viernes, 28 de febrero de 2025

NOVELA PERUANA BRUTALIDAD de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 08: El Tío Marly en Chincha - Raúl Patán se confiesa

 


Bobby le mostró a Coco sus dominios. Las parcelas rebalsaban de uvas. Todas ellas eran arrancadas de sus matrices y colocadas en canastos por un mar de gente morena. El sol era inclemente y los recogedores llevaban las cabezas envueltas en turbantes, aunque los torsos de los varones iban al desnudo, mostrando unos pectorales y abdominales muy bien definidos. Las mujeres, por pudor, no podían descubrirse como los varones. Sin embargo, llevaban livianas túnicas blancas. Había niños y adolescentes que también colaboraban en la faena.

¿Y qué voy a hacer aquí?, preguntó Coco.

¿No querías plata?, dijo Bobby, montado sobre un corcel blanco.

Claro, metiéndole la pinga a usted, aclaró Coco, presto, vivísimo.

Sí, pero eso fue antes de ver que tu pinguita no me provocaba nada. Te lo dije la semana pasada. Pero como no quiero fallarle a mi Arturito, te voy a sacar de la pobreza con este trabajito que te voy a encomendar.

Coco hizo un mohín de insatisfacción que no fue del agrado de Bobby. Este, ajeno a las hipocresías, explotó: Oye, si no quieres que te ayude, entonces lárgate, ah. Si te hago personalmente este favor es porque le pediste a mi adorado Arturito que te dieran chamba y aquí estoy, cojudo.

Cuando Bobby enfurecía era el mismísimo diablo.

Cierta vez, en una reunión técnica, en el que cada gerente general de sus cinco minas sustentaba los presupuestos para el año siguiente, uno de los ingenieros no supo responder sólidamente a una pregunta que uno de los acuciosos revisores de Bobby, quien estaba presente en la reunión y acostado sobre un anda cargada por cuatro indios trabajadores de la mina, había hecho.

Al ver que demoraba en dar la respuesta y que, además, tartamudeaba al pergeñarla, Bobby, que escuchaba la presentación mientras se aplicaba distinguidas cremas en las piernas flacuchas, estalló: ¡Eres una bestia! Claro, pues, cómo vas a justificar esos cuatro millones de dólares si con las justas puedes hablar. ¡Desaparece de mi vista! ¡Lárgate, indio de mierda, antes de que cometa una locura! No puedo creer que de la Católica salgan indios brutos con el título de ingenieros. Luego estos me tartamudean en las reuniones. ¡Largo!

El ingeniero abandonó la sala llorando amargamente.

Vas a supervisarme la producción de esta parcela, dijo Bobby, blanquísimo y esplendorosamente recortado contra aquel cielo azul de Chincha. Y con este látigo me vas a castigar a toditos estos negros si no me llenan esas veinte canastas que ves ahí.

Sobre todo, continuó Bobby, vas a tener cuidado de ese negro que está ahí y que tiene más o menos tu edad. Esa mierda, que se llama Gonzalo, se come mis uvas o me las mea. Si me lo descubres haciendo maldades, le rompes el culo con este látigo hecho de verga de toro. Ya lo sabes. O me llenas esas veinte canastas o te rompo el culo a ti.

Bobby abandonó la escena sin prisas montado en aquel majestuoso animal albo, dejando en las manos de Coco la gruesa herramienta del dolor.

***

Raúl Patán encontró a su mujer cachando con Chat Mayo, su socio. La embestía salvaje y ricamente.

Hubieran esperado a que me vaya del todo, dijo Patán al pasar al lado de la efervescente pareja. Ella llevaba los ojos en blanco y él la lengua afuera. La pareja derramaba sus lascivos jugos en el sofá donde Patán solía regalarse largas e inútiles horas viendo los programas de Brutalidad y bebiendo con desafuero sus favoritas Colt45.

Chat Mayo se había enamorado perdidamente de la mujer de su socio y este le venía fallando constantemente en los emprendimientos que realizaban juntos. Entonces, le perdió el respeto. De ahí a cogerse a su mujer solo había un paso. Lo siguiente fue, mediante unas jugadas maestras, quedarse con el dinero y propiedades de Patán. Finalmente, apropiarse de su mujer. Patán no pudo hacer nada. Su ignorancia en materia de negocios, pero sobre todo su adicción a la bebida, hicieron que Mayo pudiera adueñarse de todo lo suyo sin obstáculo alguno.

A pesar de lo mal marido que había sido Patán, su mujer se apiadó de él y, en una de sus encamadas con Mayo, le pidió a este que no desamparase a su todavía esposo. No me lo dejes en la mendicidad, le suplicó luego de una feroz mamada.

Pero cómo le voy a dejar algo a ese borracho si con las justas puede mantenerse en pie.

¿Y por qué no le das un trabajo de vigilante en alguna de las casas que estamos arrendando? Tú sabes que ellas no se alquilan rápido. Lo podemos poner como huachimán hasta que alguien las arriende, porfió la mujer.

A Chat no le disgustó la idea.

Sí, mi amor, tienes razón. No creo que sea tan huevón de cagarla en esa chambita, rio Mayo.

Pobre que me choques el auto, Raúl. Te saco la mierda, ah, dijo Chat cuando Patán salió de la cocina con rumbo a la puerta de la calle. Me vas a enviar mensajes cada hora de cómo están las cosas.

Como usted diga, jefe, dijo Raúl antes de salir. Se le había ocurrido que al llamar ‘jefe’ a Mayo, mientras este seguía metiéndole reja a su mujer, se le aplacarían las suspicacias.  

Eso espero, borrachoso e’ mierda. Yo quiero asegurarme que estés en tus cinco sentidos. Mira que si hago esta caridad contigo es por ella, dijo Chat con la lengua afuera y señalando a la mujer que en esos momentos le hacia una tremenda rusa.

Patán se montó en uno de los vehículos de Chat, que hasta hacía unas horas había sido de él, y partió rumbo a una de las casas en donde debía hacer la vigilancia.

Mientras condujo, empezó a llorar. No podía creer que había perdido a su mujer y a sus propiedades por el maldito vicio del alcohol. Para ahogar la tristeza, se echo varios tragos de cerveza mientras manejaba.

Decidió que debía compartir su pena con alguien. Sintonizó Cuchillos Largos; Groover estaba en vivo, en programa, elogiándose por el éxito de la pollada de Eva. Patán pidió link. Groover se lo soltó.

