí en la mochila Los Poemas Completos Y Las Prosas Selectas, de Eguren; Abaddón, de Sabato; La Ciudad De Los Tísicos, de Valdelomar; El Tungsteno, de Vallejo; Las Tradiciones Peruanas, de Palma; Garabombo El Invisible, de Scorza; ¿Quién Mató A Palomino Molero?, de Vargas Llosa; El Cantor De Tango, de Tomás Eloy Martínez; Crímenes Imperceptibles, de Guillermo Martínez; una antología de cuentos; y un volumen de historia de la filosofía.














En una tienda cercana, compré Vinifan, cinta adhesiva y un mata polillas en spray. Había que resguardar los libros de las plagas.

De vuelta en el cuarto, empecé a forrar los libros. Forrarlos me gustaba más que leerlos. Encendí la radio del celular Nokia que me dieron en el trabajo. Era un modelo pequeño, barato, antiguo. Nadie, por muy desesperado que estuviese, lo hubiera robado. Busqué la transmisión del partido. Todavía jugaba Argentina, pero los comentaristas no dejaban de anunciar que, en breve, la selección de todos saldría victoriosa a aplastar a Ecuador. No te muevas de Radio Unión, ciento tres punto tres de la efe eme.   

Luego de cuatro libros forrados, llamé a Jazmín. Hacía varios días que contaba con su número. Jazmín, hola, le dije. ¿Sí?, dijo ella, la voz atiplada, de cabro. Soy el pata de los tatuajes de escritores, ¿te acuerdas? Un silencio de duda. Mmm, ah, ya, dime. Nada, solo que estoy por el Centro y quería saber si estás en Peñaloza. Sí, aquí estoy. Bacán, ¿te parece si te caigo en quince minutos? ¿O ya fugas? Otro silencio de duda. Ya, pues, te espero.

Forré El Tungsteno y Garabombo. Volví a rociarme el Rexona en las axilas y aplicarme otro poco del perfume que mi esposa me había obsequiado por mi cumpleaños, fragancia que Rosario había encontrado bastante agradable -obviamente, no sabía que era un regalo de mi esposa-.

No se muevan, ya viene el partido que todo hincha peruano de corazón espera. Nosotros aquí, desde Radio Unión, le vamos a…

Ahí estaba el culazo de Jazmín. Me acerqué. Me reconoció. Sonrió. ¿Vamos? Vamos. Entramos al Malka Masi, hospedaje de más de cien años de antigüedad, donde, se contaba, José María Eguren había pasado la noche luego de un recital en el Politeama.  

La pagué doce soles al tío que miraba fútbol detrás de un mostrador. Ya estaba jugando Perú. Pasa, me dijo, sin despegar los ojos del televisor. Me alargó un rollo de papel higiénico y un condón.

Jazmín había entrado en uno de los cuartos del primer piso. Me esperaba sentada al filo de la cama. Me senté a su lado y le pagué sus cuarenta soles. Los metió en su cartera. ¡Qué tetas! Se las toqué. La tendí en la cama. Me apresuré en quitarle el sostén. Le lamí los pezones. Gimió. Presionó mi cabeza contra sus senos.

Tenía que tirármela ya mismo. Me desvestí. Se quitó la pantaloneta que le resaltaba aún más el rabo. Quedó al descubierto un culo enorme y blanco. Se me paró la pinga. La tomó entre sus manos y le encajó el condón. Échate boca abajo, le dije. Obedeció. La vista era insuperable. Una mujer con el mismo cuerpo de Jazmín costaba entre doscientos y trescientos soles. Esta perra me salía mucho más barata.  

Me tendí sobre su culo. Hundí mi pichula entre sus nalgas. La cogí de la cintura y empecé a bombear, sin metérsela. Me sobaba. Le agarré las tetas. Volvió a gemir. Pegué mi cara a la de ella. Quería sentir de cerca su arrechura. Unos cañoncitos le crecían en la barbilla o se habían escapado de la afeitada. Me rasparon ligeramente.

Chúpamela, le dije. Ponte en cuatro y chúpamela. De un bocado, se tragó mi pinga. La lamió. La idolatró. La hizo suya. Fueron dos ricos minutos.  

Ven, le dije. ¿Ahora qué quieres?, preguntó. Nada, respondí, solo déjame chuparte las tetas mientras me la corro. Ella seguía en cuatro. No, eso sí que no; yo quiero sentir esa pingota en mi culo. No me hice de rogar. Se la metí. Empezamos en perrito. El furor me llevó a terminar encima de ella, aplastándola. ¿Te gusta? ¿Te gusta así?, le preguntaba, arrecho, sin dejar de bombear. Sí, sí, me encanta, hazme un hijo, vamos. Se la seguí empujando. Tenía un ano ajustador. Alguien gritó “¡gol!” y las luces del hotel se apagaron. No nos importó. Estábamos demasiado arrechos como para detenernos. ¡Hazme un hijo, hazme un hijo! ¡Ah! Terminé. La pinga me quedó latiendo dentro de ese culo, botando la descontrolada leche.

