viernes, 3 de octubre de 2025

Novela Peruana "Brutalidad" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 32: Los mariachis y el negro del fentanilo

 


Hoy por ser el día de tu santo te venimos a cantar, finalizaron los mariachis su estribillo. Para Groover Miura de parte de su sobrino Cambrito que lo quiere mucho. ¡Sí, señor!

Los folcloristas mexicanos miraban a todos lados. Cantaban, pifiaban, se arrechaban, pero siempre observando al vuelo hasta por detrás de sus cráneos, como si les hubieran salido de la nuca ojos ubicuos y avizores. Estaban apeligrados. A pesar de que era la segunda vez que regresaban a cantar a ese jodido lugar, el miedo los recorría cual escamas lancinantes. Se trataba de uno de los suburbios más infectos de Newark, en New Jersey.

Las casas estaban inmersas en la oscuridad, ya fuera porque sus habitantes eran extremos tacaños o porque se pasaban de pendejos al no pagar los servicios básicos.

Apenas si se columbraba uno que otro puntito rojo en medio de la espesura de lo oscuro. No se tenía que ser un experto para saber que esos puntitos correspondían a las brasas de los gruesos cigarrillos de fentanilo que encendían los vecinos del barrio, que preferían fumar fuera de sus covachas para evitar duras riñas con las verdaderas dueñas de esos cuchitriles, las ratas.

Japy verdey tu yu, japy verdey tu yu, japy verdey a Groover, japy verdey tu yu. Cumpleaños feliz te deseamos a ti. Que los sigas cumpliendo hasta el año diez mil, siguieron los mariachis pues, a pesar de que hubieran deseado largarse al término de la primera estrofa, debían continuar fatigando sus gargantas e instrumentos porque el dron de la organización que los había contratado los vigilaba y grababa escrupulosamente.

No se me mueven esos conchasumadres hasta que le canten bien cantadas sus mañanitas al sidoso, había dictaminado el Gago Marly, organizador principal de la serenata, personaje conocido por hablar y escupir al mismo tiempo. Sus amigos y asociados salían bañados en baba luego de sostener conversaciones con él. Por eso, ellos preferían mantener todo tipo de contacto con el susodicho de lejitos nomás; por llamada solamente, ya que por videollamada igual se podía ver cómo las gotitas de su saliva iban a estrellarse contra la pantalla, haciendo la comunicación algo muy desagradable de procesar.

Groover Miura, el Viejo para sus fanáticos en Kick y YouTube, dormía profundamente. Había bebido y consumido mucho fentanilo para olvidar todo el bullying y los vídeos celebratorios/vejatorios en donde se mostraba la fachada de su hogar y a un grupo de mariachis cantándole en su cumpleaños. Así que ni la explosión de un misil teledirigido a su casa podría despertarlo. Moriría sin saber que un torpedo le había partido el ano. Como no se despertaba ni para acudir al baño, generalmente amanecía con los pantalones escurridos en pichi. Al menos, es un líquido calentito y abrigador, se solía decir, como dándose ánimos, cuando se despertaba hacia la una o dos de la tarde del día siguiente.

Pero quien sí se alarmó por el vicioso ruido de los mariachis fue Giani, la rata gorda y provecta que vivía en la casa de Groover.

Oe, alcohólico, despierta. ¿No oyes que otra vez están jodiendo afuera?, le increpó Giani con vehemencia a un roncante, resollante y bramante Groover.

Giani era una rata de movimientos lentos, como toda rata líder, acostumbrada a que los de su manada lo mantuvieran a cuerpo de rey. Giani era el único roedor que vivía con Groover; el único que se había ganado ese derecho. El resto vivía en los dos amplios cubos de basura ubicados en el minúsculo porche exterior de la casa; cubos que, huelga notarlo, siempre estaban repletos de desperdicios.

Groover apenas pudo abrir un átimo los ojos. Vislumbró la figura borrosa de Giani increpándole cosas muy duras.

Otra vez te han mandado los mariachis de la semana pasada, cojudo. Están que hacen un escándalo de mierda afuera. ¿No escuchas, mierda? ¿Para eso fumas? ¿Para eso chupas, carajo?

La sangre hirviente e indignada que recorría las venas de Giani aceraban sus pelos grises, enflechándolos -como diría Vallejo-, cual lanzas listas para incrustarse en los cuerpos enemigos de los negros fentanileros, sus vecinos, que se disputaban con los de su manada los mendrugos que caían de la boca de Groover.

Párales el macho, cojudo. No me van a dejar dormir. Claro, como tú te quedas jatazo como si te hubieras corrido un pajazo. Yo no soy así, pes, huevón. Yo tengo el sueño delicado, se quejaba Giani, samaqueando del hombro a un inconsciente Groover, de cuya boca, convertida en inexpresivo tajo, se desprendían hilos apestosos de baba.

Carajo, parece que esto lo tendré que arreglar yo mismo, aprehendió Giani, asumiendo su papel de hombre de la casa.

Yara, yara, se dijo a sí mismo mientras se encaminaba hacia la puerta. Se quedó quieto, una postura que ejecutaba a la perfección, pues, gracias a ella, sus congéneres habían supervivido ya más de ciento veinticinco millones de años sobre la faz de la tierra. Parece que ya se fueron esos conchasumadres.

El ruido que provenía de la calle era el habitual: los gritos solitarios de negros que se arrastraban en busca de un colérico picotazo -como diría Ginsberg-, de perros aullándole a la opresora noche, alaridos puntuales de seres de hueso y pellejo que le habían arrendado de por vida sus almas al vicio endemoniado de aleves avemarías.

Por segunda vez, los mariachis le habían ido a cantar feliz cumpleaños a Groover; y, tal cual sucedió en la primera ocasión, nada había podido hacerse para detener aquellas violaciones sonoras.

 Igual, Giani, debía cerciorarse de que los mariachis se hubieran largado. Claramente, por su tamaño, no podía abrir la puerta de la calle; por eso, le había ordenado a Groover le construyera una pequeña compuerta en la parte inferior de aquella.

Yo ya no voy a entrar por el wáter de la casa, carajo. Yo ya soy parte de esta familia, huevón. Ya sabes que, si a mí me da la gana, mañana doy la orden y todas las ratas que están en el basurero se vienen a dormir contigo. Ya sabes, o te alineas o te alineas, lo había amenazado en aquella ocasión.

Entonces, cuando apenas hubo terminado de dar dos o tres pasos hacia la compuerta, y a un centímetro de ella, volvió a quedarse quieto: alguien se encontraba al otro lado de la madera, exactamente al otro lado. Y no era alguien que pasaba. Parecía ser alguien que quería entrar.

Conchasumadre, seguro ahora uno de los mariachis quiere meterse a la casa. Ta huevón. Ya se cagó.

Giani se determinó a poner en vereda al intruso.

Abrió lentamente la compuerta y se dio cara a cara con el rostro entintado del Profe Puty, a quien conocía de las varias trifulcas virtuales que había sostenido con Groover.

Profe Puty, farfulló Giani, los ojos en franca perplejidad.

El Profe Puty, o Gonzalo Reynoso según constaba en diversos atestados policiales levantados por grabar potos de féminas en las calles, jamás pensó que un animalejo de la catadura de Giani fuera capaz de reconocerlo. Chucha, me conocen hasta los habitantes de la mierda, rumió.

***

Yo me lo cacho a Groover, confesó el Cholo Berrocal.

El Profe Puty, o Gonzalo Reynoso para los conocedores de los rankings de los peores maestros peruanos, jamás pensó que oiría tan crudas palabras de la boca de su empleador.

A él le gusta que lo ponga en cuatro y, ¡plaj!, me lo detone, continuó Berrocal, no necesariamente orgulloso de su revelación.

Por eso quiero que me investigues quiénes están detrás de la huevada de los mariachis. Yo lo amo a Groover. Un culo como el de ese hombre, que siempre me refresca la pinga como una culebrita, es imposible de perderlo. Tengo que cuidarlo. Tú me comprenderás, cojudo, que eres tremendo putero.

Sí, pero yo me cacho mujeres, aclaró Puty.

Hueco es hueco, huevón. El amor convierte esas huevadas moralistas en sublimes experiencias amatorias, poetizó Berrocal.

Los dos conversaban en un chifa de la avenida Alfonso Ugarte, en el Centro de Lima. La carne del arroz chaufa de Puty estaba chiclosa, pero, aun así, la disfrutaba con el arrebato propio de un muerto de hambre.