Viejo, gracias por dejarme entrar, dijo Raúl sofocado por las lágrimas.

¿Qué pasó, Patán? ¿Qué tienes que decirnos? ¿Cuál es tu aporte?

Viejo, quiero aprovechar tus ondas para compartir mi dolor.

A ver, habla, dijo Groover, condescendiente.

Viejo, mi mujer me ha dejado.

Chucha, ¿por qué?

Porque soy un borracho. Siempre me gana el alcohol. No he sido el mejor esposo y he pagado.

¿Pero has pensado en reconquistar a tu mujer, borracho de porquería?

Está difícil, Viejo, porque mi rival financiero ya se la está frejoleando duro y parejo. En estos momentos, le está dando por ventana y tragaluz. Volví a mi ex casa para recoger un six pack de Colt45 y los sorprendí en pleno acto. Pude ver que tenía el miembro más grande que el mío. Y, encima, se movía como un adolescente.

¿Y tú, Patán? ¿Te mueves o ya no?

Ya no, Viejo. Estoy como tú, jodido de la cadera. Doy una embestida y ¡plag! me quiebro.

Ya, ya, conchatumadre, no te pases de vivo. Encima que te doy tribuna, me maleteas. Pero respóndeme: ¿Vas a quedarte tranquilo sabiendo que eres cachudo y has perdido tus propiedades?

La verdad no sé qué hacer, Viejo, dijo Patán.

Groover comprendió que compartía la misma pusilanimidad de Patán. La diferencia era que Patán alguna vez tuvo mujer y plata; Groover solo había tenido mujer. Plata nunca.

Y si organizo una pollada para mis medicamentos, pensó Groover mientras Patán relataba sus desgracias. Su hablar era dificultoso. La cerveza hacía que se comiese las sílabas. No, no seria posible. Tendría que confesar que si tengo sillau. Porque una cosa es que el pelao de Marly haya dicho que soy sidoso y otra que yo mismo lo confirme.

Una noticia le cayó en medio del plúmbeo soliloquio de Patán: el Tío Marly había anunciado su retiro definitivo del mundo de la Brutalidad, pero, dos días después, había vuelto con fuerza, dispuesto a continuar con sus maldades.

Groover pensó: Es imposible que ese pelao se retire de este mundo. Aquí encuentra gente a la que le enrostra las cosas que compra con plata de su hermana, que es la que lo mantiene. Ese huevón no tiene amigos en el mundo real, por eso siempre está anclado como garrapata a este mundo de la Brutalidad. Aquí es alguien, es el Tío Marly. En el mundo real, es Coco, un bueno para nada mantenido por su hermana.

Patán empezó a roncar. Groover lo botó del directo y se encerró en su habitación, recordando aquellos tiempos en los que, con las juventudes apristas, irrumpían en las ceremonias de los zurdos a romperles el culo. Fue una de esas veces cuando, en una actividad del frente izquierdista de masajeadores del Perú, el FIMP, satisfecho de haberle roto las cabezas a los ciegos, conoció a Estela, la trava que lo contagiaría de sida. 


viernes, 21 de febrero de 2025

NOVELA PERUANA BRUTALIDAD de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 07: El éxito de una pollada

 


¿Y tú quién eres?, dijo Bobby, impío empresario minero y tío del conocido presentador televisivo Jaime Babies.

Coco. Me llamo Coco, dijo Marly, estirando una mano cuya piel le gritaba al mundo que jamás hubo conocido los rigores del trabajo físico.

La suavidad de esa mano desanimó a Bobby. Para marica bastaba él. Lo que necesitaba era un muchacho bandido, de piel bronca como la corteza de un roble.  

Te me haces conocido chibolo, dijo el minero. Llevaba una bufanda enroscada en ese cuello que parecía hecho de fino papel crepé.

Es que soy pata de Arturo y casi siempre caigo en este lugar.

Bobby comprendió todo. Le hizo una seña a Baltazar, el moreno que le guardaba las espaldas y cuyo miembro viril había sofocado alguna de sus más urgentes necesidades. Baltazar abrió una puerta maravillosamente camuflada detrás de Bobby.

Pasa, Coco. Conversemos adentro, dijo el empresario. Una mano tan blanca como la cocaína que había estado disfrutando le señaló cordialmente la entrada.

***

  Groover, con temor, los recuerdos inflexibles de Sergio Castro rompiéndole el culo a punta de palmetazos en una de las aulas polvorientas de la universidad Federico Villarreal por ser incapaz de resolverle una simple derivada, tomó un lápiz e hizo cálculos. El resultado no le agradó. Volvió a llamar a Eva. Hizo bilis con ella, pero comprendió que la pollada no tenía un norte. No había meta, no había capital, no había proyección, no había nada.

Sergio Castro bajó del podio y Montes ocupó su lugar. Mientras Groover se mesaba el poco pelo que le iba quedando, veía al serrano burlándose de la tragedia publica que sería la pollada. Aquellos que habían expresado un sincero deseo de arrasar con los pollos disponibles eran todos seguidores del Habla Montesito. Cuchillos Largos, programa de Groover, apenas contaba con una decena de incólumes prosélitos, gentes que jamás habían dado prueba alguna de sólida interacción con el mundo real. Es decir, no podía esperarse ningún dinero proveniente de esa irrisoria decena de personas afantasmadas. Y desde que Eva hubo reafirmado que solamente por el canal de Groover se transmitirían las incidencias de su pollada, los partidarios de Montes se desafectaron de su causa. Que Eva se meta su pollada al culo, propugnaron al unísono. Así, el peso de las ventas recaía sobre los fantasmagóricos adeptos de Groover. Es decir, el fracaso era un hecho.

Solo había una solución para evitar las burlas del serrano; una solución para que la pollada, si bien no un éxito, al menos no llegase a ser un fracaso bullicioso. Groover tomó el teléfono.

¿Aló?, dijo Groover, y aspiró una bocanada de su cigarrillo electrónico.

¿Qué pasa, Viejo?

A Groover le encantaba que lo llamasen Viejo, ya que era el mismo apelativo con el que se solía designar a su ídolo, el pensador político Haya de la Torre.

La pollada de Eva va a ser un fracaso. La cojuda no sabe ni cuánto quiere ganar. Por otro lado, los únicos maricones que habían prometido comprar ahora se han echado para atrás.

