viernes, 25 de junio de 2021

Un País Feliz. Una Presidente Transexual en el Perú - Capítulo 9 (Novela de Daniel Gutiérrez Híjar)

Ahora tengo un nuevo cuaderno pulcro y mi cuerpo delicioso como todo verbo.

 

Julio Barco – Arder

 

Llevo en esta bolsa negra el corazón del ministro de educación y cultura, uno de los ministros más jóvenes que ha tenido el Perú. Tengo miedo. Siento que la gente que se cruza en mi camino puede ver a través de la bolsa. Sus ojos me gritan “asesino”. Pareciese que, en cualquier momento, empezarán a lincharme o, en el mejor de los casos, llevarme con la policía. Aún tengo que salvar dos cuadras para poner esta bolsa en el tacho de basura que está al lado del poste pintado de amarillo. Esa es la señal.

Yo no maté al poeta Arco; así se apellida (o se apellidó) el ministro más joven del país. Yo solo le extraje el corazón y lo puse en esta bolsa negra. Quien lo mató fue otra persona. A mí solo me pagaron por ejecutar lo que acabo de contar.

***

A pesar de que su nombre se replicaba más y más en revistas, diarios y páginas web, el poeta Arco carecía del apoyo moral de sus papás, quienes desaprobaban que su único hijo se dedicase a huevear el día entero. Yo no soy un vago, se defendía el poeta en las ácidas y cada vez más frecuentes discusiones familiares. Yo leo y hago literatura; la estudio. La poesía es mi pasión, es mi destino. ¿No lo pueden entender? Los pleitos casi siempre terminaban con el papá espetándole: ¿Y hasta cuándo chucha te voy a mantener, desgraciado? Ya tienes veintitantos, has terminado la universidad y jamás hemos visto un centavo de tu parte. Pero el unigénito respondía: A mis veintitantos, tengo media docena de poemarios publicados, papá. El aludido remataba: ¿Vamos a comer poemarios, huevón?

Una mañana, la cocina de la casa empezó a arder. El papá, que ya se alistaba para ir a la fábrica de embutidos donde se encargaba del empaquetado del producto final, fue quien se percató del amago de incendio. ¿Quién mierda ha hecho esto?, dijo, exasperado, luego de que aventó un baldazo de agua sobre las crecientes llamas. Carajo, pudimos haber muerto si explotaba el balón de gas. Entonces, descubrió un libro chamuscado en la hornilla. ¿Y esto?, dijo, levantando el objeto, tratando de explicarse la situación. Y apareció Juan. Dijiste que querías comer poemarios; les estaba preparando un omelette con mis mejores versos.

Así fue como Arco inició a la fuerza su gira nacional. Vagabundeó por todo el país hablando de sus poemarios y brindando cientos de entrevistas a canales de Youtube de provincias y del extranjero. En todas las transmisiones, lució siempre la misma camisa de cuadros azules.

Entonces, el Perú eligió a su primera presidente transexual, quien, luego de fusilar a todos aquellos políticos cuyas trapacerías eran de sobra conocidas, estableció las evaluaciones mensuales de lectura. Todos los habitantes alfabetos del Perú, nativos o extranjeros, debían leer, por mes, un poemario o una novela. Una semana antes de culminar determinado mes, eran sorteados diez ciudadanos para contestar, en un evento televisado, cinco preguntas sobre la lectura que habían escogido. Aquellos que no acertaban con las respuestas eran fusilados en vivo y en directo. Esta sangre derramada le servía de estímulo al resto del Perú para que no descuidara sus lecturas. Cualquiera podía salir sorteado. Más les valía que estuvieran preparados.  En poco tiempo, el peruano se convirtió en un ser civilizado o, al menos, bastante leído.