Ya te deposité el dinero en tu cuenta, cojudo. Y mi secretaria te va a hacer llegar los pasajes a Newark en unos minutos. O sea, ya está todo prácticamente arreglado. Mañana viajas. Con esta vaina, quedamos parches, ah. Te estoy pagando un culo de plata por esta chambita, te estoy poniendo pasajes para los Estados Unidos y, además, te estoy dejando conservar tu chamba en mi colegio a pesar de que tu título de profesor solo sirve para recoger caca de perro, como la literatura de un tal Solitario de Zepita, un escritorzuelo que ha salido en el canal de Rigoberto El Viajero, a quien yo sigo desde siempre, porque es un cabrito culto y bueno, pero ya se maleó presentando a ese dizque escritor. Bah, habrase visto. Bueno, negro, con todo lo que te estoy ofreciendo, no te puedes quejar.

No, no me puedo quejar, señor Berrocal. Me parece justo el trato. A partir de ahora su secreto homosexual queda a muy buen resguardo conmigo, prometió el muy ladino de Puty, quien sí que ocultaba secretos homosexuales muy perturbadores con un su primo transexual, un tal Mas Reynoso Chivas, pero ese desagradable recuento seguramente se revelará en un futuro capítulo.

Gonzalo Reynoso sabía muy bien quién estaba detrás del envío de los mariachis al frontispicio de la jato de Groover. La confesión de Berrocal le había confirmado sus sospechas sobre el dueño de esa voz rasposa y alicorada que había escuchado de soslayo en la conversación telefónica: Groover.

Entonces, Puty conocía de primera mano que la mente siniestra detrás de la serenata era el Tío Marly, ya que mantenía con él cierta comunicación por WhatsApp. Muy frecuentemente, Marly le soltaba veinte dólares al Profe para asegurar que entrara en sus transmisiones cuando se le antojara, para que bailase a su ritmo. Solo así podía conquistarse la participación de Puty, quien luego de recibir sus propinas, sus centros, movía la cola jubilosamente mientras el hocico se lamía el propio ano en señal de satisfacción.

Como Puty recibía de Marly generosas propinas, no se ofuscaba cuando este le endilgaba sus más feroces ataques, ridiculizándolo en las redes sociales ante el mundo entero. Por otro lado, como el escritor Zepita no le pasaba ni un mango, Puty se enfurecía, se alocaba, vomitaba vitriolo cuando el escribidor se fabricaba historias -ficciones- ligeramente inspiradas en su venida a menos figura de docente.

Lo que escribe ese conchasumadre es caca. Te voy a encontrar Zepita, y cuando te vea te voy a moler a golpes esa cara de serrano que tienes, bufaba Puty en sus transmisiones tras leer los cuentos que el fracasado escritor emitía en el canal del Viejo Groover cada fin de semana, en el programa “Brutalidad”.

***

Gonzalo jamás le revelaría a su jefe el Cholo Berrocal que el cerebro de las maldades dirigidas contra su pareja Groover no era otro que el Gago Marly. Puty no era tan cojudo como para perderse un viaje gratuito a los Estados Unidos más un jugoso Bolognesi de Tacna, además de la conservación de su empleo estafando a las futuras generaciones de estudiantes peruanos.

Con la primera intromisión de los mariachis en el maltrecho vecindario de Groover, Gonzalo se había cagado de la risa. Marly, satisfecho con las cifras que había hecho en su canal -pues el evento fue transmitido en directo por YouTube- y conocedor de que Groover había quedado devastado, mortificado y deprimido con esa visita, decidió que los mariachis debían ofrecerle una segunda serenata. Prometió que contrataría a Robotín para que desarrollase su espectáculo en frente de la casa de Groover. Robotín era un cuernudo cómico peruano que había conseguido una visa de trabajo a los Estados Unidos sabía Dios con qué mañas. Robotín estaba dispuesto a forrarse de dólares -saltándose el pago de los impuestos- a costa de su ameno espectáculo callejero y daba la casualidad de que pronto estaría visitando la zona de Groover. Pero eso, si llegara a concretarse, sería tema de otro capítulo. Mientras tanto, Berrocal quería encontrar a los malditos que mortificaban a Groover, a su culo.

¿Cómo vas con el fentanilo?, dijo Berrocal. Le había exigido a Puty que debía, una vez en Newark, en el barrio de Groover, actuar como uno de los negros fentanileros que abundaban arrastrados como espectros en las mugres aceras de la calle Bergen. Debes ser uno de ellos, estar todo hasta las huevas como ellos para que pases piola, cojudo, le había ordenado.

Sí, ya he estado practicando. Ya me sale bien, dijo Puty.

Ah, ¿sí? A ver, ver para creer, dijo Berrocal, quien así nomás no se dejaba cojudear por nadie. Sacó del bolsillo de su blazer plomo una bolsita transparente cuyas flexibles paredes permitían ver que dentro de ella moraba pacíficamente un tronchito. Esto es lo que fuman los negros del barrio donde vivo con Groover. Y este pitillo que estás viendo tiene un fentanilo de la misma calidad que la que fuman esos mis vecinos. Con esa huevada se inmunizaron contra el Covid esos jijunas.  

Berrocal extrajo el cigarrillo de la bolsa y se lo entregó a Puty, quien se sintió supremamente incómodo al ser exhortado a drogarse ahí, públicamente, en el medio del comedor de ese chifa centrolimeño.

¿No hay problema si me prendo aquí?, dijo Puty, quien jamás se había metido droga alguna en su vida, a no ser por las múltiples cervezas que sí bebió en interminables juergas putañeras. Pero en cuanto a las drogas duras o blandas, ni siquiera se había prendido con un cacho de marihuana, definida por la Food and Drug Administration como una droga blanda, clasificación contra la cual Groover hubo expresado meridiano rechazo en una de sus transmisiones, alegando que todas las drogas debían ser categorizadas como duras porque a uno lo ponían duro.

¿Cómo sé yo que no me estás hueveando con el plan para el que te estoy pagando un gran billete?, malició Berrocal.

El Cholo sacó del bolsillo de su blazer plomo un encendedor con la forma del Inca Pachacútec. El soberano lucía una majestuosa túnica imperial horadada por un su falo erecto y andino. En el glande, en la punta, se hallaba el ojo por el cual el Inca brindaba su crepitante llama.

Empleando sus dedos de olluco, Berrocal hizo que la pinga del Inca resplandeciera. Acercó la llama tahuantinsuyana al extremo del pitillo que Puty ya tenía aprisionado entre sus colosales belfos.

Ya préndete, carajo. Te lo ordeno como tu patrón. Vamos, negro; fuma, carajo. Cuidadito con que me salgas tosiendo. Te agarro a correazos por haberme mentido.

Puty, la cabeza temblando como mano de cocainómano en abstinencia, miró con ojos brujos de becerro temeroso al fogoso empresario serrano Eleuterio Berrocal, ciudadano también de los Estados Unidos de Donald Trump por su mamacita.

***

Puty no iba a confirmarle su identidad a Giani. Sí, su rostro era uno de los más mendicantes del mundo de la Brutalidad, pero, por otro lado, todos los negros somos iguales, pensó; entonces, fiándose de ese recurso, pudo persuadir a Giani de que se trataba de otro negro más, parecido a Puty, sí, pero otro, al fin y al cabo.

Me dijeron que acá venden fentanilou, dijo Puty, imitando un decoroso acento americano. ¿A cuántou dejarme el falsou?

Giani cayó redondito en el embuste de Puty. Debe de ser un cubano o un haitiano, pensó. Esos conchasumadres abundan por acá.

No, no, compare. Acá no vendemos esa huevada. Acá la consumimos, pero no la vendemos. Fuera de acá, negrito. No hay pan duro. Regresa mañana, zanjó Giani, cerrándole la compuerta.

Esperar, esperar, pidió Puty. Yo tener mucha plata. Yo querer comprar unos gramitous de fentanilou.

Giani quiso mandarlo a la mierda, pero luego se figuró que podía serle de alguna utilidad en la localización de los mariachis o de los organizadores del malsano evento.

Negro, ¿quieres fentanilo?, dijo un segundo después.

Sí, yo querer, confirmó Puty. Yo tener dólares para comprar.

Ya, negro, pero yo no necesito dólares. Yo necesito que me des una información para detectar a unos cojudos a los que se les ha dado por joderme la casa, dijo Giani.