¿Y tus seguidores, Viejo?

¿Cuáles seguidores? A mí nadie me sigue. Necesitamos implementar una estrategia infalible para salvaguardar el honor de nuestros canales.

No entiendo, Viejo ¿Qué quieres hacer?

Como buen partidario aprista cuando se trataba de pedir plata, Groover arremetió sin rodeos: Ábreme la billetera. Suéltame el caño. Compra todas las polladas de Eva. Ya luego yo me encargo de decir que entre todos los miembros de mi canal y tu canal se llegó a la meta.

El silencio al otro lado de la línea fue interpretado por Groover como que había que insuflarle a su interlocutor más argumentos de peso.

Eva alucina que la gente irá en masa a su huevada, que la música que va a poner va a atraer a los comensales. Putamadre, ni las polladas de mi extinta tía Lucila Camposantos, que era la reina del asunto, congregaban a más veinte gatos. Y te lo digo con concha porque yo he sido partícipe de alguna de ellas. Si te contara que lo que más se consumía ahí era coca y no pollos.  

El silencio que hubo por respuesta era distinto del primero. Groover sabía interpretar las líneas en blanco. En la escuela de las juventudes apristas le habían enseñado cómo persuadir al adversario. Este silencio era sinónimo de que estaba a punto de lograr su objetivo. Solo había que meter la puntita un centímetro más.

El nombre de nuestra corporación está en juego. Ya sabes lo que tienes que hacer. Ahí te paso mi cuenta. Es cuanto.

***

El Ciego, a causa de su ceguera, no podía ver los paisajes que se sucedían por la ventana del taxi que Bafi le había pagado para acudir a la pollada de Eva. Si hubiera podido, habría visto las casas derruidas, a medio construir, como bombardeadas, que pululaban en su humilde distrito y, con el correr de los kilómetros, habría columbrado el cambio en esas estructuras, casas con jardines, con veredas, con poncianos en las entradas, edificios modernos que abarrotaban los predios de los acomodados distritos de San Miguel, Magdalena y, finalmente, La Perla Alta, zona esta última de pacífica prestancia.  

Azorado por el tinglado de voces y bocinazos, el Ciego recordó las reconfortantes palabras de Eva: Sí, graba nomás, Cieguito, pero ten cuidado. Yo te voy a proteger. O al menos te voy a avisar si los secuaces del Viaje te quieren meter bala.

***

Solo acudieron tres personas a la pollada. Se dejaron entrevistar por un monigote que contrató el Viejo para armar algo de jarana. El monigote, que obedecía al apelativo de Faloperito, además de embolsicarse treinta dólares por un show de quince minutos, logró besar en los labios a la única mujer que asistió al evento.

Esas tres personas eran seguidoras del canal de Montes. Sin embargo, una vez detectadas por la horda de fanáticos montesistas, fueron expectorados de la comunidad. El que está con Groover está contra nosotros, dijeron en coro. Si quieren volver a nuestra comunidad, tendrán que chuparle la pinga a nuestro líder en público.

***

Pero, Viejo, es que a mí me daban pena que los pollitos estuviesen congelándose en la refrigeradora y por eso los puse afuera un rato para que tomen sol.

Groover no podía creer lo que escuchaba. ¿Qué has dicho, cojuda?

Sí, pues, Viejito, y luego cuando empezaron a sudar por el calor, los metí un ratito en mi cuarto para ya, más calientitos, pasarlos otra vez a la refrigeradora. Usted sabe que soy una defensora acémila de los animales. No me gusta verlos sufrir.

Oye, burra, se dice ‘acérrima’, no ‘acémila’. ‘Acémila’ significa mula, pero, claro, eso es más bien lo que eres, una mula. Cómo se te ocurre hacer lo que me estás contando. ¡Esos pollos ya están muertos!, se desesperó Groover. Están muertos, carajo. Entiende. Desde que los compraste estaban muertos, por la reparimpamputa. Y ¿por qué dijiste que los volviste a meter en la refrigeradora?

Porque estaban oliendo un poco feo, dijo Eva, temerosa de que el Viejo le volviese a enyucar otra feroz puteada.

No mucha gente estaba viendo esa emisión de Cuchillos Largos, entonces, Groover pensó en cortar la transmisión para evitar que el respetable dedujese que la pollada se prepararía con pollos malogrados.  

Ya, Eva, no quiero renegar, mejor conversamos por interno. Voy a cortar. Chau, chau.

***

Cuando el Viejo se enteró de que el Ciego no solo no recibió sus diez pollos malogrados, sino que por algún sortilegio del destino la línea de su celular, pieza fundamental para su ubicación y desenvolvimiento en la ciudad, se hubo deshabilitado, soltó potentes carcajadas. ¿Alguien sabe si ese infeliz terminó desbarrancado en los acantilados del Callao?, preguntó en su programa Cuchillos Largos, en donde, con fruición, proclamaba que se habían vendido todos los pollos del evento. Eva está feliz, declaró.

Groover se hallaba borracho de satisfacción. Había que estar también borracho de verdad. Destapó una Coronita helada y se repantigó en la silla sobre la que locutaba Cuchillos Largos. Tengo que complementar esta felicidad con una masturbadita, pensó. Buscó en la computadora vídeos de mujeres de cien kilos copulando con enanos aventajados.

La noche en Newark cayó con plena satisfacción sobre las amoratadas cabezas de sus ciudadanos y Groover durmió nuevamente, tras haberse extraído una gruesa dosis de energía. Roncó estentóreamente para beneplácito de su público que, gracias al éxito de la pollada, había aumentado en tres seguidores: los públicamente expectorados del canal de Montes.

***

Súbete el pantalón, dijo Bobby tras verle el ridículo pene a Coco. No me provoca nada tu cochinadita.

Coco obedeció mansamente.

Más bien, creo que me puedes ser útil en uno de mis fundos de pisaúvas en Chincha, dijo Bobby tras encargarle a uno de sus ingenieros que le acercara la bandeja de coca. Me dijiste que vives por ahí, ¿no?

Sí, claro, dijo Coco.

Llámame mañana, dijo Bobby y lo invitó a largarse del lugar.  


viernes, 14 de febrero de 2025

NOVELA PERUANA BRUTALIDAD de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 06: ¿Soy misógino como Haya? – La estafa del Ciego

 


¡Plag! La cabeza del pollo saltó varios centímetros. Del cuello chorreó algo de sangre. De los ojos de Eva, por el contrario, manaron gruesos lagrimones de impotencia. La tenían cogida de los ovarios. Si hacía sentir su opinión, Groover le quitaría todo el apoyo (léase el dinero) para que se llevase a cabo su pollada.