Uno de los evaluados fue el poeta Arco. Respondió con versación cada pregunta que se le formuló. Sus respuestas no solo llenaron el vacío planteado, sino que añadieron islotes de profusa cultura. La presidente, que no se perdía ninguna transmisión, lo contactó. Arco fue llevado a Palacio de Gobierno. En la oficina de la máxima autoridad peruana, se le ofreció liderar el Ministerio de Educación y Cultura. Arco, como era de esperarse, aceptó la misión.

***

¿No te caen mal las personas que le toman foto a todo lo que comen?

Sí, me llegan al pincho.

Estamos en Astrid y Gastón, un restaurante en San Isidro al que suelo ir todos los viernes. La sazón aquí es inmejorable, al igual que la atención de los mozos; quienes quedan totalmente pendientes de cualquier gesto que hagas, buscando satisfacer hasta el más mínimo de tus requerimientos.

Juan mira hacia todos lados, observando el más estricto disimulo. El lugar no es lujoso, pero es bonito, señorial. Juan sabe que no estamos en un restaurante cualquiera. Algo ha oído de los locales del cocinero Gastón Acurio. Juan sabe que está a punto de almorzar en un lugar caro, totalmente fuera de sus posibilidades. Nunca ha estado en un lugar así, y ya le pica mano por registrar todo lo que va viendo en la cámara de su celular.

Le sorprende la gente que va colmando el local de forma mesurada. A diferencia de nosotros, de piel más bien chaufosa, el resto de los comensales es blanco y de rasgos del tipo tengo plata y jamás he pisado San Juan de Lurigancho. Juan lucha por disimular su asombro provinciano y elabora una pose altanera. Solo por joder, le pregunto si ha estado en un restaurante similar a este. Creo que sí, me miente; no lo recuerdo muy bien.

Caballeros, bienvenidos, dice el mozo que nos atenderá. Es Ernesto, quien, luego de reconocerme, me saluda con un cálido apretón de manos. ¿Va a ordenar lo de siempre, don Gabriel? Tengo treinta y siete años, pero luzco de veintitrés. Esto me lo dicen todo el tiempo, no lo digo yo mismo. Sin embargo, me encanta que Ernesto me trate de don. A Juan, por la expresión que leo en su rostro, jamás lo han tratado con ese respeto en un restaurante ni en cualquier otro hueco que haya podido visitar. Sí, por favor, Ernesto, lo de siempre: el arroz con mariscos al wok, abrazo entre el Callao y Genova, año 2007, por favor. He dicho el nombre completo del plato para aterrorizar con mi refinamiento al poeta Arco.

Siempre con el ajicito carretillero y la copa de vino alsaciano, ¿verdad don Gabriel?, dice el mozo.

Por supuesto, Ernesto. Muchas gracias.

Y ahora le toca el turno a Juan. Caballero, le dice Ernesto, ¿qué va a ordenar usted?

No puedo dejar de comparar mis zapatillas Air Jordan, de aproximadamente seiscientos dólares, con los zapatos (¿de colegio?) gastados y avejentados de Juancito. Gran trabajo le habrá costado a Ernesto llamar “caballero” a un tipo en semejantes fachas. Afortunadamente, Gastón Acurio, mi amigo, ha capacitado muy bien a su personal: No hagan distingos de ningún tipo. Si la persona está sentada a una de nuestras mesas es porque puede pagar el plato. Eso es todo lo que importa.

¿Dónde está la carta?, pregunta Juancito, casi con miedo.

Ahí en la mesa, caballero, dice Ernesto, señalando unos cuadritos negros -que forman un mosaico geométrico- pegados en una esquina de la mesa. Al detectar la gran interrogante que es la cara de Juancito, Ernesto profundiza en detalles:  Es el código que debe escanear con su celular para que le aparezca la carta y la pueda revisar las veces que desee. 

No entiendo, dice Juan.

Yo disfruto por dentro. Estoy empezando a humillar a este gran escritor y poeta que me supera en ventas, pero no en pluma. Ah, no, joder, en pluma nadie me supera. Y en dinero tampoco, por algo tengo más de diez años sobresaliendo en la industria minera.