Puty se preguntaba si esa era la casa de Groover, la que había salido en las cámaras de la Brutalidad por el canal de Marly, la que había sido visitada por Simio Violencia, el periodista peruano que se creía alemán y que despreciaba a los peruanos alienados. Si Simio veía a algún compatriota con tatuajes, el pelo decolorado o un arito en la oreja, le gritaba “puneño” para devolverlo a su realidad, como una noble muestra de su cortesía nacionalista.

¿Será esta la casa de Groover? ¿Cómo una rata va a estar viviendo en una casa? La cagada, carajo, pensó Puty.

Oe, despierta, te estoy hablando, demandó Giani, la cola tensa, signo inequívoco de que una gran parte de sus hemisferios cerebrales se hallaba concentrada en formular ideas para sacarle información a ese negro fumeque. ¿Y si lo dejo pasar, le meto un combazo en la mitra, lo duermo, lo ato a una silla y le quemo las uñas para sacarle información?, elucubraba Giani.

Gonzalo se había desconectado al tratar de darse una decente respuesta a cómo era posible que estuviera hablando con una rata.

Sí, sí, decirme, se apresuró Puty, volviendo a asumir su papel de negro fentanílico.

Unos mariachis han estado jodiendo afuera de mi residencia, dijo Giani. Tú seguro los has visto.

Sí, yo ver, yo ver, dijo Puty.

¿Tú sabes quiénes son esos conchasumadres?, exigió Giani.

Sí, yo saber, yo saber, se entusiasmó Puty.

A ver, pasa para que me cuentes todo lo que sabes, negrito.

Ña, ña, asintió Gonzalo.

Giani le pasó la llave por la compuerta y al siguiente instante Puty ingresaba en la casa de Groover.

***

Ay, carajo, me duele, conchatumadre, chilló Puty.

Quién te mandó a husmear aquí, malparido, instó Giani. Tenía un soplete en las garras, y paseaba su burlona flama por las uñas de las patas del Profe Puty. ¡Habla!

La tortura ocurría en la diminuta sala del domicilio de Groover, quien dormía muy cerca de la silla donde Puty era flambeado. Al lado, en el sofá, Groover seguía roncando, inmune a los alaridos del maestro.

No te quejes tanto, negro, que al final te estoy haciendo un favor quemándote las patas, porque de pasada te estoy matando esos hongazos que tienes ahí. Mira esas uñas todas amarillas, conchatumadre. Ni yo que soy una rata tengo las garras así, negro. Gracias a Dios a mí me educaron muy bien en la limpieza en mi querida Apurímac. Ay, suspiró Giani, cómo extraño mi pepián de cuy, mi kapchi de habas, mi chairo apurimeño, o, mejor aún, comerme un pejerrey recién pescadito en la laguna de Pacucha. Qué delicia, carajo.

Recurrente y ferviente odiador de la raza andina como era, Puty explotó ante la sola mención de aquella región peruana y sus indigestos platillos.

¡Chanca basura de mierda, serrano reconchatumadre, sácame de aquí! A mí me enviaron para descubrir quién puta le ha mandado mariachis al vago ese que está roncando ahí.

Tranquilo, profe. Yo sé quién está detrás de los mariachis -un saludo a Australia, tierra linda-. Pero no le voy a dar el dato tan fácil al Cholo Berrocal, que sé que es el cojudo que te ha mandado para acá. Ese cholo de mierda se come a mi Groover, a mi pata con quien chupo y fumo todos los días. Yo no voy a permitir que ese serrano platudo siga poniendo en perro a mi causa Groover. Yo soy su primer defensor. Y no te metas con mi etnia apurimeña, mendigo digital; que puede que sea un inmigrante peruano y serrano en los Estados Unidos, pero tengo los huevos bien puestos, bujarrón. A ver, dime si te gusta que te queme los huevitos.

La punta volcánica del soplete merodeó coquetamente sobre los huevos ennegrecidos de Puty. Los pendejos, que los tenía profusos, enrulados y largos, muy probablemente también apestando, se calcinaron rápidamente, y la bolsa escrotal, oscura como el porvenir de los peruanos, empezó a tomar luctuosos ribetes.

Chanca basura de mierda, serrano reconchadetumadre, hijo de la escoria, déjate de huevadas, serrano de mierda. A mí la gente de Apurímac me llega a la punta del huevo, carajo, profirió Gonzalo fútilmente.  

***

Ñaja, ñaja, dijo Groover, te encanta enviarme pizzas con gusanos, mutilar a los caballitos que escudan mi vivienda, y mandarme a unos mariachis maricones, ¿no?

En la mano del provecto YouTuber, se agitaba con paciente ánimo bélico un filudo cuchillo. Sobre una tabla de picar, yacía sojuzgada, por la gruesa mano izquierda de Groover, la cabeza del Tío Marly, una testa similar al glande esmegmoso de un perro tabernero. Los ojos del prisionero parecían acólitos irresolutos del Señor de los Milagros por lo morados que estaban. Previamente, habían merecido la furia de los puños de Groover. Marly apenas si podía hablar.

Ahora te voy a cortar la lengua, conchatumadre, a ver si así hablas sin escupirle a la gente, maldito. A ver si así empiezas a respetarme un poco, carajo.

Le estiró la lengua y, para mantenerla extendida, le clavó un alfiler en la punta. Los bordes laterales de ese órgano lucían muy blancos; signo inequívoco de una tremenda invasión de sarro. Groover se acercó a olerla. Quiso vomitar.

Y encima te apesta la boca, malnacido. Con razón pagas putas para cachar. Porque qué mujer en su sano juicio se atrevería a besar ese hocico que huele a culo.

El cautivo, huérfano de fuerzas, apenas si oía las afrentas de Groover; se hallaba más de cerca de allá que de acá.

Ahora te voy a cortar esa lengua de mierda con la que tanto daño me has hecho. Tu lengua será mi trofeo, la chuleta para mi próximo programa de “Cuchillos Largos”.

Groover aproximó el cuchillo a la blanquecina y hedionda lengua de su rival, calculando en qué parte aterrizar el refulgente filo, dónde empezar a cercenar ese apéndice que había popularizado a la comunidad de la Brutalidad con su misoginia, su racismo y su pretendida pituquería.

***

El corte fue preciso, como de cocinero con tres estrellas Michelin.

Tras separarse de su lengua, el cuerpo de Marly cayó como cualquier huevada sobre el piso ensangrentado, rojo como la envidia de Cambrito a los burgueses miraflorinos.

Groover tomó la lengua de Marly y la arrojó al asador.

Pssssshhhhh, fue el delicioso chisporroteo con el que fue recibida la lengua en esa parrilla al carbón.

¡Qué rico, carajo! Ya puedo oler cómo se cocina tan rico esa chuleta, esa lengua viperina. ¡Cómo me lo sabroseo!

***

Quiero mi chuleta, quiero mi chuleta, se despertó Groover. ¡Qué rico huele, conchasumadre!

Únicamente las fragancias culinarias más exquisitas podían despertar a Groover, sibarita callejero, de sus más plúmbeos sueños. Había paseado su paladar por todos los agachaditos y mercados de Lima y Newark. Si alguien reconocía el ahumado olor de un noble solomillo o de un generoso chuletón de modo impajaritable, ese era Groover.

Quiero mi chuleta, repitió, antes de darse cuenta de que no le había cortado la lengua a Marly ni la había echado a la parrilla; más bien, un cuerpo humano chisporroteaba ahí, a su lado. Muy cerca, la cola desesperada y la panza saltarina, Giani, su rata amiga, trataba de sofocar el incendio.

Ya era hora de que te despertaras, cojudo. Ayúdame aquí. Putamadre, se me pasó la mano con este infeliz. Se me quemó este huevón.

¿Quién es?, dijo Groover, alarmado, no tanto por que se acababa de segar una vida humana -eso le llegaba al pincho-, sino porque se le podía quemar la casa, el nidito de amor que sostenía con el Cholo Berrocal.

Un cojudo que nadie va a extrañar. Ayúdame a apagarlo. Al toque, demandó Giani.

Groover tenía la solución. Siempre que despertaba de sus hondos sueños inducidos por el alcohol y las drogas, se le venía una gran corriente de pichi a la punta de la pinga.

Se sacó el pájaro y empezó a mear al calcinado, sin saber que estaba rociando con sus orines el cuerpo del Profe Puty, quien en vida había sido un docente capaz de lactársela a cualquiera que tuviera una prodiga billetera dispuesta a dejar caer de ella monedas como cántaros de lluvia en el arenal de Villa El Salvador. 