Delante de todos los espectadores de Cuchillos Largos, la llamó puta de mierda, zorra, hija de perra. Entre esos espectadores, se hallaban su novio, sus padres, amigos y amigas, atentos seguidores todos de las incursiones de Eva en el programa de Groover.

Nunca antes había sufrido tamaña vejación, ¡y en público!  

***

Mírame cuando te hablo. Mírame a los ojos, dijo Groover con una inmensa rabia, apretando la muñeca de su mujer. ¿Quieres que te repita por enésima vez todo lo que te he dicho o ya entendiste, estúpida? Le soltó el brazo con fuerza y cruzó de ida y vuelta, como un poseso, el pequeño espacio de la sala del departamentito que alquilaban en un viejo edificio del jirón Camaná, en el Centro de Lima.

No sabes cómo te odio, miserable. No sabes cómo me arrepiento del día en que acepté tus súplicas, dijo la mujer, tomándose la muñeca, procurándose algún alivio.

¿Y tú crees, cojuda, que yo estoy feliz de que me canses la paciencia todos los días? No puedes entender algo tan simple como que, si me salen dos carreras, te voy a completar pasado mañana lo de la semana. ¿Eres bruta para las matemáticas o qué?

Él mismo no había sido bueno para las matemáticas. Pero eso no se lo hubiera dicho a su mujer. Sergio Castro, inmisericorde catedrático de la Federico Villarreal, lo había jalado tres veces en Matemáticas Básicas A, materia dedicada al estudio de las derivadas y los cálculos infinitesimales. La trica en Mate fue la sentencia de muerte universitaria de Groover.  

Mejor lárgate de una vez. No te quiero ver, dijo la mujer. Eres un misógino, remató, antes de encerrarse en la pequeña habitación que ambos compartían.

Tras tomar una gruesa bocanada de paciencia, Groover pensó en Estela. Estela era diferente. Ella sí lo entendía. No lo jodía tanto. ¿En qué mal momento me casé? Lo que Groover no toleraba era la gente bruta o la que él consideraba bruta, porque, si el mundo se hubiese visto a través de las retinas del catedrático Sergio Castro, Groover habría sido uno de los hombres más brutos del Perú.

Salió del departamento y caminó hacia el estacionamiento privado donde, por una varias veces regateada suma, parqueaba el carrito que usaba para hacer taxi.

Mientras conducía por las calles de Lima, recordó una de las lecciones que Alan García ofreció en la Casa del Pueblo, lección a la que él asistió en primera fila. Quizá Haya demostró una especie de misoginia al no tolerar que aquellos discípulos que se perfilaban como futuros grandes gonfalones del Partido se casaran o se enredaran con mujeres. Sí, creo, que algo de misoginia había ahí por parte del Viejo, dijo un recién llegado Alan García, alto, de varios kilos menos. Entonces, soy un digno discípulo de Haya, pensó Groover. Es más, yo he superado al maestro; yo soy un misógino de la conchasumadre, caviló jubiloso, luego de pisar el acelerador en la avenida Uruguay.

Condujo hacia donde, estaba seguro, ubicaría a Estela. Efectivamente, ahí estaba ella. Era una mujer llenita, y algo más alta que él. Con los tacones puestos, le sacaba una intimidante cabeza de ventaja. Su altura disimulaba su incipiente gordura, aunque esto era lo que le atraía más a Groover, amén de su descomunal trasero y turgentes tetas. Además, solía decir: las gordas son cacheras, son mañosas por naturaleza.

Se fijó en la hora antes de abordar a Estela. Todavía tenía tiempo para estar con ella, descargar su frustración y, luego, ya más relajado, acudir a donde su tío, el dueño del Ollón del Lechón, para pedirle plata, la plata por la que la estúpida de su mujer había estado jodiendo todos estos días.

Estela conversaba con un viejito cuando se percató del auto de Groover.

Ochenta soles, papito, le dijo Estela, cortante, al anciano, que vestía un saquito raído. No puedo rebajarte más. ¿Crees que todo este cuerpo me lo regaló el cirujano por chuparle la pinga?

Pero aún no me pagan mi quincena en la universidad, dijo el viejecillo, que respondía al nombre de Sergio Castro.

Bueno, cuando te paguen, regresas, pues. Tú ya sabes que siempre paro acá. No te me hagas el cojudito.

Está bien, dijo el catedrático, como un niño al que acaban de reprender severamente.

Bueno, me disculpas, pero tengo que hacer, dijo Estela y caminó hacia Groover, que ya le había hecho su clásica seña con aquella levantadita particular de ceja.

Sergio Castro, viendo alejarse a Estela, su obsesión, recordó los tiempos del segundo gobierno de García en los cuales recibía puntualmente su pago y un bono adicional por el solo hecho de pertenecer al Partido del Pueblo. Ahora, dichas épocas eran solo un nostálgico recuerdo. Ojalá volvamos pronto al gobierno. Quiero cachar como antes.

¿Sale un polvito, mi amor?, le dijo Groover a Estela ni bien ella metió su rostro por la ventana del auto.

A Groover le fascinaban las transexuales, en especial Estela. Él solía decir para sus adentros: Si Tito Livio dijo de Julio César que era el hombre de sus mujeres y la mujer de sus hombres, yo, Groover, soy el hombre de mis mujeres y la mujer de mis cabros de Zepita que me meten el dedo y la lengua hasta el fooondo.   

Ya, pero primero págame los dos polvos de la semana pasada. No te hagas el cojudito, replicó ella.

Putamare, ¿tú también?, se encabritó Groover.

¿Como que yo también?

Claro, pues, primero mi mujer jodiéndome con que le dé plata y ahora tú. Carajo, todo el mundo me pide plata, dijo Groover propinándole un palmazo al timón de su auto.

Ay, que conchudo que eres. Todo el mundo te pide SU plata, papito. Si dejaras de picarle plata a la gente, créeme que no te estarían pidiendo lo que les pertenece, dijo Estela, desafiante. Y a mí no me confundas con tu mujer, le aclaró. Recuerda que lo nuestro es ochenta por ciento comercial y veinte por ciento una cierta amistad para quedarme escuchando tus huevadas políticas luego de haberte empujado la lengua por el culo. Si quieres un polvito hoy, ve aflojando el billete, papito, puntualizó Estela.

