Martes 06 de setiembre del 2016
They say the bad guys wear
black
We're tagged and can't turn
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Pantera -
Cowboys From Hell
El
celular se disparó a las cuatro y media de la mañana. El cuarto estaba a oscuras.
Solo brillaba la pantalla del aparato que no dejaba de chillar. Era martes. Acallé
el ruido y continué durmiendo. No dormía tan profundamente desde el viernes,
día en el que fui expulsado del departamento donde viví con mi familia por casi
dos años.
Esa
noche del viernes, Melina, la nueva pareja de mi esposa, mudaba sus cosas a
nuestro departamento. Fui testigo de esa mudanza. Al mismo tiempo, yo iniciaba
la mía. Mientras Melina desempacaba, ayudada por mi esposa, mi cuñada y mi hija
-quien no tenía idea de lo que le ocurría a su papi-, yo empacaba sin que nadie
me prestase atención. Ese mismo día, luego del trabajo, hallé el sitio perfecto
para reubicarme; un cuartito en pleno Centro de Lima, en el jirón Zepita, entre
los jirones Peñaloza y Chancay, calles repletas de todo tipo de travestis. La
librería del señor Luna y los bares que solía frecuentar me quedarían a pocos
pasos. Más no se podía pedir.
Fuente: Google Maps
Ese
viernes, dormí sobre una manta. Mi columna quedó hecha mierda. La mañana del
sábado, fui al Sodimac de la avenida Tacna. Compré una escoba, un recogedor, un
colchón inflable de dos plazas -con su inflador-, una mesita blanca, una silla
plegable, dos cojines azules, una colcha de plaza y media y un ropero armable
hecho de varillas de aluminio y láminas de tela.
Invité
a Rosario a pasar la noche.
Para
la tarde, tenía el cuarto amoblado. Ahora, faltaba yo. Quería que Rosario me
viese presentable. Fui a Polvos Azules y compré unas Adidas Superstar,
originales.
Fuente: Google Maps
La
mudanza había reconfigurado mi cerebro cachivachero. Me deshice de todo lo
viejo. Vestiría y usaría solo lo esencial. Tiré a la basura las tres zapatillas
de cincuenta soles que había comprado en El Hueco hacía cinco meses. No me
asaltó la pena. Esas huevadas merecían desaparecer. Las plantas de mis pies
habían padecido ya bastante.
Me
duché tranquilamente. El agua estaba tibia, rica. Me talqueé las bolas y el ojete,
que siempre me sudaba, caminase, durmiese o corriese. Me talqueé los pies. Me
vestí de negro. Me había traído toda mi ropa negra y ajustada, que era poca. La
ropa de colores, que era mayoría, se fue a la mierda junto con las zapatillas
de cincuenta soles. En adelante, solo me vestiría de negro.
Me encontré con Rosario
en Plaza Vea de Alfonso Ugarte. Compramos un vinito helado. Caminamos a mi
cuarto. Es bien chiquito,
dijo, ni bien abrí la puerta. Te lo dije;
es recontra chiquito, le recordé. Sí,
pero no pensé que tanto, dijo, divertida con la situación. Un rato después,
luego de habernos tomado el vino, tiramos.
Fuente: Google Maps
Con
mucho cuidado, ensayamos diversas poses sobre el colchón. Temíamos reventarlo.
Enseguida, nos dimos cuenta de que resistía bastante bien las refriegas del
cache. Más confiada, se sentó sobre mi pinga, de espaldas a mí. Movió el culo
en círculos, con fuerza. Ah, qué rico,
por la putamadre. Las paredes y el piso empezaron a temblar. ¡Terremoto!, gritó un vecino. Nos
detuvimos. No nos quedó otra que cachar suavecito; el piso del cuarto
transmitía nuestros movimientos hacia las paredes.
Terminamos
con una de sus gloriosas chupadas de pinga. La grabé para el recuerdo. Eyaculé
en su boca y me quedé dormido. Ella no; continuó despierta un rato más.
Se
fue a su casa el domingo por la mañana. Pasé todo ese día solo. No pude dormir.
A la medianoche, decidí salir. Fui a La Jarrita, una discoteca para gays,
lesbianas, transexuales y curiosos, en la nueve de Camaná. Compré una Pilsen
helada. La bebí cerca de una pantalla gigante donde pasaban videos musicales.
