martes, 21 de noviembre de 2023

Vera, la camarada. Novela de Daniel Gutiérrez Híjar. Capítulo 07

 



¿Puede el capitalismo sobrevivir?

No, no creo que pueda.

Joseph Schumpeter

 

Tu comunismo es un sueño.

Hizo una pausa que propició que sus palabras calaran en las mentes de cada uno de los presentes.

Y el capitalismo también, remató. ¿Sabes lo que es un sueño? ¿Una utopía? ¿Lo saben ustedes?

De pronto, la multitud se fijó en el fino cuero de los zapatos de Germán, en el coqueto reloj de platino que vibraba en una de sus muñecas.

A ver, a ver; si quiere polemizar, debe presentarse, caballero, dijo Jaime, algo impactado por la blancura de la piel de Germán, por la ropa reluciente, los zapatos caros, el bendito reloj ese que parecía hablar por sí mismo. No era uno de sus típicos habitúes.

Adán, mintió Germán. Adán Martín.

¿Va a polemizar, señor Adán?

¿Qué es el comunismo, Jaime?, retrucó el interrogado.

El comunismo, camarada, es el sistema en el que los medios de producción son manejados por el pueblo, dijo Jaime.

¿Qué hay de las clases sociales?, dijo Germán.

No hay clases en el comunismo. En su fase final, el Estado y las clases sociales desaparecen, sentenció Jaime.

Y qué hermoso sería vivir en una sociedad así, ¿verdad?, dijo Germán.

¿Tan rápido lo convencí?, pensó Jaime, complacido.

Sería hermoso y será hermoso cuando se inicie la revolución que nos llevará a ese estado, pontificó Jaime.  

El único obstáculo, déjame decirte, Jaime, para que ello suceda es que el comunismo no ha tomado en cuenta el factor “ser humano”, dijo Germán.

¿A qué se refiere, camarada?, dijo Jaime.

A lo que sí consideró el maestro de toda tu teoría, el gran Aristóteles, cuando dijo que las pasiones pervierten a los hombres.

Los circunstantes se revolvieron en murmullos.

Así es, señores, todo lo que el hombre imagina puede ser perfecto en tanto permanezca como un ideal. Los imperfectos, los codiciosos, los ociosos, los tramposos, somos nosotros. Entonces…

La pausa necesaria para mantener enganchado al auditorio.

…¿cómo podemos pretender que el comunismo y el capitalismo sean reales?

A ver, camarada, intervino Jaime.

No, no, Jaime, primero déjame exponer y luego me refutas, ¿está bien? Mira que estoy en tu terreno. Soy visitante y el visitante merece la oportunidad de hablar primero, dijo Germán con tal seriedad que los seguidores de Jaime enmudecieron respetuosamente. El tipo había mencionado a Aristóteles. Algo debía de saber. Parece que no es cualquier huevón, pensó alguno.

Pondré un ejemplo que nos es familiar a todos aquí, continuó Germán. Todos hemos ido a la escuela, ¿cierto?

El público asintió. Jaime escuchaba con la mano en el mentón; la mirada achinada, clavada en el suelo.

 Bien. El ideal de escuela es un profesor y sus alumnos. Lo que se espera de la interacción de profesores y estudiantes es la educación, la superación y cultura de los alumnos. ¿O estoy equivocado?

Ve al punto, huevón, gritó un cholo. Jaime pidió calma: Sin insultar.

El punto, retomó Germán, señalando al cholo que se le quería sublevar, está en que el ideal de la escuela es que todos los alumnos sepan los mismos temas al mismo nivel. Pero, les pregunto, ¿pasa eso?

Los murmullos eran rebasados por uno que otro Cristo ya viene, carajo, arrepiéntanse, mierdas que venía de los otros grupos.

No ocurre nada de eso, señores. Pasa que siempre existirán, y a ustedes les constará, el flojo, el astuto, el inteligente, el vago, y así. ¿Aprenden todos al final del curso? Por supuesto que no. Unos habrán aprendido más que otros; y otros, nada. ¿Por qué pasa eso? Porque el ser humano es libre y diferente por naturaleza. Habrá siempre gente responsable y gente que no. A algunos les agradará el sistema y a otros no; algunos se acomodarán al sistema y otros tratarán de petardearlo. Entonces, Jaimito, dijo German con cierto retintín de burla, ¿cómo pretendes que exista tu sistema comunista? ¿Crees que todos los seres humanos quieren vivir en comunión? ¿Cómo vas a hacer para que la naturaleza humana, que ha sido siempre egoísta e indomable, cambie para convertirse en mansa y santa criatura que comparte todo lo que tiene con sus pares?

Oiga, usted no está mencionando ningún pensamiento filosófico. Usted está hablando desde sus experiencias, y las experiencias no son admisibles en el debate filosófico, protestó Jaime.