Le digo a Ernesto, quien no pierde la sonrisa en el rostro ni un segundo –gran trabajo el de mi amigo Gastón al entrenar en el servicio esmerado a estos muchachos-, que vuelva en un minuto, que yo le indicaré a mi acompañante cómo ordenar un plato.

Escanear el código de cuadritos en el celular es una operación bastante fácil. Juan la comprende rápidamente, aunque no puede ocultar el hecho de que es demasiada tecnología la que se le ofrece en un solo día y es que, por supuesto, está sentado a la mesa de uno de los cincuenta mejores restaurantes del mundo.

Lo que sucede a continuación es todavía más delicioso para mi alma sedienta de humillación. Juan no entiende los nombres de la carta o jamás los ha probado: “entraña angus”, “pulpo a la brasa”, “meloso rojo de vóngoles”, “udon criollo al wok” y así. Es divertidísimo mirarle la cara y a través de ella saber que se está preguntando dónde están mi arroz chaufa, mi papa rellena, mi pollo a la brasa. Orgulloso como es, no se atreve a preguntarme nada. Así que se decide por un plato que cree conocer o le suena menos extranjero: el pulpo a la brasa. Típico de alguien que no se atreve a explorar y se refugia en lo conocido. ¿Dónde está el alma aventurera de este huevón?, pienso. Llamo al mozo y le comunico los pedidos.

¿Alguna bebida para acompañar su pulpo, caballero?, le pregunta Ernesto a Juan. Como si le estuvieran midiendo el tiempo, Juan repasa velozmente la carta de bebidas. Es evidente que sus pupilas tratan de reconocer alguna palabra que le suene familiar, un punto seguro al cual aferrarse. El orgullo, otra vez, le impide solicitar consejo alguno. Entonces, detecta el término “orange”. Alguito de inglés sabe. Orange, naranja. Un orange spritz, por favor, dice finalmente Juan. Está sudando. Los nervios lo tienen cojudo. Así que un orange spritz, pienso. Menuda sorpresa te vas a llevar cuando te raspe la garganta. Afortunadamente, para este pendejo, Ernesto le sugiere agua. ¿Desea agua para aligerar el sabor de su bebida, caballero? Agua, agua; esa es una bebida que hasta Juan conoce. Sí, por favor, se apresura en contestar. Ernesto regresa enseguida con una botella propia de la casa, el agua Premium Munay, que es, según mi experiencia, lo único gratis en el restaurante; para el resto, tienes que aflojar una buena cantidad de billetes.

***

Tal cual me dijeron, el flaquito llegó a la hora fijada. Sí que era puntual. Volví a repasar el plan. Me dije: A ver, Pepe, esperas la señal de Paloma, dejas pasar un minuto para que ella fugue sin levantar sospechas, y luego entras con el cuchillo.

Era innecesario sacarle el corazón a un muerto, pero era la tarea para la que me habían contratado. Tenía que hacerlo, la paga era buena. Además, el flaco ya estaría muerto cuando me tocase el turno de chambear. O sea, no tenía que matar al tipo; solo sacarle el corazón y dejarlo en un tacho de basura. ¿Qué harían con ese corazón? Ese no era mi asunto. 

***

En las redes sociales, Juan se ufanaba de la masiva venta de sus poemarios. Esto me avinagraba el humor, ya que mis libros eran alimento de polillas. Nadie los compraba. La gente que me había leído me reconocía un gran manejo del lenguaje, del suspenso, de la sorpresa, pero nadie se animaba a hacerse con uno de mis libros. Y no era que yo necesitase el dinero de las ventas –como sí era el caso de Arco-. El dinero era un tema hacía rato solucionado para mí. Lo que menos me preocupaba era el vil metal. Sin embargo, aquello que taladraba mi corazón con ponzoña era el aluvión de halagüeños comentarios que recibía Arco sin cesar, mientras que los cuentos que yo publicaba apenas si los leía mi mamá.