Un
tipo con cara de pavo, ebrio, de lentes, de cuarenta y tantos años, bailaba con
tres chicas. Identifiqué a una de ellas. Se prostituía en Chancay. Me la había
cachado hacía unos días, cuando aún no me expulsaban de la familia. Se llamaba
Estrella. Su servicio fue malo. Falto de pasión. Pero era linda. Parecía una
mujer de verdad. Ella, más que bailar, se movía suavemente en su sitio. Eran
sus amigas, una chata culona y una grandaza de espaldas anchas, ambas
horribles, quienes pirueteaban en torno al pavo. Este se arrodillaba en el piso
salpicado de cerveza e incrustaba su nariz en el culo de la grandaza. Movía la cabeza
de un lado para el otro. Estaba en su salsa.
La
chata culona se me acercó disimuladamente. Meneaba el trasero. Sabía lo que
tenía ahí detrás. Me lanzó miraditas que no correspondí; estaba demasiado fea.
Terminé
la cerveza y regresé al cuarto. Llegué en cinco minutos, caminando
tranquilamente.
Seguía
sin poder dormir. Vi el video de la mamada de Rosario y me corrí la paja. La
eyaculada me noqueó durante unos segundos, pero seguí sin conciliar el sueño. A
las cuatro y media, se disparó la alarma. La apagué y me puse la ropa de ciclista.
Me había mudado con la bici que compré en agosto, en Saga de Plaza San Miguel.
Llegué al trabajo en hora y media. Luego del almuerzo, cerré los ojos, sentado
al escritorio. El ruido de un mensaje en el WhatsApp me despertó. Daniel, necesito plata. Era mi esposa. Lo
que le había dejado para el mes se le había ido en unos gastos imprevistos. Yo
sabía que esos gastos tenían que ver con la mudanza de su pareja. No le
respondí inmediatamente. Dejé que el tiempo me aplacara la ira. Luego de unos
minutos, le escribí que pasaría por su casa a las nueve, que me recibiera para
darle el dinero.
Le
di la plata y me fui. Llegué al cuarto en diez minutos. Guardé la bicicleta. Me
bañé. Me vestí. Fui a la licorería de la cuadra tres de Piérola. Compré un Queirolo
helado y un paquete de galletas de soda. El tendero añadió un vasito de
plástico. Regresé al cuarto. Los travestis escaseaban en el jirón Chancay. En
Peñaloza, había unos cuantos, pero feos. Por tercera vez, estaba solo en ese cuarto,
mismo Bukowski. Una buhardilla en pleno Centro de Lima, donde, como dijo
Eurípides, el peligro brilla como la luz del sol. Llené el vasito con un poco
del vino helado. ¡Ah! Preciso para la
garganta.
Abrí
la laptop y presioné el botón de encendido. ¡Carajo!
No arrancaba la huevada. ¿Qué pasó?
Volví a presionar el botón. Nada. Ni un pestañeo. Repetí el proceso veinte
veces más. Entonces, supe cuál era el problema. Temeroso de que mis vecinos me la
robaran durante mi ausencia, decidí llevármela al trabajo. La máquina viajó
pegada a mi espalda durante hora y media de ida y hora y media de vuelta. El
sudor -porque sudaba como un cerdo- había traspasado la mochila, empapando mi
laptop. Ni modo, pensé, mañana salgo temprano del trabajo y me la llevo
a Wilson. La avenida Wilson, ubicada a escasas cuadras del cuarto, era el
paraíso de las tiendas dedicadas a la venta y reparación de computadoras.
Salí
a caminar. Aún había pocos travestis. Ninguna de tetas y culo grandes. Di
vueltas por Chancay y Peñaloza. Nada. Los serenos habían cuadrado sus carros en
las esquinas. Hijos de puta. Ustedes aquí
y en La Victoria, el Callao y San Juan de Lurigancho los choros atracando y
matando a mansalva. ¿Qué daño hacían los travestis?
Regresé
al cuarto. Volví a ver la mamada de Rosario. Su técnica había mejorado con los
años. Ya no me clavaba los dientes en el glande. Eyaculé. Envolví la leche en
un pedazo de papel higiénico que encesté en el recogedor de basura. Dormí.
Dormí profundamente en el colchón inflable. Dormí calato, tapado solo con la
colcha.
La
alarma chilló a las cuatro y media, pero la mandé a la mierda. Cuando desperté,
a las seis y diez, sentí que por fin había hecho de ese espacio de dos por dos
MI cuarto. Me puse la ropa de ciclista y llegué a la chamba en dos horas,
manejando despacio y con concha, oyendo Doble Nueve.
Fuente: http://radiodoblenueve.com/
Mejoralo en la 2da parte demasiado predecible vulgar protagonico demasiado realista
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