Tras unos pocos minutos de torrencial meadera, el fuego desapareció.

Bien hecho, Groover, mi amor, dijo Giani. Ese cojudo fue uno de los huevones que te mandó los mariachis. Muerto el perro, muerta la rabia. Ahora sí podremos fumar en paz.  


viernes, 26 de septiembre de 2025

Novela Peruana "Brutalidad" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 31: ¿Cómo se endeudó el Profe Puty?

 

El maestro Gonzalo Reynoso, conocido masivamente en las redes sociales como el Profe Puty, cliqueó el link que le apareció, enorme e inofensivo, en medio de su pantalla, mientras navegaba en una página cultural. Automáticamente -y sin que él lo supiera, por supuesto-, sus datos personales, cuentas bancarias y redes sociales fueron hackeados.

Esa fue la historia que Puty le narró al director del centro educativo en donde se desempeñaba como profesor de Literatura.

¿Y qué página era esa?

Gonzalo demoró unos segundos en dar una respuesta. No se le había ocurrido que alguien pudiera hacerle esa pregunta.

Una página sobre Vargas Llosa, ñha, respondió Puty.

Ah, ya, claro, como usted enseña Literatura, entonces seguramente estuvo indagando sobre Vargas Llosa, dijo el director.

Claro, claro, se apresuró en sellar Puty, pensando que ya lo había hueveado a su empleador.

A ver, ¿cuál era esa página exactamente?, dijo el director, quien, así nomás, no se dejaba agarrar de huevón por cualquiera. El director, y dueño también del colegio, obedecía al nombre de Eleuterio Berrocal; cholo potente, chambero y poseedor de muchos emprendimientos, entre ellos el del rubro inmobiliario. Cuando le preguntaron por qué fundó un colegio, él, sin que le temblase un pendejo, declaró que lo hizo porque era más rentable que poner un chifa. Además, acotó textualmente, conseguir profesores de medio pelo es mucho más fácil y barato que buenos cocineros. El curriculum del docente Puty era de lejos de los más mediocres y rebajados del mercado educativo.

Eh, eh, farfulló Puty. No sabía qué inventar.

Apure, instó el director, los dedos sobrevolando los botones del teclado de su laptop, listos para digitar el nombre de la página web que supuestamente había estado consultando Puty y en la que apareció inopinadamente el link que vulneró su información personal.

No me acuerdo, señor Berrocal. A Puty le hubiera gustado llamarlo “Cholo” Berrocal debido al enojo y la frustración que le provocaban que un serrano fuera su jefe y, encima, lo tratara de exponer, arrinconándolo contra la pared. Carajo, pensaba Puty, un indio de mierda jugando al patrón conmigo. Si al menos fuera blanco, vaya y pase, pero un indio de mierda haciéndose pasar por mi amo; habrase visto.

Cómo que no se acuerda, se indignó Berrocal.

A Puty se le encendió el cerebro, el cual le funcionaba de modo muy intermitente.

Es que usted sabe que Vargas Llosa es nuestro peruano universal. Entonces uno googlea su nombre y aparecen miles de páginas con su información. Yo hice eso. Googleé Vargas Llosa, me aparecieron cientos de entradas y piqué en una. Y usted sabe también que uno no se fija en qué página está exactamente. Uno solamente se dedica a leer lo que estaba buscando. Y, en mi caso, yo buscaba unos datos para mi clase de la próxima semana.

Ya con esto lo cagué al indio, se dijo Puty para sus adentros, una de las esquinas de su boca despuntando ligeramente en señal de triunfo.

Me cagó este negro, caviló Berrocal, quien no podía creer que, por el solo hecho de hacer clic en un link, un link que, encima, aparece en una página de cultura, de pronto, el Profe Puty se hubiera hecho merecedor de un préstamo de setecientos dos soles con cincuenta céntimos, así, con esa precisión, a la entidad financiera denominada el Cartel de la Muela. Todo esto le resultaba muy sospechoso al director. ¿Entonces es cierto lo que me cuenta este chala sucia?

Todos los contactos del celular de Gonzalo, Berrocal entre ellos, habían recibido un mensaje en el que se lo acusaba de cabecero, de ladrón, de cachafaz que no honraba sus deudas económicas.

Les escribo para avisarles que Gonzalo Reynoso, alias Profe Puty en el mundo del hampa, es un estafador. Lo decimos así, con todas sus letras, es un terrible cabeceador. Ni Cristiano Ronaldo ni Martín Palermo le ganan en meter cabeza. Nos solicitó un préstamo de setecientos dos soles con cincuenta céntimos pagaderos en el plazo de un mes y, hasta el momento, río Nanay. Los ponemos sobre alerta para que no caigan en sus trampas pedigüeñas y limosneras; para advertirles que no se junten con él porque nuestra organización no se quedará de brazos cruzados. Lo cazaremos, como se cazaban a los de su estirpe hace siglos; no le daremos tregua. Y si los encontramos junto a él, los asumiremos como sus cómplices. Entonces, si no quieren ser salpicados por la frejolada que le tenemos preparada, manténganse a raya. Y si quieren ganarse una buena recompensa, señálennos dónde podemos ubicar a ese sinvergüenza de modo más rápido, porque igual vamos a dar con él. Ayúdennos a que ese estafador pague sí o sí. Ya ustedes entienden.

La siniestra y amenazante esquela iba firmada por el líder del Cartel de la Muela, el inefable y escurridizo Chimuelo.  

Tal mensaje había llegado al teléfono celular del Cholo Berrocal cuando este se encontraba excretando una gruesa soga amarillenta sentado cómodamente sobre su wáter, chequeando videos de TikTok.

Putamadre, me pueden poner una bomba en el colegio si se enteran que ese negro es mi empleado, se alarmó Berrocal.

Por eso -porque también podía tratarse de una broma de mal gusto, una joda de alguno de los profesores de su colegio, maestros que parecían niños a veces esos conchasumadres, que se tenían envidia entre sí, y uno le codiciaba la mujer al otro, lo que se compraba o cuánto ganaba-, Berrocal citó a Gonzalo en su oficina para el día siguiente a primera hora.

Y ahí lo tenía en frente, con la excusa de que todo se trataba de un virus computarizado que capturó sus cuentas informáticas y bancarias para enviarles mensajes injuriosos a sus contactos.

¿Y por qué alguien querría despotricar de usted?, le había preguntado Berrocal al inicio de la conversación. Claro, se figuraba Berrocal, quién chucha era Gonzalo como para que alguien quisiera destruirlo. A quién le había ganado este zambito.  

Porque yo trabajé para el partido del Profesor Castillo, nuestro presidente en prisión, le había contestado Gonzalo. Y por mis ideas comunistas, me gané varios enemigos, señor Berrocal. Usted sabe que, en el mundo de la política, nadies está libre de enemigos.

Gonzalo Reynoso, el Profe Puty, supuesto docente de Literatura, jamás leyó a Ortega y Gasset. Y por eso, no supo mantener la boca cerrada. Ya que, si hubiera leído a conciencia al connotado polígrafo español, se habría topado con la siguiente de sus máximas: las últimas palabras son de efectos más duraderos que las primeras, por lo que deben ser particularmente bien ponderadas.

Berrocal ya se había comido la galletita del googleo al azar de Vargas Llosa cuando Gonzalo, envanecido y enceguecido por el triunfo momentáneo de su irrebatible subterfugio, agregó: Y como usé mi celular para leer sobre Vargas Llosa, al toque el virus se prendió de todos mis contactos y mi información. Usted sabe que, en estos tiempos, todo se paga por medio del celular. A propósito, director Berrocal, ¿no me da un yapecito por mis Santos Reyes? ¿O por Halloween o el día de la canción criolla que ya se vienen?

El dedazo de Puty, que también podía tomarse como una réplica del arma feminicida que llevaba encartuchada entre sus piernas chuecas, señalaba al supuesto celular hackeado.

Upa, celebró mentalmente Berrocal, te fuiste de boca negro. Te acabas de cagar solito.

Para no evidenciar aún el golpe que le daría, con una mueca de derrota en el rostro, Berrocal preguntó inocentemente: ¿Con ese celular googleó a Vargas Llosa, profe?

El sustantivo apocopado “profe” le daba a su pregunta un tono de sumisión, como dándole a entender al moreno maestro que él, el Cholo Berrocal, no solo le tenía aprecio, sino que, además, se ponía a sus pies mugrosos y de uñas con hongos por haberlo sometido a tan vejatorio interrogatorio.