Decidí bajarlo de su nube, que probase por unos momentos el agrio sabor de la bajura. Conseguí su número celular. No había que buscar con mucho ahínco. El teléfono lo tenía publicado en todas sus redes sociales. Lo llamé. Quiero comprarte todos tus poemarios. Estaba seguro de que ninguno de sus admiradores, misios la mayoría, le había propuesto semejante oferta. A sus cortos veintiocho años, tenía ya más de diez libros publicados. Con un tonito petulante, como si le fuese habitual que le comprasen a diario toda su obra, me indicó que solo le quedaban ejemplares de su poemario “Prender”. Está bien. Dijo que me lo enviaría por correo. ¿No lo envías tú mismo? le pregunte, haciéndole notar mi emoción por que viniese. No, él solo dejaba el paquete en la oficina de correos. No podía creer que este muerto de hambre no quisiese conocerme, sabiendo que era un tipo solvente, a quien le tenía sin cuidado el costo de un poemario o de diez de ellos. ¿Qué no pensaba que podía ganarse a un lector y seguro comprador de su obra por venir? ¿No vislumbraba que estaba conversando con un posible mecenas? Un tipo con espíritu emprendedor no hubiera perdido la oportunidad de entregarme personalmente el libro. Como, por lo visto, carecía del necesario empuje comercial, y porque era parte crucial de mi plan de humillación conocerlo, tuve que insistir en que nos viésemos personalmente. Pero ¿qué decirle? El tipo, además, parecía desconfiar de cualquiera.

Juan, la verdad es que quiero tomarme unas fotos contigo. No quiero perderme la oportunidad de retratarme junto al poeta peruano vivo más importante de estos tiempos.

Estaba seguro de que no se resistiría a semejante sobada de lomo. Y no me equivoqué. Empezó a ceder, a abrirse.

Te voy a ser franco, dijo él, no tengo dinero para ir a ninguna parte. Lo poco que tengo lo estoy ahorrando para mi siguiente publicación. Espero entiendas.

Ah, pero eso no es problema, Juan, respondí sin demora. Espero que no tomes mal lo que te voy a proponer, pero yo te pago el taxi aquí, a Magdalena. No tengo ningún problema. Para mí será todo un honor compartir contigo un almuerzo quizá.

Juan no sabía qué responder. Aproveché su momento de vacilación para reforzar mi propuesta. Todo va a ser bien rápido, estimado Juan. Nos tomamos la foto, almorzamos algo rápido e inmediatamente te consigo el taxi de regreso.

Sin embargo, la duda aún hablaba por él: Sí, pero…,

No cejé y arremetí con fuerza: Además, Juan, me gustaría colaborar con tu siguiente publicación. ¿Unos trescientos soles estarían bien?

Hubo un silencio del otro lado. No obstante, el olor de la aceptación parecía sentirse en el aire.

Los comunistas, como Juancito, son muy susceptibles con el dinero regalado. O sea, les gusta, siempre y cuando se los ofrezcas refinadamente o bajo la excusa de alguna noble causa. Para evitar que tomase el dinero como una especie de dádiva o limosna, le propuse que los trescientos los aceptase como el pago por una clase maestra y particular de Literatura que él pudiese darme.

¿Clase maestra?, dijo él.

Claro, una clase de Literatura, arremetí, de esas que acostumbras a dar en tu canal de YouTube.

Sabía que su aceptación estaba muy próxima. Había que coronar la proposición asumiendo que todo estaba ya aprobado. Le metí entonces la estocada final.

Pásame tu dirección para pedirte el taxi, por fa.

Una hora después, Juan, vestido con humildad -pues no tenía dinero para renovar sus ropas- aparecía a la puerta de mi moderno departamento en Magdalena. 

