El balón de
gas estaba a punto de estallar y Gerardo Santa María, el sudor chorreándole la
cara y descorriéndole el maquillaje que lo había convertido en un cholo protestante,
solo podía imaginarse, con sofocante pavor, que su cuerpo galán y fuerte
quedaría reducido a irreconocibles pedacitos de carne. Estaba convencido de que
esta vez su novia, la actriz Mariela Menacho, había destrozado todos los linderos
de la razón y del amor.
Listo,
gordo, dijo al fin Mariela. Ya puedes apagar la hornilla y venirte para la
cama. Estoy muy caliente.
Pero se me
ha descorrido el maquillaje, anotó Gerardo, aliviado porque los alfiles de la
muerte se habían marchado, pero responsable aún del rol que le tocaba
desempeñar en el acto ritual que él y su novia celebraban, sobre todo por
demencial insistencia de ella, cada vez que había en Lima una marcha popular en
contra del gobierno.
Ya no hay
tiempo para que te repases la pintura marrón en la cara, gordo. Vente rápido a
la cama que ya no aguanto. Me muero de ganas de hacerle el amor a mi fabricador
de bombas mata-policías, a mi protestante cholo de la Facultad de Sociales de
la Católica; ven, papito, que te quiero comer ahorita mismo.
Mientras
caminaba al cuarto, Gerardo Santa María, joven gerente de Google para
Latinoamérica, graduado de la Universidad de Pensilvania, sopesaba la idea de
acabar esa misma noche con las fantasías subversivas de su novia. Si la dejo
continuar, la próxima no la cuento.
***
¿Estás con
la izquierda?
No, no soy
ni de izquierda ni de derecha. Yo soy apolítico, pero estoy en contra de la
corrupción de los comechados del congreso, dijo el cantante.
¿Cuba y
Venezuela son dictaduras?
No sé, oe.
No digas tonterías. ¿Qué quieres que te diga? ¿Que sí son dictaduras?
Claro, lo
son, ¿o no?
No, no son
dictaduras, son gobiernos del pueblo que tienen como figura símbolo al gran Simón
Bolívar. Justamente, estoy creando unas líricas que van a resaltar la memoria
de Bolívar y que van a reivindicar a los gobiernos populares y bolivarianos de
Cuba, Venezuela y Bolivia, enfatizó el cantante.
Entonces no
estás yendo a la protesta para echar a los congresistas.
También.
Estoy yendo para que se vayan todos esos corruptos y para que repongan al
presidente bolivariano Castilla, que está secuestrado por haber querido reformar
al Perú sin incluir a la misma argolla que nos ha mantenido pobres y pisoteados
durante más de doscientos años.
¿Vas a
llevar eso a la marcha?
¿Esta
camiseta? Es mi camiseta bolivariana. Aquí está Bolívar de fondo y, delante, las
caras de los líderes de Cuba, Venezuela y Bolivia.
No, me
refiero a eso.
Ah, las
bombas. Es para tirárselas a los tombos y para quemar el congreso.
¿Pero no
que la protesta va a ser pacífica?
Hermano,
con la paz nunca se ha conseguido ningún cambio social. Solo con nuestra sangre,
con la de nuestros hermanos, lograremos el cambio verdadero que este país
necesita.
***
El oficial
a quien usted escupió y golpeó es parte de la Guardia Nacional que yo mismo
fundé para mantener el orden entre la población. Faltarle el respeto a uno de
sus integrantes es como si me lo faltara directamente a mí, dijo el
dictador del Perú Simón Bolívar. Es decir, siento como si ese escupitajo
suyo me hubiera dado aquí en la mera cara y como si ese palazo que usted
esgrimió me hubiese partido la tibia en dos.
Este era el
cabecilla, el agitador, Libertador, informó Sucre. Este desgraciado espoleaba al
resto de sus camaradas a avivar el desorden y a aventar piedras y palos a los
oficiales. Varios de ellos resultaron con los huesos quebrados y las cabezas
rotas.
¿Cómo te
llamas? La mirada de Bolívar abrasaba.
Respóndele
al Libertador, so pedazo de majadero, demandó Sucre.
El
prisionero, las manos sojuzgadas e inmovilizadas por una basta serpiente de
cáñamo, y de pie, altivo, la espalda desnuda rozando la pared de adobes de su
celda, mantenía la mirada fija en sus propios pensamientos.
Tampoco
importa cómo se llame, observó Bolívar, porque alguien que le falta el
respeto a su guardia, instantáneamente pierde su condición de persona, de ser
humano, y se convierte en una cosa, un objeto cualquiera sin nombre al que se
le puede, por ejemplo, llenar la guata con varios plomazos.
Llegamos a
sustraerle una carta conspirativa, informó Sucre, entregándole un pedazo de papel al Dictador.
Ahí figura el nombre de este rebelde.
Bolívar
leyó el nombre: T. Ruco.
Será Teófilo,
Teodoro, Tadeo, sabrá Dios. No se atreve a abrir la boca este infeliz, se
impacientó Sucre.
General, con
tipos como este no vale la pena gastar paciencia sino balas. Fusile a este T.
Ruco y a todos sus apandillados. Reúname a todo el pueblo en la plaza y delante
de ellos descerrájeles a estos rebeldes todo el furor de sus fusiles. La gente
tiene que aprender que a la Guardia Nacional se la respeta.