, confirmó Puty, tan bruto como era.

Los ojos del director explotaron en algarabía sin par.

Te cagaste, nero, le dijo a Gonzalo, así, sin filtro alguno.

La cara de sorpresa de Gonzalo, por semejante ofensa, era indescriptible.

¿Cómo dijo, señor Berrocal?

Que te cagaste, nero, repitió el Cholo sin temor alguno, y luego le ordenó: Quítale la clave a tu celular y dámelo.

  Gonzalo, el pigmento de la piel demudado por el súbito giro de los acontecimientos, descorrió la clave de su celular y, todavía inseguro sobre las intenciones de su empleador, le entregó el teléfono.

El Cholo Berrocal picó en el ícono de Google e ingresó en el historial de búsquedas. Tal como lo había conjeturado, no encontró ninguna consulta sobre Vargas Llosa ni sobre ningún otro académico. El registro delataba más bien las constantes visitas de Gonzalo a variadas páginas porno: Petardas, Brazzers, Acabadas, Despechadas, InkaSex, MilkyPeru.   

Así que buscando información sobre Vargas Llosa, ¿no?, dijo Berrocal enrostrándole las búsquedas pornográficas a un estupefacto Gonzalo.

Eh, eh, eh, yo, este, este, usted, eh, eh…

Las pruebas eran inobjetables y Puty no hallaba por donde escapar, por cual agujero echar a andar alguna convincente mentira, alguna excusa que no lo hiciera quedar ante los ojos del señor Berrocal como un injustificable pajero.

Déjeme contar la verdad que usted, desde que pisó mi oficina, me ha ocultado a sabiendas de que cometía perjurio. Pero, claro, como usted no tiene moral alguna, le llegó al pincho verme la cara de cojudo después de haber jurado incluso por sus niños.

La bemba de Gonzalo, imponentemente atrevida y descarada, tembló como las lonjas celulíticas de señoras divorciadas y urgidas de algún afecto tardío. 

Se encontraba usted viendo sus páginas porno favoritas como de costumbre cuando, de pronto, le saltó un anuncio de préstamos. Y, como usted, además de pajero, es putero y está siempre necesitado de plata, picó en el anuncio para que le dieran la plata que necesitaba para tirársela con sus putas preferidas. Llenó el formulario respectivo. Dejó todos sus datos. Pensó que, una vez recibido el dinero, se desafiliaría de la aplicación y a otra cosa mariposa, si te vi no me acuerdo. Les habría metido cabeza a los prestamistas.

Gonzalo miraba el suelo. Se sentía calateado. El director parecía haber sido testigo directo de todo lo ocurrido pues describía cada uno de sus culposos pasos con escalofriante veracidad.

 Pero no contó con que se estaba metiendo con el peligrosísimo y novísimo Cartel de la Muela. Y ahora lo están buscando para que les pague o, en caso contrario, para que el Chimuelo, su despiadado líder, le saque cada una de sus muelas. Y no contento con eso, me dejen una bomba en la escuela por darle trabajo a usted.

No, señor Berrocal, eso no va a pasar. Se lo aseguro, dijo Gonzalo con soliviantado ímpetu.

Claro, no va a pasar porque ahorita mismo lo voy a poner de patas en la calle. Pero antes, quiero ver quién me está jodiendo aquí en mi celular, dijo Berrocal.

Se sacó el teléfono de uno de los bolsillos de su blazer plomo. Vibraba.

Chucha, me están llamando de mi otro negocio allá en los Estados Unidos. Usted sabrá que yo me dedico al rubro inmobiliario allá en Newark.

¿Newark?, dijo Gonzalo. Yo tengo un conocido en ese lugar. Bueno, no es que sea mi amigo o algo así. Pero sé que es un viejo de mierda sin cadera, repudiado por sus hijos y que se alucina youtuber a sus cincuenta años.

Cállese, carajo, voy a hablar, ordenó el Cholo. Se había puesto al teléfono.

¡Aló! Sí. ¿Qué pasa? La voz de Berrocal era imperativa.

Sapo como era, Gonzalo no perdía de vista ninguno de los gestos de su amo, el Cholo Berrocal, a quien parecía aquejarlo un problema muy jodido.

¿Unos mariachis? ¿No te dejaron dormir? La conchasumadre.

El silencio era tal que Puty podía escuchar los matices de la voz que le transmitía un sinfín de contrariedades a su jefe.

Esa voz la conozco, rumió Gonzalo.

¿Y por qué no los agarraste a balazos? Mi Pietro Beretta está en el cajoncito de la mesa de noche, al lado de los condones, dijo enardecidamente Berrocal.

Gonzalo aguzó el oído. Si hubiera sido un perro, habría adelantado sus orejas para captar con mayor nitidez la voz del tipo que se quejaba de que unos mariachis no lo dejaron conciliar el sueño.

¿Y qué quieres que haga desde acá? Yo todavía viajo en dos semanas para allá.

Berrocal parecía harto. Quería terminar con la llamada. La impaciencia lo consumía.

Ya, voy a ver qué medidas tomo. Te llamo en la noche para conversar mejor. Ahorita estoy con un empleado que aparte de pajero y putero es bien sapo. Así que conviene mantener la reserva del caso. Pero eso sí, en la noche me vas a contar todo sobre los mariachis. Quiero saber cómo te han cagado y qué mierda hiciste para que no terminaran orillándote en los terrenos del suicidio. Adiós, amor. Cuídate.

Chucha, pensó Puty; mi jefe es chivo.

Bueno, señor Reynoso, lárguese de mi vista. No lo quiero ver más por acá. No quiero que usted sea un mal ejemplo para el resto de mi plana docente y me los convierta en consumidores impenitentes de putas, ¡por Dios!

Gonzalo, armado de valor por lo que acababa de descubrirle a su jefe, se achoró: Estás tú bien huevón, ¿no? Si me botas, le cuento a todo el mundo que eres chivo.

No te me pongas pico a pico, negro cabecero. Encima me amenazas. ¡Qué tal concha!

Cuál concha ni nada, serrano. Te grabé la conversación. Acá bien clarito te chapé diciéndole “amor” a otro hombre. Esta grabación va a ser tu perdición.

Para que la situación le quedase clara a Berrocal, Puty reprodujo la grabación. Efectivamente, cualquiera que la oyera determinaría sin duda alguna que al Cholo le encantaba que lo pusieran en veinte uñas.

Eleuterio Berrocal había amasado una decente fortuna no porque fuese un tipo de lentas reacciones; por el contrario, porque era un rechucha habilísimo para detectar las oportunidades y vivísimo para explotar a los muertos de hambre que por unos cuantos pesos les daban la vuelta a sus amigos y familiares. Uno de esos era Puty.

Gonzalo, hagamos algo. Tranquilo. Conversemos como seres alturados.

Las fosas nasales de Puty parecían ardorosos fuelles tiznados de hollín. Respiraban agitados, como si hubieran corrido metros luego de haber robado un celular. Puty no se iba a calmar tan fácilmente. Y Berrocal lo sabía. Por eso, sacó un fajo de billetes de su blazer plomo.

Le voy a pagar un viaje a los Estados Unidos para que me haga un trabajito de investigación. Y aparte de eso le va a caer un buen bolo. Y, por si eso fuera poco, seguirá engañando al alumnado de mi colegio con sus pedorras clases de Literatura. ¿Qué le parece?

Los billetes eran los únicos objetos en el mundo por los cuales Puty podía canjear sus pensamientos y sus actos. Y si eran billetes americanos, hasta se cambiaba de sexo o decía que él, hincha de la U, era hijo del Alianza Lima, archirrival de Universitario de Deportes.

¿Sabe usted algo de mariachis?

Puty se llevó un dedo a la boca y miró al techo.

Vaya averiguando, profe, porque para la misión que le encomendaré los mariachis son clave, son clave, repitió Berrocal, dándole a estas últimas palabras un aire de misterio que solo podría develarse en el siguiente capítulo.

Además, ¿qué tal se lleva con el fentanilo, profe? ¿Lo ha consumido alguna vez?, dejó picando el esférico el altiplánico empresario.


lunes, 15 de septiembre de 2025

Novela Peruana "Brutalidad" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 30: Las tetas de una señora por YouTube y Kick

 


Prende tu cámara un ratito, pues, le pidió Santos.