Los presentes empezaron a pifiar la participación de Germán. Este los miró con una seriedad asesina. Dio una vuelta sobre su eje para clavarle los ojos a cada uno de los pobretones que chiflaba como mono. Las clavadas surtieron efecto. El silencio se había restaurado.

Me sorprende, Jaimito, que no reconozcas al filósofo que ha dicho todo lo que estoy diciéndoles ahora. Les presento a Baruch Spinoza. Él dijo esto, allá por el siglo diecisiete, para los que quieran investigar: “Las pasiones rigen al hombre por encima de su intelecto”. Por eso, él ya decía desde esos tiempos que el hombre debe ser gobernado lo menos posible y ser dominado también por la menor cantidad de gente posible. De lo contrario, siempre tendrás descontentos. Te repito: ¿Cómo pretendes que todos sean comunistas?

Jaime dio unos pasos alrededor de su sitio y dijo: Pero ¿acaso el capitalismo es la respuesta?

El capitalismo, como tal, tampoco existe, dijo Germán. El capitalismo se basa en el “dejar hacer” de Adam Smith. Cada individuo en la sociedad crece según sus propios intereses egoístas. Y a través de ese “egoísmo”, “apoya” a sus semejantes sin que tenga que venderse como un mesías o un monje caritativo.

¡Qué explique esa huevada!, prorrumpió un cholo.

Un tipo quiere tirarse a una puta -ojo, en un estado comunista, según los propios comunistas, no habrá putas ni trago ni homosexuales; están advertidos-. Decía que un tipo quiere estar con una puta. ¿Qué hace? En la consecución de su deseo egoísta, le comprará condones al dueño de una farmacia, contratará los servicios de un taxista que lo lleve a un hotel, le pagará al dueño de ese hotel por una buena habitación, y así. La cadena económica y el bienestar colectivo se mueven a partir de un solo impulso egoísta. Y nadie le ha dicho a ese individuo que tiene que hacerse cargo de los “medios de producción” ni que tiene que compartir su plata con el prójimo ni ninguna de esas tonterías. Todo el proceso ha sido libre. Ese es el capitalismo ideal, pero…

Una pausa, que era evaluada atentamente por el auditorio, allanó el terreno para el colofón del contrincante de Jaime.

…ese capitalismo ideal también se trastorna por la avaricia del ser humano, por su natural codicia, por su natural ser, porque, y otra vez menciono a Spinoza, la naturaleza del hombre es imposible de ser cambiada; el hombre es un animal que ama la libertad y el riesgo. Entonces, otra vez, Jaime, ¿cómo puede tener acogida el comunismo en una sociedad compuesta por seres humanos? ¿Habrá escuadrones de la muerte que se encarguen de eliminar a todo aquel que simplemente no quiera ser parte de tu sistema?

Jaime, aludido, abrió la boca para intervenir.

Ya termino, lo calló Germán con un dedo levantado. Para no quedarme en Spinoza. Te doy a otro pensador: John Stuart Mill.

Germán le echó una mirada a su alrededor. Los cholos habían enmudecido. Aristóteles, Spinoza y, ahora, Stuart Mill. No, este blanquito sí que sabe de lo que habla.

“El valor de un Estado es el valor de los individuos que lo componen”. Y un mundo lleno de egoístas jamás llegará a ser comunista.

¿Y, entonces, qué propone usted?, dijo Jaime.

Propongo que se ponga a trabajar, señor Jaime. Si usted quiere dejar de envidiarle sus cosas al resto, trabaje, ahorre, y disfrute de la vida, dijo Germán, y los cholos acribillaron el aire con chiflidos.

Propongo, también, continuo Germán, levantando algo más la voz, sin prestar oídos a los silbidos de los circunstantes levantiscos,  que el ser humano siga buscándose en función de sus egoísmos. En el Perú, no existe el capitalismo ideal, pero lo que se vive es lo más cercano a la libertad que el ser humano, que el peruanito de a pie, puede conseguir.

Los abucheos se habían extinguido.

En conclusión, los sistemas capitalistas y comunistas son buenos en teoría. Preguntarnos qué sistema es bueno es inútil. Ambos sistemas son buenos. La diferencia es que para que se consiga el comunismo, el ser humano tiene que ser un tipo angelical, puro, sin ambiciones, sin deseos propios. Una abeja no podría ser comunista porque hasta ellas tienen rangos y jerarquías que dominan al común. En cambio, el capitalismo puede funcionar con el ser humano tal cual es. Solo haría falta que le baje a sus codicias para que no se vuelva mercantilista o un explotador de mierda. Por lo demás, ese capitalismo, aunque imperfecto, es el sistema que más libertad le brinda al hombre. Germán se abrió el saco y extrajo un fajo de billetes de uno de sus bolsillos. Y, para terminar, mi prueba final, anunció.