Si Estela hubiese sido mujer, hace rato le habría partido el hocico. Puedo sacarle la mierda a una mujer, pero a un hombre ni cagando, solía decir Groover. Ni que fuera huevón. Yo solo soy machito con las mujeres. Tras contener sus ímpetus bélicos, a su cerebro se le ocurrió una idea, una mentira. A las mentiras, en las juventudes apristas a las que pertenecía, les llamaban ideas. Así, había zaherido a varios de sus antagonistas.  

Mira, cachamos rapidito y me das cinco minutos para apretar a un puntero. Lo ajusto y te pago el polvito de hoy más lo que te debo de la semana pasada. ¿Qué te parece? Groover enunciaba sus mentiras como si fuesen verdades absolutas. Hasta él mismo llegaba a creérselas.

¿Ah, sí?, dijo Estela, siguiéndole la corriente. ¿Y dónde está ese huevón al que vas a ajustar en tan solo cinco minutos?

La arrechura consumía a Groover. Las tetas de Estela, que también asomaban por la ventana, le elevaban la libido. Groover necesitaba que le metieran la lengüita al culo. Por eso, en esos momentos, no se hallaba con el humor y la disposición adecuados para formular un cuento mucho más convincente, como el que le había chantado a su mujer.

Oye, reconchatumadre, ¿vamos a cachar o no? Tampoco te voy a estar rogando, ah. Ahorita me hago cinco carreras al hilo y salgo barbón, ah. Y no te quiero ver suplicando para que te cache y te baje un sencillo y te convide de mi grifa, amenazó Groover.

El gesto de Estela fue de genuina sorpresa: Oye, tú estás bien huevón, ¿no, papito? ¿Tú me dejas un sencillo a mí? Oye, mi tarifa es plana: cien soles el cache. Yo no acepto “sencillos”. Y debería cobrarte más porque oírte hablar de tus delirios políticos es insufrible. Además de que me aburres, encima me mientes. Siempre me dices que Henry Kissinger esto, que Henry Kissinger lo otro. Que te cache Kissinger, entonces. Ya me tienes harta. Y encima me metes al jardín. Dices que Kissinger fue un genio diplomático que fortaleció la posición de los Estados Unidos en el mundo, cuando la verdad es -¿o creíste que no iba a averiguar ni pincho?- que muchas de sus decisiones debilitaron la imagen de ese país. Por ejemplo, su apoyo a Pakistán durante el genocidio en Bangladesh en 1971 llevó a la India a acercarse la Unión Soviética, y su política en Oriente Medio endureció las tensiones que persisten hasta hoy.

La boca de Groover se deformó en una mueca que expresaba un grato desconcierto. No se esperó tamaña clase de realpolitik de la boca de una puta transexual. Se sintió orgulloso. Estas son mis semillas, pensó.

Soltó una carcajada. Voy a regresar por ti, conchatumadre, y arrancó el auto.

***

Dos horas después, Estela se sumió en un doloroso horror cuando su amiga Paquita le contó que a quien había acabado de atender era al escurridizo Sin Jebe, el Cachero de la Muerte, gran desparramador del VIH en el mundo del comercio sexual.

¿Pero te protegiste no cojuda?, le dijo Paquita.

Es que me pagó trescientos soles por hacerlo a pelo, dijo entre lágrimas Estela. En ese momento, hubiera deseado haberle aceptado la propuesta al cachetón de Groover, apodado en los círculos de las malogradas juventudes apristas como Lechón. No se habría cruzado con Sin Jebe si hubiera atendido a Groover. 

***

Bafi, desde Australia, le envió ciento cincuenta soles al Ciego para que le colaborase a Eva con seis polladas. Eva se había apoyado en Groover para organizar una pollada que le redituase el dinero que necesitaba para trabajar en un crucero. A pesar de que Bafi odiaba a Groover, puso al margen su encono, y decidió ayudar a su amiga Eva, a quien consideraba una mujer un tanto alocada y desorientada. Dios la ayude y perdone, solía decir.

El Ciego, que desde hacía unos meses vivía de la caridad de los que seguían las emisiones de su canal Quiero Vistas, se había malacostumbrado a comer sin pagar un centavo. Había empezado a frecuentar lugares que hacía unos meses le estaban económica y socialmente vedados: Burger King, KFC, McDonald’s, la Rosa Náutica, entre otros.

Los seguidores de Quiero Vistas donaban veinte, treinta soles, para que el Ciego comiese en esos lugares. Les fascinaba verlo deglutir ya que el invidente prendía la cámara de su celular. Cuando engullía una papa frita, hacía chuic, chuic, chuic, como un desaforado y grasoso capibara. Los seguidores de Quiero Vistas se cagaban de la risa al verle los granos de la cara, los dientes amarillos, la baba chorreándosele por las comisuras. 

El Ciego recibió los dineros de Bafi y los empleó para regalarse a sí mismo una cena pantagruélica en el Friday’s de uno de los distritos más acaudalados de la ciudad. Bafi nunca se va a enterar de que usé su plata para darles de comer a los gusanos que viven en mi panza, pensó el Ciego mientras mascaba, como roedor, los clásicos y muy americanos choclitos amarillos del Friday’s. Y pensar que hacía unos meses solo comía corontas, recordó el Ciego con felicidad.

Para tranquilizar aún más a su conciencia, se dijo a sí mismo: Si Bafi me pregunta si le compré las seis polladas a la Eva, le diré que sí, nomás. Total, no tiene cómo enterarse. Era cierto, Bafi no tendría cómo darse cuenta de la estafa. Los seguidores del Ciego, los cieguistas, ya le habían asegurado diez polladas. Bafi va a creer que esas polladas son las que compré con su plata, jijiji, rio maléficamente.

***

Oye, cojuda de mierda, hija de mil putas, ¿ya tienes todo listo para la pollada?, demandó Groover.  

Eva, aún llorando, le respondió: No me joda, tío. Ya no soporto tanta presión. Usted me ataca y yo no sé por qué. ¿Acaso está usted en drogas? ¿Está drogado? ¿Qué cosas ha consumido?