Seducida por el carisma de su bonhomía, de su pícaro sentido del humor, Ana Lucía activó la cámara de su celular y le mostró los pechos.

¿Todo eso va a ser mío?, dijo Santos Camarón al ver el bamboleo de semejantes melones.

Solo si vienes hasta Chihuahua a visitarme, dijo Ana Lucía, sobrevolando el lente de la cámara de un pezón al otro.

A Santos Camarón se le mojó el calzoncillo. Se imaginó el serpenteo de su lengua mentirosa y atrevida por esa piel que parecía fabricada de leche.

Óyeme, dijo Analú, como también se la conocía en otros círculos, pero a mí me han chismeado que te dicen El Diablo, Satanás, El Cuernudo. ¿Por qué? Cuéntame.

Santos Camarón era un tipo de piel marrón, cara afilada, una frente grande y despejada que le iba ganando terreno al cuero cabelludo, unas orejas puntiagudas, como de duende, y una barbita ladina, en candado, conjunto todo que lo hacía idéntico a Mefistófeles, el demonio que no amaba la luz.

Ah, se relamió Santos, quien parecía haber estado esperando esa pregunta. Me dicen así porque tengo una colaza, pero por delante.

No te creo, jugueteó Analú.

¿No me crees? ¿Quieres creerme? ¿Quieres verla?

Santos Camarón comenzó el descenso lúdico de su cámara hacia el sur de su humanidad.

***

Torbe estaba agotado. Acababa de copular con la gatita blanca de la casa de enfrente y había corrido cientos de metros para evitar que ella lo fileteara tras el postrer orgasmo. Ambos desgarraron el cielo con sus maullidos; los de él de placer, los de ella de dolor e inmediata venganza.

Por la angosta ventana, volvió a filtrarse en el cuarto de su dueño, el periodista deportivo Enrico Arrechini, quien, sentado sobre su cama, bebía los rezagos de su tercera botella de ron, al tiempo que propalaba por su canal de YouTube los sentimientos que Cataleya, la mujer que porfiadamente se negaba a ser su enamorada, le inspiraba.

¿Sigues chupando, tío?, le dijo Torbe tras aterrizar de un salto sobre la cama. Arrechini leía los comentarios de sus seguidores y detractores.

Chupo por Cataleya, Torbe. Cataleya no quiere estar conmigo. Yo reconozco que soy poco hombre para ella, que no puedo ofrecerle lo que sí le ofrecen esos jovencitos que se le acercan: plata, carros, estabilidad económica. ¿Pero sabes qué sí le puedo ofrecer, qué sí le puedo dar?

Pulgas, huevón, se quejó el gato. Siempre que llego al cuarto me empiezan a picar tus pulgas. El animal olfateó el ambiente. ¡Pala! ¿Hace cuánto que no te metes a la ducha, tío?

Llevo tres días bebiendo por Cataleya. Chupo por ella, lloró Arrechini.

No seas huevón, pe, tío, dijo Torbe. Tú chupando por ella y ella chupando la gampi de Johncito, el jovencito que la saca a pasear los fines de semana. Y a mano cambiada, encima. Torbe dejó escapar una risita. Los seguidores, atentos a la conversación, descargaron toneladas de jajajas.

Vamos, tío, volvió Torbe, no te pongas en plan de víctima. Haz algo con tu vida. Mírate, estás hasta las huevas. El único animal que te soporta soy yo. Puta, si no fuera por que hay una gata afuera que me está buscando para sacarme la gramputa, me largaria y te dejaría. Aquí huele a muerto.

Quiero morir, Torbe. La vida no tiene sentido sin Cataleya. Arrechini miró a la cámara de su celular para hablarles a sus seguidores. Eran doscientas personas conectadas en vivo. Chicos, díganle a Cataleya que la amo muchísimo, que haría cualquier cosa por ella, cualquier cosa por tenerla a mi lado. Luego, como si esa cámara súbitamente se hubiese convertido en la mujer de sus borracheras, mirándola, más bien contemplándola, dijo: Cataleya, te amo, te adoro, enana diabólica, enana rica y apretadita.

Tío, usted ha sido el mejor periodista deportivo de su generación; ha paseado su registro vocal, sus opiniones y sus comentarios perspicaces por cuatro Mundiales, seis Copas América, diez torneos de sapito y dos mundiales de globos, ¿cómo va a estar diciendo que quiere morir?  ¿Qué chucha le pasa, tío?

César Abraham Vallejo Mendoza le habría respondido a Torbe: Esta tarde llueve, como nunca; y no tengo ganas de vivir, corazón. Pero Arrechini, como todo buen periodista deportivo, era ajeno a la gran literatura, a la versificación del alma, así que solo pudo contestar del modo más chacrero que le era posible: Quiero morir, pues, Torbe. Tú mismo lo has dicho. Yo ya he conseguido todo lo que cualquier periodista deportivo pichirruchi solo puede soñar. Ya le di lo mejor de mí a esta ingrata profesión que ahora me niega o malpaga sus mejores sets de televisión porque soy un borrachito. Ya no tengo más metas que cumplir. Lo logré todo. La única meta que me falta es estar con mi enana diabólica. Y si no estoy con ella, que estas botellas de ron me lleven consigo al tacho de basura.

Mirando a la cámara, desenroscó otra botella de ron y se llenó su legendario vaso azul de plástico, cuyos bordes ya blanquecinos se deshacían en finos hilillos de asbesto.

¡Salud por ella, Torbe!

Torbe, en lugar de brindar con su dueño, se mordisqueó ferozmente la cola; las pulgas que se multiplicaban en la gruesa colcha de la cama de Arrechini no perdonaban a nadie que hollara sus vastas comarcas. Ellas adoraban el fuerte olor a queso que la manta desprendía y el calorcito que los pedos de Arrechini generaban. Así, sus huevecillos medraban y producían populosas camadas.

   Muchachos, ya saben que tenemos un número de Yape; a ver, ¿quién me puede mandar para un pancito con pollo allí en el chat?, pidió Arrechini luego de secarse el contenido de su vaso. Llevaba cuatro días bebiendo. No se había llevado nada sólido a la boca. En su cuartito de dos por dos, no existía ningún insumo que pudiese cocinar en su estufita Surge, que había encontrado en un botadero de chatarra. Y si hubiera existido, tampoco habría tenido el vigor ni los ánimos de cocinarlo. Había extendido sus exiguas fuerzas todo lo que pudo, pero ahora el hambre apretaba. Sentía mareos. Un pan con pollo fue lo primero que se le vino a la mente; lo primero y lo más rico.

Puentini Borrachini, usuario que se dedicaba a generar clips en TikTok resaltando los segundos o minutos más jugosos de las largas transmisiones en las que Arrechini exhibía su tortuosa vida, le yapeó cinco soles. El mensaje que acompañó al dinero, y que Arrechini leyó para sus doscientos conectados, rezaba: Para que te compres dos panes con pollo, tío.

Gracias, Puentini conchatumadre. Eres una mierda conmigo. Siempre me cagas en TikTok mostrando lo peor de mí, pero, después de todo, veo que eres humano. Al menos, me mandas cinco soles. Te lo agradezco, malparido.

Arrechini se encasquetó su conocido chullo en la cabeza, no se miró al espejo -porque no tenía- y se envolvió en su única casaca.

No te olvides que hoy se me acaba la comida, tío, le recordó Torbe mientras se hacía un agujerito acogedor en la frazada, en medio de tanto olor a pata y pulgas asesinas. A mí también me sabe dar hambre, eh.

Aunque no lo crean, muchachos, dijo Arrechini a sus seguidores, que comentaban y comentaban sin cesar calificándolo de feo, vago, borracho y pedigüeño, este gatito también es un gasto para mí. A pesar de mi enfermedad del alcoholismo, tengo que salir a conseguir comida para mí y para él. ¿Verdad, amor mío?

Putamadre, tío, se incomodó Torbe, siempre que te emborrachas se te sale lo cabro. Yo creo que el día menos pensado me vas a dar vuelta. Tendré que estar vigilante si quiero conservar el invicto.

No seas así, Torbe. Yo soy un tipo cariñoso. Y mi Cataleya no valora eso. Yo podría darle mucho amor. Algo que ya no se da en estos tiempos. Ahora solo te dan plata. Los chicos solo quieren darles dinero, carros y joyas a sus chicas. Y yo digo, ¿dónde quedó el amor?