***

Encontré al poeta ya muerto. Parecía dormido. Era, entonces, mi momento. Me vestí con el buzo que había llevado para el fin y empecé a sacarle el corazón. Terminada la misión principal, inicié la secundaria: descuartizarlo. La motosierra hacía el ruido previsto, pero la radio a todo volumen ocultó los ronroneos. Nadie jodió durante el proceso. Era la suerte. Mi buena suerte. Empaqué los miembros en bolsas negras. Alguien más se encargaría de desaparecerlos. No se me dijo quién. Tampoco me importaba. Mi chamba fue cortarlo en trozos y llevarme el corazón en una bolsa.

***

Es un honor conocerla, señora presidenta, dice Pepe.

Señorita, por favor. No hay problema. Siéntate.

Claro. Gracias, dice Pepe.

Mira, seguro te preguntarás por qué te he citado.

Así es, señorita presidenta, pero no se me ocurre ningún motivo.

Claro, ya me imaginaba.

¿Por qué se imaginaba, presidenta?, dice Pepe, ya empezando a recelar.

La presidente, que no es tonta, detecta la sospecha de su invitado y, pues, como ya no hay escapatoria, refuerza su batallón: Porque todo apunta a que tú fuiste el que mató al ministro Juan.

¿Yo? Se equivoca. Eso es lo que dice la prensa, pero se equivocan, tartamudea Pepe. Mi desgracia con todo este alboroto fue haber llevado en la mano el mismo tipo de bolsa que llevaba el asesino cuando huyó del lugar.

Ya veo. Sin embargo, las pruebas que tengo no vienen de la prensa. Si me dejase guiar por lo que dicen los periódicos, este país se habría terminado de ir a la mierda hace mucho tiempo. Ahora, ves que el ciudadano peruano ha cambiado. Es más culto, lee, trabaja, se esfuerza. Los índices de pobreza bajan considerablemente mes a mes. Sí, hay gente que se larga porque no quiere morir, porque no ha leído lo que tenía que leer. Y los dejamos ir. Nos quedamos con quienes realmente quieren esforzarse.

Claro, me consta. En casa, por ejemplo, hasta mi señora lee. Y antes ella huía de los libros, dice Pepe.

La presidente camina hacia la puerta del salón oval. La abre y entran dos militares. Cada uno lleva un fusil. El señor Pepe se alarma. La presidenta retoma su discurso.

Como le decía, no he llegado a estas alturas de la política por ser tonta. Sé que tú mataste al ministro Juan.

¿Cómo? ¿Yo? No, no, para nada.

Shhh, shhh. No necesito que me pruebes lo contrario. Yo sé que fuiste tú y punto. Y las balas que están dentro de los fusiles de estos caballeros también lo saben y, lamentablemente para ti, ellas no tienen oídos que quieran oír tus excusas.

Por favor, no quiero morir. Yo solo le quité el corazón. Nada más. Una mujer se encargó de matarlo con un veneno. Le juro que le estoy diciendo la verdad, suplica Pepe, las lágrimas bañando su rostro.

Lo más jodido de todo esto se lo lleva Anita, la señora que hace la limpieza. No sabes, Pepe, lo que le cuesta remover la sangre de estos pisos y paredes sin dañar la pintura. La vez que eliminé al candidato enano, buen tiempo le llevó quitar los pedazos de cerebro del cuadro de Túpac Amaru.

Espere, presidenta, soy ino…

Y los balazos empiezan a destrozar el cuerpo de Pepe.

***

Cuando eligieron a Juan ministro de educación y cultura, me calenté tremendamente. No lo pude soportar. El muy pendejo, encima, me invitó a conocer Palacio. Quería devolverme la humillación que le hice sufrir en Astrid y Gastón. La venta de sus libros se disparó a la estratósfera. Algo se me ocurrirá para castigar a este insolente. Solo con la mamadera del gobierno podías salir de pobre, cabrón.


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