Oye, reconchatumadre, ¿no sabes por qué te odio? Te odio porque eres bruta como una pared. Me recuerdas a mi exmujer o a la cojuda de Estela que no me quiso cachar por misio. Escúchame: he recibido información de que va a ir el Ciego a la pollada. Voy a mandar a unos matones que conocí cuando vivía en Lima para que le metan bala si lo ven.

Eva quiso quejarse. ¿Por qué Groover le amputaba la libertad a su pollada? ¿No se suponía que, a más pedidos, más plata? Y yo lo que necesito es plata para poder trabajar en un crucero de azafata y ganar en dólares.

Como si le hubiera leído la mente, Groover siguió hablando y tocó ese punto: Yo he organizado esa pollada y no voy a permitir que el Ciego bien campante vaya y grabe para su programa Quiero Vistas y para el Habla Montes. Ya he dado las instrucciones. Si ven al Ciego, ¡pum!, ¡pum!, dos balazos en la cabeza y listo. Así que, cojuda, apenas escuches los balazos te lanzas al suelo, porque no quiero ser responsable de tu muerte, que por otro lado me encantaría, porque no sabes que te odio con todo mi ser. Es cuanto.

Terminada la transmisión, Eva, aún llorosa, llamó al Ciego.

Cuidate. Groover le ha puesto precio a tu cabeza. Yo sí te doy permiso para que grabes, pero, por favor, Ciego, ven acompañado. No quiero que mi evento se contamine con tu sangre.

El bastón del Ciego, al otro lado del teléfono, empezó a temblar.


viernes, 7 de febrero de 2025

NOVELA PERUANA BRUTALIDAD de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 05: Como dijo Quevedo, por menos de 180 soles el Profe Puti no mueve un dedo

 


Era la primera vez que poseía, en su puta vida, unos lentes Ray-Ban, modelo aviador, de cuatro mil dólares. Lo he logrado, pensó Gonzalo. Ahora soy alguien.

¿Adónde vas?, le dijo a su mujer, viéndola lista para salir a la calle.

A la tienda de la vuelta. Se me olvidaron comprar unas cositas en el mercado. Pero regreso rápido, dijo, con temor. Gonzalo podía reaccionar violenta e intempestivamente ante cualquier falta u omisión. Él sí podía equivocarse y siempre tenía la excusa perfecta para perdonar -o incluso no reconocer- sus propias cagadas; pero era intolerante en cuanto a los errores ajenos, especialmente, en cuanto a los dislates de su mujer. Parecía no tolerar su presencia en casa. Muy frecuentemente y, sin motivo alguno, Gonzalo la atormentaba con gestos gruesos, miradas duras y la bemba torcida por el resentimiento, como si ella fuese la culpable de alguna desgracia en su vida.  

Déjalo. Yo voy, dijo Gonzalo.

La mujer no podía creer que su esposo, remolón para efectuar cualquier tipo de labor doméstica, por muy liviana que fuera, se ofreciese a ir a la tienda. Pero, como le había dicho su madre alguna vez aprovéchate gaviota que no volverás a ver otra, la mujer tomó de buen grado el ofrecimiento.

Entonces, tomó una hoja de papel y garabateó rápidamente el listado de las cosas que debía comprar.

No sin cierto miedo, le entregó la hojita a Gonzalo. Este tenía la cara de culo, como siempre que interactuaba con ella. Parecía un australopitecus furioso por no haber recibido la pierna prometida del mamut cazado y cocinado luego en el fogón de piedra de la tribu. 

¿Y la plata para comprar esto?, dijo Gonzalo tras leer la nota.

La mujer había pensado que el repentino e inusitado favor iría acompañado del ahorrito del dinero del mes que Gonzalo le proveía y que tampoco era la gran cosa.

No; se había equivocado. Gonzalo le exigió el dinero que ella tenía destinado para la compra. Le tendió su inconfundible palma anaranjada demandando que colocase sobre ella el billete de diez soles calculado para comprar las minucias detalladas en el papel.

Pero, pero, yo pensé que…, balbuceó la mujer.

¿Qué pensaste?, tronó Gonzalo, dirigiéndole a la pobre una ácida mirada, como si tuviera delante de él, no a la mujer que le dedicaba sus mejores días, sino a uno de sus más feroces jodedores, el Tío Marly. Pensaste que yo iba a gastar de mi propia plata, ¿no? Tas tú bien cojuda. Para eso te doy treinta soles para la comida al mes.

La mujer bajó la cabeza. No se atrevió a mirar a su marido. Le temía. Ya había existido un par de conatos de violencia en el pasado.

Ya, dame, dame los diez soles, oe. Apura, le exigió Gonzalo. El billete terminó envuelto en esa grotesca palma de homínido salvaje.  

Gonzalo sonrió y caminó hacia la puerta, una puerta de barras negras metálicas cuyas contorsiones imitaban a ciertas flores y hierbas lanceoladas. Los vacíos de dichas formas iban cubiertos por láminas de vidrio amozaicado. Una de ellas había sido quebrada por un furibundo pelotazo escapado de una pichanguita protagonizada por los revoltosos niños de la barriada. Todos terminaron siendo severamente amonestados por Gonzalo. A raíz de ello, el padre del chiquillo autor del pelotazo quebrador, quien recibió los insultos más procaces y cargados de saliva de Gonzalo, juró sacarle la reconchasumare a ese negro de mierda si se lo encontraba por ahí. Quién chucha se ha creído para hablarle así a mi hijo, carajo.

El hueco dejado por la destruida lámina fue saneado gracias al ingenio de la mujer de Gonzalo. Una lámina de cartón había sido la solución.

Cuando Gonzalo detectó ese basto pedazo de cartón afeando su ya horrorosa puerta, le llamó la atención a su mujer: No seas bruta, oe. Como vas a poner ese cartón feo ahí. Mejor fórralo con esto que te voy a dar. Y corrió hacia la habitación matrimonial. Metió su gruesa mano debajo del colchón de la cama y extrajo el calendario de 1999 de Mónica Cabrejos que él atesoraba con fervor. Cuando su mujer no estaba, Gonzalo se pajeaba viendo a la Cabrejos desnuda en esas doce clásicas posturas. Su mes preferido, el que más leche le sacaba, era el de febrero: carnavales. Mónica llevaba un dildo atravesado en el culo. Ese dildo era igualito a la tercera pierna de Gonzalo. Sin embargo, cuando un día se enteró de que Mónica salía con un venezolano pinchador de discos por el solo hecho de ser guapo y no por su catadura intelectual, le perdió el antiguo fervor al almanaque.