Ya aburres con tu floro, tío, dijo Torbe lamiéndose el ano. Ahora que te compres tu sánguche, no te olvides de comprarme mis croquetas, eh.

Arrechini se aseguró de que sus llaves estuvieran en los bolsillos de esa casaca con la que había transmitido para todo el Perú el último de sus mundiales, el de Rusia, en el 2018, y se detuvo ante la puerta. La cara se le agrió.

Torbe lo miró atentamente. Esa cara en el enano no era habitual en sus borracheras.

Y, efectivamente, Arrechini se partió en dos hacia adelante y vomitó los cuatro días que llevaba sin comer. En el suelo, quedaron desperdigados un poco de sus pulmones, un tanto de sus intestinos y unos pedacitos de su maltrecho, pero todavía rendidor, hígado.  

Puta, tío, te maleaste, se asqueó Torbe.

Ay, Satanás, dame paciencia, dijo Arrechini, limpiándose la boca con la manga de su casaca. Aunque pensándolo bien, creo que me vino bien este buitre. Así hay espacio para los pancitos con pollo.

Luego de pasarse los dedos de olluco por los pelos sebosos que escapaban a la compresión de su chullo, se despidió del gato: Ya regreso, Torbe. Cuídame el cuchitril.

Oe, tío, no me vas a dejar encerrado con tu buitre que huele a mierda. Suficiente tengo con soportar la pezuña de tu colcha y ahora tengo que aguantar la ponzoña de tu huaico. No seas pendejo, pues, tío. Me vas a encontrar muerto cuando regreses.

Pero Arrechini ya se había ido.

***

 Ana Lucía quedó ilusionadísima. Luego de lo que había visto, estaba determinada a hacer cualquier cosa por ese hombre.   

¿Podrías prestarme doscientos dolaritos, Analulita?

Apenas llevaban conversando dos días y Santos Camarón consideró que ya era tiempo de picarle plata a su nueva amiga.

¿Doscientos dólares?

A pesar de haber comprobado visualmente por qué a Santos le decían El Diablo, Ana Lucía quedó sorprendida ante la pronunciación de tal monto. Sí, estaba determinada a hacer lo que fuere por semejante hombre, pero darle así, de buenas a primeras, doscientos dólares, era otra cosa, eran palabras y cifras mayores. Sin embargo, Santos, un nigromante del verbo y la locución callejera, era capaz de convencer a un inocente de que era culpable.

Analú, mi prestigio de periodista me precede; soy conocido en todos lados y mis reportajes y programas, que dan la hora en el acontecer deportivo, los puedes disfrutar cuando gustes en YouTube. En ese portal, puedes comprobar la calidad de mi trabajo. Yo siempre dejo que mi trabajo hable por mí. Esa es la garantía indubitable de que te pagaré los doscientos dólares al término de dos semanas. Sin falta.

La solidez y el garbo con los que fueron expresadas esas palabras terminaron por convencer a Ana Lucía de soltarle el dinero solicitado.

No te voy a fallar, Analú. Yo soy un hombre de palabra.

Las dos semanas concluyeron y Santos no se manifestó. Ana Lucía temía escribirle para hacerle recordar el préstamo. Sentía que se vería como una interesada en el tema monetario. ¿Recordarle a una persona que le devuelva una plata prestada? No, eso era una indelicadeza. Esperaría a que Santos Camarón cumpliese su palabra, así fuese a destiempo. Y si no le devolvía los doscientos dólares, bueno, al menos habría aprendido una valiosa lección: no le prestes dinero a nadie, porque cuando les cobras se convierten en tus enemigos, pero para pedir hasta lágrimas derraman.

Saber que Santos Camarón era un tipo en quien no se podía confiar le había costado la friolera de doscientos dólares. Pudo haber sido peor.

***

Puta, cojudo, no me has hecho la publicidad que quedamos. Yo te pago como gran huevón para que publicites mi lavandería y no te apareces en la radio. Eres una caca, Arrechini. Eso no se les hace a los amigos.

¿O sea que no puedes ayudarme, Santos?

Ta qué tal concha tienes, oe. Yo ya te ayudé para que me hagas la publicidad y, encima, no vas a la radio toda la semana en que se supone que debías decir la publicidad de mi lavandería. Eres la cagada, Arrechini. Que te ayude tu abuela, cojudo. No me vuelvas a llamar. O me devuelves los cien soles de publicidad que te pagué o te olvidas de que fuimos patas.

Santos Camarón había sido duro y cortante. Era lo menos que merecía el sinvergüenza de Enrico Arrechini.

Asimilando que no todo en su vida era lo mejor que alguien pudiera desear, Enrico continuó su camino hacia la sanguchería de la esquina. Había perdido órganos internos vitales cuando vomitó en su cuarto y necesitaba de un buen pedazo de carne metido entre dos tapas de pan para cubrir el vacío dejado.

Dos panes con pollo, lanzó Arrechini, como si hubiera amanecido, almorzado, cenado y cachado con la señora que vendía hamburguesas.

Oiga, salude primero.

Dos panes con pollo con mayonesa. Y voy a pagar con yape, por si acaso, devolvió Arrechini, pasándose por las bolas la reconvención de la señora. Tiene yape, ¿no?

Tengo plin, dijo la señora, tajante como saludo de cabro resentido.

No, pues, putamare, se quejó Enrico, tiene que tener yape. Todo el mundo usa yape. Carajo. Abandonó malhumorado el lugar en busca de otro puesto al paso en donde satisfacer su hambre perruna. En eso, recibió un mensaje al celular. Era un mensaje de Santos Camarón. Por un momento, se le atravesó la idea de no revisarlo. Probablemente se trataba de algún insulto de último minuto que le dedicaba Santos a modo de cruel y despechada despedida.

Ay, carajo, vamos a ver qué envió este conchasumadre de Santos Camarón, le dijo Arrechini a sus seguidores del YouTube que lo acompañaban a todos lados, incluso al baño a cocinar, porque, sí, Arrechini lavaba las verduras donde se afeitaba, hacía el arroz en el wáter y cocía los fideos en las mismas ollas que usaba para lavar sus medias pezuñentas y sus calzoncillos ahuecados. A esos momentos, en YouTube, Arrechini los intitulaba “Del Ano a la Boca con el Chef Arrechini”. Esas ediciones eran las que acogían a un gran número de televidentes, logrando que Arrechini pudiera cobrar de YouTube unos doscientos dólares al mes que tenían un destino fijo: la pensión de su vástago. En el último episodio de “Del Ano a la Boca con el Chef Arrechini”, Enrico había enseñado a cocinar “Calzoncillos al Pesto”.

¡Chucha!, exclamó Arrechini al ver lo que Santos le había enviado al WhatsApp. La sorpresa fue tal que le evaporó en un santiamén la amargura que le había producido la negligencia de la vieja de mierda de la hamburguesera por no manejar una cuenta de yape.

Uy, muchachos, si les contara lo que me acaba de mandar el Diablo Camarón, se les parte el culo. Si quieren que les muestre estas fotitos, ya saben, tenemos un número de yape. El que puede apoyarnos nos apoya y el que no, que me chupe el huevo izquierdo que lo tengo más grande que el derecho. Al que me dé el mejor yape, le paso este rico pack.

***

Con lo que nos ha yapeado el señor Olivo, que fue quien nos donó la mayor cantidad de plata y, por tanto, a quien le reenvié el material que nos envió Santos Camarón, tal cual lo prometí, compramos todo esto para mejorar nuestro cuartito, les dijo Arrechini a sus doscientos conectados. Mostró con la cámara una serie de víveres, frazadas nuevas, y aparejos para mejorar sus transmisiones.

Cuenta qué te envió Camarón, suplicaron los comentarios.

Ya, pe, no te cierres, Arrechini relojero, vago de mierda, reclamaron.

Muchachos, contrólense o bloqueo a esos que se están yendo de boca. Yo prometí pasarles las fotos que me envió Camarón solo a aquel que nos yapeara generosamente. Y el señor Olivo fue quien nos cumplió como era debido. Así que no jodan. Ahora, vamos a cocinarnos un caldito de pollo aquí en el wáter.

Uno de sus celulares, aquel con el cual no transmitía, empezó a vibrar descontroladamente. Era Santos Camarón.