Oiga, pero yo no le he rebatido aún. Falta que le dé mi contraargumento; la antítesis de su tesis, reclamó Jaime.  

Guarda tu plata, oye, pituquito, dijeron unos cuantos cholos.

No he terminado, Jaime. Cuando termine, quiero que rebatas a los mismos hechos, a lo que va a pasar delante de tus narices; ya no a todo lo que te he dicho, porque, bueno, estoy seguro de que te ha parecido una buena mierda capitalista de la ultraderecha, dijo Germán.

Los billetes del fajo fueron desmenuzados lentamente y contados en voz alta.

Mil dólares que provienen, no del capitalismo, sino del mercantilismo más feroz. Un mercantilismo cuyo concepto usted y sus seguidores odian parejo, pero cuyos productos estoy seguro de que adoran. A las pruebas nos remitiremos, concluyó Germán, y fue distribuyendo los diez billetes de cien dólares sobre cada una de las fotocopias que Jaime vendía para subsistir.

A partir de este momento, cada uno de esos billetes ha dejado de pertenecerme. Pero siguen siendo producto del mercantilismo. Te vas a dar cuenta, Jaime, de si, a pesar de saber eso, tus seguidores se apropian de ellos. Los hechos dirán si todos ustedes son consecuentes con lo que hablan o, mejor dicho, con lo que escuchan repetir una y otra vez sin haber analizado una sílaba, dijo Germán. Bueno, me retiro. Yo ya sé cuál será el resultado de este experimento. Y lo sé porque el Homo Sapiens no ha cambiado un gramo durante los doscientos mil años que lleva peregrinando en este mundo. Y no cambiará. No cambiará así el mundo se vuelva comunista o capitalista. El hombre siempre querrá su propia libertad.

Con prisa, perforó el círculo que lo rodeaba y desapareció. Pocos lo vieron salir, la mayoría tenía la vista clavada en el billete de cien dólares que le quedaba más cerca.

Bien, camaradas, olvidemos a ese loquito y pasemos a nuestros asuntos, dijo Jaime. Enseguida, luego de haber dado un par de pasos, se acuclilló ante el billete que tenía ante sí. Lo tomó y lo guardó en su bolsillo.

Cien dólares, para cada uno de esos cholos y negros pobres, era un mes de comida, era la deuda de dos meses del agua, la luz y el gas, era un respiro en medio de tanta sequía.

Doscientos dólares significaban un mes de cerveza y baile; un mes de terapia callejera al son de los boleros maroqueros, con caricias últimas a cargo de una exquisita venezolana normalmente descartada por la acostumbrada anemia de monedas de un pantalón viejo y polvoriento.

Trescientos dólares. Todos los deseos que podían satisfacerse con esa riquísima cantidad de billetes verdes nunca vistos así, tan de cerca, tan verdes, tan gringos, tan capitalismo Nike, Apple, carro de futbolista que se pudre en plata, juerga de narcos en un yate con mujeres desnudas y harta coca volando al viento y a las ñatas.

 Cuatrocientos, quinientos, seiscientos dólares que podrían pagar meses de víveres en la casa de esteras, ollas de choclos, galones de leche, comprando como rico en Tottus, dejando de hacer caldos de huesos y patas de pollo para por fin conocer el sabor de un buen pedazo de lomo.

Setecientos, ochocientos cocos que servirían para reemplazar el silo por un wáter y cagar como lo hacen los capitalistas cuyas gollerías admiramos en secreto, pero detestamos en público, en plazas, en calles rumbo al congreso o a palacio para tomarlo en nombre de no sabemos qué.

Novecientos, mil dólares que el pendejo de Jaime se acaba de embolsicar en nombre de la decencia del comunismo y en contra de la porquería del capitalismo, sí, camaradas, porquería por su acepción de puerco. Los capitalistas son eso; puercos malditos que adoran al dinero en desmedro de la colectividad que es la verdadera mano de obra que produce las riquezas que ellos se tiran en fiestas, en lujos, en derroches, en drogas. El capitalismo es droga, camaradas, dice Jaime, asegurando los billetes en su bolsillo, metiéndolos bien al fondo, recogiendo sus folletos de mierda, ya me voy yendo, camaradas, nos estamos viendo mañana, apurado por largarse, por gastar esos cocos que son del pueblo, carajo, agárrenlo, ahí metió los billetes, en ese bolsillo, chápenlo que se escapa.

Decenas de manos que cogieron a Jaimito y lo envolvieron en una vorágine de sacudidas y jaloneadas; manos que se hicieron de los billetes mercantilistas y huyeron en pos de la consecución de sus tan postergados anhelos.

Jaime quedó inconsciente sobre el asfalto. Alrededor de él, sus panfletos formaban una especie de críptica corona mortuoria. El título de uno de ellos anunciaba: El capitalismo ha muerto.


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