Toma, forra el cartón con el mes de febrero y no me vuelvas a joder más con tus tonterías. Mira, ve; ponerle un cartón feo a la puerta. Faltaba más, dijo Gonzalo.

La mujer forró el basto cartón con las tetas y los potos de la Cabrejos.

Antes de abrir la puerta y ventilarle su oscura piel al mundo, Gonzalo se calzó los Ray-Ban que le había regalado un admirador suyo, un tipo que demostraba su falta de criterio, juicio y seso al admirar a un negro bestia como Gonzalo.

El admirador había llegado de los Estados Unidos para colmar de regalos a Gonzalo, quien se había hecho muy famoso por derramar Brutalidad a través de su canal de YouTube El Profe Puti.

Además de haberle traído calcetines Nike, un par de AirPods blancos de trescientos dólares, calzoncillos Paco Rabanne, y un lapicero con mango de oro, para que escriba sus poemas, Profe; también le regaló, y esta era la cereza del pastel, unos Ray-Ban de cuatro mil dólares. Gonzalo no cabía de contento.

En lugar de brindarle un agradecido abrazo por el gesto, lo primero que hizo Gonzalo fue probarse los lentes y preguntarle al obsequiador cómo se veía.

El tipo, algo desconcertado por la irracional ingratitud de Gonzalo, dijo: Sí, te quedan bien.

Y ahora iba a lucir esos lentes carísimos en las estragadas y polvorientas calles de la barriada donde moraba. El viento era el jurado enemigo de los vecinos, ya que trasladaba la mugre de una casa a otra y viceversa.

Con los Ray-Ban, vio a su barriada de forma diferente. La vio peor que antes, porque ahora él era supremamente mejor que los adefesieros habitantes que la pululaban como moscas.

Entró a la tienda con el pecho inflado. Había logrado superarse en la vida. Y pensar que para lograrlo solo me hacían falta estos Ray-Ban y mis Airpods blancos. Negros, no; porque negros son para cholos y negros.

Los Airpods los traía incrustados en los oídos, pero desconectados de cualquier música. Solo quería lucirlos.

Oe, le dijo al tendero.

El aludido, que se encontraba despachando a un cliente, alzó un ojo. Pensó: ¿Y qué chucha se ha creído este negro feo para hablarme así?

Oe, despáchame esto, ¿ya?, exigió Gonzalo, tirando el papelito garabateado por su esposa sobre la superficie del mostrador. Rápido que soy un docente famoso que no puede perder mucho tiempo.

Espere, señor, dijo secamente el tendero y continuó despachando a su cliente.

Gonzalo, desesperado, empezó a tamborilear los dedos sobre el mostrador.

‘Ta que malcriados son los serranos, pensó Gonzalo a viva voz.

El cliente volteó lentamente la cabeza para apreciar al hijo de puta que acababa de decir tamaña barbaridad en una barriada poblada por serranos, en un distrito poblado por serranos, en un país gobernado por una presidente serrana, a quien Gonzalo, en uno de sus programas, había jurado ponerla en cuatro uñas y, ¡plag!, enterrarle todo mi Tío Marly por el culo, incluyendo a mis dos Homeros Lornas que me cuelgan todos peludos.

¿Puedes dejar de hacer eso?, le dijo el cliente a Gonzalo.

¿Qué cosa?, respondió Gonzalo, como propulsado por un resorte. ¿Hacer qué? Explícate.

 Deja de jugar con tus dedos, dijo el hombre con la suficiente autoridad en la voz como para espantar a Gonzalo. El tamborileo cesó inmediatamente.

Gonzalo empezó a sudar frío. Miró de reojo al tipo que lo había mandado a callar. Era bajo, corpulento, de pelos como púas, la piel marrón como caca de perro, los ojos achinados por los años de milenaria ascendencia serrana.

Ni cagando me saca la mierda este huevón. Es un retaco. De un manazo así, ¡plag!, lo hundo más, pensó Gonzalo. Entonces, volvió a tamborilear los dedos. Rápido, pe, serrano de porquería, atiéndeme, demandó.

¿Tú no eres el negro de la otra cuadra?, dijo el cliente.

¿A quién le dices negro, oe, serrano y la reconchatumadre? A mí me respetas, ah. Igualado. ¿Acaso tú tienes unos Ray-Ban como los míos? ¿Acaso eres docente que ha enseñado en la universidad más antigua de América como yo?

Compadre, mira, ve. Para empezar, dudo mucho que un centro tan prestigioso te haya contratado a ti ni para limpiar los baños. En segundo lugar, acompáñame afuera si tienes la cortesía, dijo el cliente. Luego, dirigiéndose al tendero, que le extendía un par de bolsas cargadas con productos de panllevar: Gracias, Máximo. Y refiriéndose claramente a Gonzalo: Esto lo arreglo ahorita mismo. Mientras, por favor, cuídame las bolsas. Ya regreso.

Sí, don Claudio, dijo Máximo. Como usted mande.

¿Ya saliste? Sal, compare. Vamos a conversar afuera, dijo Claudio, una blanca y cortés sonrisa acompañando sus palabras.

Gonzalo presintió que algo malo le pasaría si salía. Así que permaneció en sus trece.

¿Me vas a obligar a salir? Estás bien huamán si crees eso. Yo voy a hacer unas compras y me voy a ir cuando haya terminado, dijo Gonzalo, el rostro avinagrado, pero el alma deshaciéndose en pichi, tanta era su cobardía.

Claro que te voy a obligar. Estás en mi tienda, amigo. Yo soy dueño de este minimarket, dijo muy sueltamente y sin odio alguno don Claudio. Así que te voy a pedir que salgas a conversar conmigo afuera porque aquí Máximo no te va a despachar. Al menos hasta que hayamos terminado de conversar, continuó, y se colocó los billetes del vuelto que Máximo le había extendido en el bolsillo de su camisa.

Gonzalo pensó: Este hombre sí que es honrado, no como yo que soy una cagada. Si fuera mi tienda, qué chucha voy a estar comprando. Más bien, sacaría todo lo que necesito y ya, pero sin pagar un sol.

Adoptando una postura digna y de hombre de plata, de recursos, Gonzalo abandonó el local. Claudio salió detrás de él.