***

Olivo era el sobrenombre con el que Groover solía ver las transmisiones de Arrechini. Ni bien oyó la oferta que propuso Arrechini para compartir las misteriosas fotos enviadas por Camarón, efectuó un irresistible yape. Lo que Kick le generaba por sus transmisiones le permitían ahora ser un manirroto donante. Inmediatamente, las fotos le fueron entregadas. Al comprobar el fuerte y sustancioso contenido de esas imágenes, le envió a Arrechini, a través de uno de sus emisarios en el Perú, seis latas de atún, cuatro paquetes de fideos, y dos rones, a modo de agradecimiento. Arrechini mostró los dos rones. Al poco rato, volvería a ahogarse en la turbulencia de sus anhelos truncos, vómitos y olvidos. Todo porque, como dijo el inmortal Vallejo, en sus carnes siempre piafaban más ganas de beber.

Tengo en mis manos un material exclusivo. Picaña, chuleta. Eso que, a ustedes, miserables, les encanta, celebró Groover en su programa de Kick “Cuchillos Largos”. Cierta señora, que yo creía que me era fiel, lo mostró todo. Y aquí tengo las pruebas de su arrechura. ¿Cómo una señora de su casa, de su edad, puede prestarse a estas huevadas, miren, ve?

Groover puso en pantalla un par de tetas.

Y no solo eso, sino que esta señora, que solía ser mi musa inspiradora, con la que yo solía masturbarme mientras oía su voz, intercambió las fotos de sus tetas por la de una pichula negra y sucia, una chala sucia. Miren, ve.

¿Y de quién es la chala?, comentó el Mano Santa, ferviente seguidor de Groover.

No tengo identificado al poseedor de ese gran maso castigador, pero sí a la persona a la que le pertenecen las ricas tetas que están viendo, porque el pack que me han pasado tiene, en una de las imágenes, la cara de la susodicha. Y una gran pena ha sido para mí saber que esa mujer, esa mujer a la que yo adoraba, a la que yo virtualmente le lamía los pies, el poto y me comía su caca, era mi musa inspiradora. Y fue una gran pena comprobar que le muestra sus tesoros más íntimos a cualquier tipejo con una buena pinga. Eso me merece el menor o ninguno de mis respetos.

Sin que alguno de sus seguidores pudiera verlo, porque siempre transmitía con la cámara apagada, Groover le pegó un sorbo a su vaso de whisky y aspiró una sinuosa línea de fentanilo.

Groover continuó mostrando las fotos contenidas en el pack de Arrechini: tetas, pezones y un falo amenazador, negro como la traición de Judas.

Eso, Groover, así, danos chow. Eso es lo que queremos: potos, tetas, fichas Reniec, insultos al por mayor. Danos chow, Viejito lindo, apostilló Alex Broca Oficial, otro seguidor fanático de Groover.

Voy a dejar el link al vivo en los comentarios para conversar con alguno de los más de cincuenta conectados en todas mis multiplataformas. Quiero saber qué opinan sobre las fotos bastante chocantes que acabamos de mostrar. Quiero sus opiniones.

Santos Camarón cliqueó en el link y esperó a que Groover lo transmitiera.

A ver, aquí tengo a alguien que se hace llamar El Diablo. ¿Quién será? A ver, pan con relleno, estás al aire. Habla. ¿Qué opinas de las mujeres que intercambian fotos de sus ubres a cambio de la foto de un pene venoso y asqueroso?

Oye, huevonazo, quién te ha autorizado a pasar esas fotos íntimas, detonó Camarón.

Y quién chucha eres tú para decirme lo que debo pasar o no en mi programa.

Camarón, que participaba sin prender la cámara, estaba encolerizado. No entendía cómo diablos las fotos que intercambió con Analú habían dado a parar en ese oscuro canalito de YouTube.

Dime cómo has conseguido esas fotos, huevón, o ahorita mismo te meto una denuncia.

Groover rio a mandíbula batiente.

Denúnciame, pe, chuchetumare. Acá voy a esperar tu denuncia. No te demores. Es más, qué te digo, te recomiendo una comisaría en donde el suboficial panzón te toma la denuncia usando un pad de Hello Kitty.

Era en vano. Camarón sabía que Groover jamás le diría cómo diantres se había hecho de sus fotos porno. Decidió terminar su participación lanzando una última amenaza: Algún día la vida nos va a poner en la misma vereda, huevón, y ese día te vas a acordar de mí.

Groover jamás había mostrado el rostro en sus transmisiones, ¿cómo mierda lo reconocería en la calle entonces? Santos se acababa de dar cuenta de que había dicho una estupidez. La furia solía ponerlo más estúpido que de costumbre.

Luego de masturbarse para despejar la mente y pensar mejor las cosas, analizó la situación al mismo estilo de Hércules Poirot, el héroe de Agatha Christie: Las fotos solo pudieron salir de su celular. Y él solo manejaba dos aplicaciones, Facebook y WhatsApp. Revisó los mensajes del Facebook. Nada. No estaban las fotos por ahí. Revisó WhatsApp. Repasó las últimas conversaciones. Bajo el nombre de Arrechini, se desplegaba el icono de que se habían enviado unos archivos. Horrorizado, ingresó a la conversación. Efectivamente, él era el único culpable de que su negra pinga y las abultadas tetas de Analú se hubiesen visto públicamente. Accidentalmente, le había enviado todo el pack porno al chato Arrechini, y ese muerto de hambre, seguramente a cambio de una buena cantidad de plata, se las dio al imbécil que conducía ese programete de YouTube.

Ahora sí me va a conocer ese enano y la reconchasumadre, prometió Santos.

***

Dios ha muerto, había escrito Nietzsche, y Arrechini, en su directo, decía que Dios estaba vivo, pero que era un cabrón porque no asesinaba a la persona que se había hecho pasar por él para bloquear por robo la línea del celular con el que organizaba sus entrevistas y recibía los yapes para sobrevivir.

Si de verdad existes, Dios de mierda, mata a esa persona ahorita mismo. ¿Por qué no la castigas y sí me cagas a mí que no le hago daño a nadie? ¿Ven?, les dijo a sus seguidores. Su Dios no hace nada para reparar esta injusticia. Seguro el idiota que me bloqueó la línea se está persignando al salir de su casa y Dios lo premia. Claro, porque no existe. Si existiera, ahorita le estaría partiendo el poto con un rayo. ¿Ahora cómo voy a hacer para recuperar mi línea? Con ese número yo trabajaba, me movía. ¿Y ahora?

Arrechini empezó a llorar.

El Dios del que ustedes hablan no existe. Miren lo que me ha hecho.

A pesar del crudo momento que vivía, Arrechini no dejaba de transmitir. Doscientas personas lo veían llorar y renegar de Dios.

Putamadre, Dios, si de verdad existes, si de verdad estás de mi lado como dicen los creyentes, mata a todo aquel que me haga daño, mata a ese conchasumadre que me ha bloqueado la línea, retó Arrechini.

No, señores, yo así no puedo hacer programa. Volveré a tomar un poco de ron con gaseosa para calmarme y dormirme profundamente. Y ojalá que Dios o Satanás, quien corresponda, me deje dormido para siempre. No quiero despertar. Ya no quiero vivir. Estoy harto de la vida que me tocó.

Aunque Arrechini lo ignorara, Santos Camarón iba en su búsqueda para desahuevarlo. Justo en el momento en que este último cruzaba la pista para alcanzar la otra orilla y tomar un taxi que lo llevara a La Victoria, distrito donde malvivía Arrechini, sin darse cuenta, pisó un buzón que llevaba la tapa medio floja. Cayó libremente treinta metros. Dios, incomprendido por Arrechini, muy a su pesar, seguía ayudándolo, aunque él jamás se lo reconociera y lo tildase de cabrón.

Si supieras de todas las que te he salvado, Enrico, creerías en mí, pensó Dios. Pero no es mi estilo manifestarme abiertamente. Prefiero protegerte anónimamente a pesar de que me tires toda tu mierda y me endilgues todo tu vulgar vocabulario.

Cuando regresó a su cuarto, se topó con la sorpresa de que su gato Torbe había roto, seguramente harto de estar encerrado en ese cuarto, las dos botellas de ron que le había regalado Groover, o su alter ego, el señor Olivo.

¿Ves, enano?, dijo Dios. Fui yo quien rompió tus botellas para que no te vuelvas a intoxicar porque tu hígado está a una nada de irse a la mierda. No me lo vas a agradecer, pero quiero que sepas que te quiero, cabrón malagradecido.

Mientras Dios decía estas cosas, Enrico lloraba su desgracia, tirado en su cama de, al menos, frazadas nuevas.