Saqué la pinga con cuidado. Podía darse el caso del condón atorado en el ano. No quería contagiarme de ninguna enfermedad.

Nos vestimos. Gracias, Jazmín. Estuvo rico. Te pasaste. Luego de un cache, se me quitaba toda la lujuria y solo quería estar solo. Pero los modales inculcados desde niño me obligaban a dar las gracias e intercambiar algunas palabras. No me llamo Jazmín, dijo. Claro que sí. Me dijiste que te llamabas Jazmín la última vez que estuvimos juntos, le recordé. ¿Sí?, preguntó, cubriéndose las tetas con el brassier. Claro, afirmé. Bueno, a mí me dicen Keiko, por lo chinita. Era cierto, tenía los ojos rasgados. Quedamos en ir a un bar. Conversaríamos; nos conoceríamos un poco más. Me interesaba saber cómo se había hecho cabro. Planeaba escribir la historia de un tipo que, tras terminar una relación heterosexual, se hacía novio de un travesti de tetas y culo desproporcionados. Había mucho por investigar.

Salí del Malka Masi. Estaba ligero, fresco. Si el mundo aplacara sus urgencias como lo hacía yo, sería un lugar feliz, sin guerras.

Caminé por Nicolás de Piérola. Unos cuantos tipos, acumulados en las afueras de un minimarket, veían el partido. Perú, uno; Ecuador, cero. Al minuto, gol del Ecuador. ¡Malos de mierda!, gritó un vejete. Era calvo, delgado, y el poco pelo que le quedaba arriba de las orejas estaba tieso y gris. Apestaba a sudor de semanas.

Terminó el primer tiempo. El grupo se deshizo. El vejete se acercó a un tacho de basura y metió la mano en el agujero. Sacó algo que se llevó a la boca. Murmuraba. No se le entendía. Se alejó.


Fui a Chancay y seguí hasta Quilca. En la cuadra cuatro, el restaurante Piero era el único atendiendo a esas horas. Las mesas estaban llenas de botellas de cerveza. Hallé un asiento vacío. Entré y pedí una cerveza bien helada. Al poco rato, empezó el segundo tiempo. ¡Písenles la cola a esos monos malparidos!, se exasperó un tío. Llevaba el pelo engominado y raya al costado. Un bigotito grasiento le colgaba de la nariz. ¡Esos monos no nos ganan! ¡La casa se respeta, carajo!




Cuando entró La Pulga, se escucharon aplausos. Sin la leche jodiéndome la cabeza, me entregué al disfrute del partido. El tío del bigotito era el más entusiasta. Aplaudía, gritaba, saltaba, golpeaba la mesa cuando los jugadores desobedecían las instrucciones que él, desde su mesa, forjaba a viva voz. De pronto, se hace un silencio. Tiro libre para Perú. Lo lanza Cueva. La pelota hace pim pum pam en el área chica hasta que se la encuentra Renato Tapia. Pam, dispara y gol peruano, conchasumadre.  ¡Goooool, carajo! ¡Goooool por la reputamadre!

Era ya la medianoche. Quedábamos pocos en el restaurante. Yo terminaba mi segunda cerveza. El propietario del lugar, un provinciano de nombre Eric, compartía una cerveza con un amigo. Por las puertas aún abiertas, se filtró un tío de pelo entrecano, delgado. Vestía una vieja casaca de cuero. Se acercó a la mesa del dueño.

Eric, yo te conozco. Sé que me conoces, también. Seguro no te acuerdas. Trabajo aquí cruzando la calle; en esa imprenta, señaló. Miren, no quiero interrumpir su conversación. Es solo que mi pecho está hinchado de orgullo, eructó. No puedo más. Tenía que decirles, decirles a todos los presentes aquí, nos miró, que estoy orgulloso de ser el papá de Tapia. Sí, soy el papá de Renato Tapia. ¿No me creen? Sacó algo del bolsillo de atrás de su pantalón. Eric, mira, mi DNI. ¿Qué dice ahí? ¿Ves? Me apellido Tapia. Eric y su amigo lo miraron como se mira a un borracho que habla huevadas. Yo me estaba creyendo el cuento. ¿Y cuál es el apellido de tu esposa, de la mamá de Tapia?, preguntó Eric. El señor Tapia dudó. No supo qué decir. Eh, este, este, este. Bueno, un abrazo y arriba Perú. Se retiró.

Unos minutos después, también me fui. Era rico dormir completamente calato en tu propio cuarto.  

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