Ya, ¿qué quieres, pezuñento? Me sacas afuera todo porque eres el dueño de esa tienda hasta las huevas. Y el otro serrano de Máximo se presta porque tú le pagas. Es tu mono. Todo porque dices tener plata. Eso te hace sentir poderoso, ¿no, serrano? Seguro como nunca has tenido plata, ahora te sientes la gran cagada.

Muy sosegadamente y sin tomarse a pecho las engoriladas de Gonzalo, Claudio dijo: Te voy a enseñar lo que significa tratar con respeto a la gente.

Cuál respeto, serrano. ¿Solo eso me querías decir, payaso?

Las personas malcriadas como tú solo entienden a punta de puñetes. Así que, antes de darte tu lección, voy a amarrarme los zapatos, dijo Claudio. Su calzado era de fino cuero de canguro.

Gonzalo se miró las zapatillas. Las había comprado en Metro, un supermercado popular en el Perú. Cualquier par de zapatillas en ese establecimiento no superaba los cinco dólares. Se le ocurrió que, en su próximo programa, les pediría unas zapatillas Nike, modelo Jordan, a sus seguidores del extranjero. Así ningún serrano podría menospreciarlo.

Al momento de agacharse para atarse los cordones del calzado, del bolsillo de la camisa de Claudio se desprendieron ciento ochenta soles: un billete de cien, uno de cincuenta y tres de diez. Gonzalo se quitó los Ray-Ban para apreciar mejor esa hermosa cifra. Claudio se percató del hecho. ¿Te gusta lo que ves?, dijo.

No está mal, dijo Gonzalo.

A propósito, ahora que estás sin lentes, creo que te reconozco. ¿Tú no eres el Profe Puti, el youtuber más menesteroso y convenido del Perú?, dijo Claudio.

Cuál menesteroso, serrano conchatumadre, protestó Puti. ¿No ves que tengo estas Ray-Ban que en tu vida vas a tener tú?

Claudio, sin desesperarse, con total parsimonia, sacó del bolsillo posterior de su pantalón unos Ray-Ban aún más caros que los de Puti. Se los puso y dijo: Y estos no me los regalaron, por si acaso. Tengo el certificado de originalidad y compra en casa. Más bien, ¿no te gustaría quedarte con estos ciento ochenta soles que salieron de mi bolsillo?

Puti quería pegarla de digno, pero su negra naturaleza era más poderosa: Sí quiero. Dámelos.

Claudio se los entregó. Y de donde salieron esos, hay más.

¿Sí? ¿A ver?, dijo Gonzalo, más avaricioso que presidente del Perú exigiendo no ya el cinco por ciento de la hechura de una carretera sino el treinta, más el pago de un avión privado.

Aquí tengo ciento ochenta más, dijo Claudio, metiendo la mano en otro de los bolsillos de su pantalón de fino algodón francés. Son tuyos si bailas para mí y dices que Alianza Lima es tu padre.

Puti bailó y dijo no solo que Alianza Lima era su padre, sino que también le daba por atrás y lo ponía de rodillas.

¿Qué pasó? ¿Le aumentaste?, rio Claudio con la falta de escrúpulos de Puti. Vale, vale, aplaudió. Toma doscientos por eso, mi monito de feria.

Puti cogió los doscientos soles con prisa, como si fuesen a desvanecerse en el aire si no se apoderaba de ellos en el acto. Increíble, pensó. En una ida a la tienda me he hecho más de trescientos soles. Y todavía podía sacarle más a este serrano.

¿Qué más quieres que haga?, se ofreció Puti.

Por ahora nada más. Pero tengo un canalito de YouTube en donde quiero formar un panel no sé si de deportes o de cultura o de noticias, pero te quiero ahí de todas maneras. Ya estaré en contacto contigo, mi monito de feria.

Ya, ya, señor Claudio, cuente conmigo para lo que quiera.

Listo, negro muerto de hambre, aplaudió Claudio.

A Puti le jodía que le dijeran así, aunque él sabía que era la purita verdad, pero se lo toleraba solo a aquellos que tuvieran la billetera gruesa, a aquellas ovejas a quienes pudiera trasquilarles las lanas de oro sin protesta alguna, sin que le reclamen ¡ay, por qué no me agradeciste, malo, malito, malote!

Dame tu número para estar en contacto. En cualquier momento te cae mi llamada, negro pesetero. ¿Estamos?

Estamos, excelentísimo Claudio, dijo Gonzalo, pensando en los dineros que se vendrían más adelante.

Ahora, mi monito cocotí que gusta de colgarse de mis hueví, te dejo. Tengo cosas que hacer. Dile a Máximo que te despache lo que quieras.

Luego de decir esto, Claudio sacó de otro de sus bolsillos unas llaves. Presionó un botón sobre una de ellas y una alarma se desactivó haciendo un tin tin. Gonzalo vio que el tin tin provino de un modernísimo vehículo de gruesas llantas, tan gruesas como su pedigüeña bemba. Claudio no era cualquier serrano. Era uno de los que le gustaba a Puti: un serrano con plata.

Ah, pero eso sí, añadió Claudio. Para que Máximo te despache, él tiene que comprobar algo. De lo contrario, no te dará ningún producto de mi tienda. Se lo he prometido.

¿Qué cosa, señor Claudio?, dijo Guti, verdaderamente interesado.

Acércate, negro desahuciado, dijo Claudio.

Puti se acercó a él, esperando recibir un secreto.

Cuando el empresario lo tuvo suficientemente cerca, le lanzó un contundente derechazo en la cara. Los Ray-Ban de Puti salieron despedidos por los aires y el docente cayó al suelo terroso de su barrio menesteroso.

Ahora sí, dijo Claudio, carcajeándose, satisfecho. Cuando Máximo te vea la ñata rota, te despachará todo lo que quieras. Aprovecha en llenar tu refri, negro sin moral.

Claro, claro, dijo Puti, sobándose la nariz. Lo que usted diga, amo.

Máximo, que ya había visto todo, salió de la tienda cargando las bolsas de don Claudio.

Gracias, hijo, dijo el empresario al recibir sus compras. Dale todo lo que te pida este negro muerto de hambre y lengua suelta. Lo anotas en mi cuenta. Luego se alejó hacia su vehículo. De un salto, trepó en él y enrumbó hacia su casa, erigida en uno de los distritos más clasistas de la ciudad, donde los vecinos solían referirse a él como el cholo con plata y, otros que algo de respeto le tenían, el rey de los minimarkets.