Como usted
diga, su Excelencia, se despidió Sucre, chocando los talones y llevándose
una mano de acero a la frente.
***
Ya me dio
hambre, gordo, dijo Mariela. Gerardo no era gordo, pero era una
costumbre, entre las jóvenes bien de Lima, llamar “gordos” a sus novios o
esposos, lo fuesen o no.
Un molesto
escrúpulo royó la conciencia de Gerardo cuando se percató de que las sábanas y
el cubrecama habían quedado manchados con la pintura marrón que empleó para transformarse
en el típico cholo universitario que protestaba en contra de la corrupción en
el gobierno. Cada generación juvenil creía que su gobierno era el más corrupto
de la historia, ignorando que, desde antes de su fundación incluso, el Perú y
la corrupción eran dos conceptos casi indesligables.
Las sábanas
quedaron mugres, apuntó Gerardo con existencial inquietud.
Ay, gordo,
tengo hambre. No me hables de las sábanas. La chola viene mañana y las lava.
Para eso se le paga. Y si te molesta dormir con las sábanas mugres, en el
closet hay tres juegos más. Pero, ya, no te preocupes por eso. Ni que fueras la
muchacha. Llama más bien y pide comida.
Desconcertado
y derrotado, Gerardo tomó el teléfono y pidió comida.
¿Una pizza hawaiana
estará bien?
Yo estaba
pensando en unos anticuchitos, deslizó Mariela, juguetona.
Colgó y
marcó el número del restaurante criollo que atendía a cualquier hora del día.
Dos
porciones de anticuchos. ¿Con ají?
Marie, ¿con
ají?
Oye, gordo,
¿tú crees que soy serrana o chuncha para comer mis anticuchos con ají? Sin ají,
caramba.
¿Con
emoliente?
¡Agh! Gordo,
no me conoces, ¿no? Ya te dije que no soy chola. Yo tomo Coca Cola. El solo
nombre “emoliente” me da vómitos.
Una Coca
helada, por favor.
El pedido
tardaba y Mariela, ya duchada, al igual que Gerardo, se moría de un hambre
ahora redoblada.
¿En cuánto
tiempo te dijo?, preguntó por quinta vez la mujer.
En media
hora, dijo Gerardo, con la misma paciencia servicial.
¿Tanto? Si
estos cholos hicieran bien su chamba, llegarían volando. Ni se te ocurra
dejarle propina.
Claro,
amor, no te preocupes. No le voy a dejar nada.
Cuarenta
minutos después, los anticuchos estaban servidos en un plato y las Coca Colas recuperaban
su gelidez gracias a los cubos de hielo que Irma, la empleada cama afuera,
siempre alistaba con incaica previsión en la hielera de la refri.
Prendieron
el televisor.
Jóvenes
lanzando piedras a la policía que se defendía con escudos, cascos, tibias,
peronés, cúbitos y radios. Y un muerto.
Malditos
policías. Son unos cerdos. Siempre en contra del pueblo. Deberían levantarse en
armas y botar de palacio al títere improvisado que la hija del dictador ha
puesto ahí. Y para colmo de males es un violador de mujeres. No es justo para
mi país. ¡Cómo me duele mi Perú! Pero ya se fregó ese violador. Ya hay un
muerto para botarlo, así como hicimos con Marino, que no duró ni una semana
como presidente.
¿Eran
genuinas las expresiones de su esposa? ¿O era tan buena actriz que ya hasta la
realidad le salía muy bien? Sin abandonar el gesto ulcerado, Mariela se llevó a
la boca un palo de anticucho y con unos dientes blancos y acerados cercenó un
pedazo de corazón.
¿Llegaste a
ir a esa marcha?, dijo Gerardo aludiendo a las crepitantes escenas en
la tele.
No, gordo. Apuró un
trago de gaseosa. Hay mucho cholo.
Harto de
las apariencias, Gerardo protestó: Cómo que mucho cholo si tú tienes una
fijación con ellos.
Sí, pero
con los cholos que están al frente peleando contra los policías, aguantando,
resistiendo, desactivando las bombas lacrimógenas y lanzando las molotov. Esos
me encantan. Pero esos siempre están adelante; y atrás están los cholos sin
ética, sin patria ni moral, los que se apachurran como parte de la masa que no
piensa. Esos son los que me dan asco.
Y siempre
voy a tener que disfrazarme de cholo lanza-bombas para hacerte el amor.
Por el
momento sí. Tú sabes que eso me pone. Y ya no seas tan cargoso, amor. Más bien,
dime si este finde nos vamos a Aruba.
Sí, dijo
Gerardo. Mi asistenta ya compró los pasajes.
Regio, amor, lo abrazó
Mariela. Luego, para animarlo, le dijo: Gordo, lo de los cholos que se dejan
matar por la Patria es solo un gustito. Yo solo soy tuya. Porque jamás me
dejaría tocar por un cholo. ¡Qué asco!
Dejaron los
platos y los vasos en el lavadero. La señora empleada debía llegar temprano al
día siguiente y dejaría la cocina tan reluciente como cuando compraron la casa.
Sin embargo, la joven pareja de esposos ignoraba que aquella señora acababa de
perder a un hijo en una inútil protesta que no cambiaría nada en el gran orden
de las cosas. Los platos y los vasos permanecerían sucios un día más.