Cambrito se
impresionó al ver la corpulencia y el tamaño colosales de Hulk Hogan. Era
imposible cerrarle la boca para detenerle los filamentos de saliva que se le desprendían
e iban a dar contra el suelo, creando en torno de él una laguna de pura
babosería.
El
reconocido catchascanista vestía su acostumbrado traje de licra que le
resaltaba el enrollado de calcetines que se había colocado en la zona genital para
fingir la posesión de una chala de temer, un cañón digno de la pesada
artillería naval chilena que derrotó a los peruanos en el combate de Angamos en
1879. Lo cierto era que la gampi original del peleador norteamericano se había
encogido estrepitosamente producto del uso abusivo de los químicos que le
mantenían los músculos vistosamente inflados.
Muy bien,
vamos a empezar tu entrenamiento haciendo flexiones, dijo
Hogan.
¿Es de
verdad?, dijo Cambrito, señalándole la pieza.
Sí, carajo,
es de verdad. Pero ahorita no estamos para que me veas la chula. Dame cien
flexiones, ordenó el pugilista.
¿Flexiones?
¿Cómo se hacen?
El peleador
no supo qué contestar. Después de unos segundos de desconcierto, reconoció: Puta,
huevón, la verdad no sé qué son flexiones. Había caído en la cuenta de que
toda su carrera de luchador no era más que una farsa, como el rollo de
calcetines que tenía encima de su pichulita.
Vamos a
hacer algo mejor, propuso luego. Vamos al grano, vamos de frente a
la mechadera. Eso es lo que mejor hago, sobre todo cuando alguien se jala mi
coca. Puta, ahí sí que me pongo como fiera, eh.
¿Cómo que
cuando se jalan tu coca?, dijo Cambrito.
Coca, pues,
hermano; vaina, merca, chamo, detalló el peleador.
Ah, ya, pero
yo pensé que me enseñarías a pelear como cuando sales al cuadrilátero y te
mechas con grandes rivales, dijo Cambrito.
¿Eres sano,
no, cojudo? Esas peleas son armadas. ¿No ves que ni rasguños nos hacemos?
Pero yo he
visto que han sangrado y hasta se han quebrado un hueso una vez.
Eso pasaba
cuando el cojudo que se rompía el hueso no ensayaba ni mierda y, ¡ploc!, se
sacaba la conchasumare. O, a veces, cuando queríamos subir el rating, usábamos
témpera roja Pelikan para fingir el derramamiento de sangregorio, explicó
Hogan. Pero donde sí me he mechado de verdad es en las discotecas cuando se
han querido pelar mi trago, mi coca o mis mujeres. Puta, ahí sí que he sacado a
relucir mis verdaderos puños.
Chicos,
¿todo bien?, intervino de pronto el tío de Cambrito, el señor Román
Clavijo, experto coiffure del barrio Los Adefesios, en Chorrillos.
Sí, todo
bien, tío; el señor Hogan me va a enseñar los movimientos más letales para abollar
al Sonsei Simio Violencia, quien hace unos días se atrevió a denostar
infundadamente a mi socio PelHambre, boyante empresario del bitcoin que se ha
propuesto levantar un imperio televisivo en YouTube, dando trabajo a humildes y
correctas personas que se mueren de hambre, como tu seguro servidor.
Román asomó
la cabeza dentro de la habitación de su sobrino. El cuarto era estrecho. Calculó
al vuelo que los chicos no tendrían suficiente espacio para maniobrar
cómodamente.
Señor
Hogan, aquí no podrá enseñarle a mi sobrino sus movimientos. Es muy chiquito
este cuarto. El tío de Cambrito no podía disimular el gusto
superlativo que le despertaba la visión de la cuantiosa pieza del luchador. Mas
que haga la prueba, señor Hogan.
El peleador
alargó los brazos hacia sus costados y no pudo extenderlos a cabalidad; las
paredes se lo impedían.
Vives de
arrimado en este hueco, cojudo, le increpó a Cambrito. A tu edad, yo ya tenía
tres mansiones.
Venga a mi
cuarto, míster Hogan; probemos que sí hay más espacio ahí antes de que continúe
con las clases a mi sobrino.
Señora, se
lo agradezco, pero no, dijo Hogan, renuente. Le vio la piel marrón al señor
Clavijo, la misma piel oscura de aquellos latinoamericanos que lastraban su
pujante tierra gringa con sus bártulos y su atraso, muy diferente a la piel
blanca de un übermensch hincha fanático de Donald Trump. Él únicamente quería
cumplir con los cien soles que había recibido por darle dos horas de clase al
adefesio ese.
Mire lo que
tengo, profesor, dijo Román, blandiendo un paquetito transparente en
cuyo interior bailoteaban partículas blancas de un brillo invitador.
En una,
Hogan siguió los pasos de Román.
Ve haciendo
flexiones, volvió a ordenar Hulk. Voy a ver si el cuarto de
tu tío tiene el espacio suficiente para mover mis miembros, y me refiero a
todos, todos, mis miembros.
***
Transcurrió
una hora y Cambrito se preocupó por Hogan. Para matar el tiempo, se había
enganchado con una de las transmisiones en directo del viejo Groover. Se
desconectó y fue a golpear la puerta del cuarto de su tío. Pegó la oreja para
oír qué pasaba y, en ese momento, se abrió la puerta. Era su tío: Sobrino,
vamos, yo sí te voy a enseñar cómo mechar. Ese Sonsei no va a quedar vivo
después de los movimientos que vas a aprender, dijo, cerrando la puerta.
¿Pero y el
profe?, dijo Cambrito.
No te
preocupes, sobrino, ese huevón era pura pantalla. Tenía un manicito el fintoso
ese. Y sus músculos eran puro biribiri, reveló Román, decepcionada, molesta, caminando sin
mirar atrás, derechito al cuarto de su sobrino.
¿Pero dónde
está? ¿Está todavía en tu cuarto?
Sí, ahí está
el muy mentiroso. Se ha quedado dormido. No me aguantó ni medio round, dijo Román.
Yo, más bien, le saqué locro y todo el aire que tenía en sus dizque
músculos. Vamos, sobrino, olvida a ese cojudo. Ahora te voy a enseñar cómo
derrotar a ese Sonsei. Vas a ver que con mi técnica no vas a derramar ni una
gota de sangre de tu nariz como te pasa siempre que te peleas.
Está bien, tío;
vamos, dijo Cambrito. Dejó que su tío avanzara y entrara en su cuarto para
ojear rápidamente el interior de su habitación. Al abrir la puerta, vio a
alguien parecido al peleador Hogan, solo que sumamente delgado, como
desinflado, y con el poto hacia arriba y como horadado por un potente taladro.
¡Sobrino! ¿Ya?
Cambrito cerró
despavoridamente la puerta del cuarto de su tío y corrió hacia el suyo.
***
Simio
caminaba con desesperación, el celular pegado a la oreja. Trataba de
comunicarse con alguno de sus seguidores radicados en Newark, Estados Unidos.
Se hallaba en la imperiosa necesidad de picarles unas monedas. Nadie le
contestaba. Putamadre, enfureció, estos imbéciles deberían
contestarme; tienen el honor de que los esté llamando el fundador de la
Brutalidad en el Perú, el periodista meme número uno de la televisión
humorística.
Tampoco le
contestó las más de cien llamadas el empresario auto denominado PelHambre,
quien lo había contratado para estelarizar su programa deportivo Los Brutos de
la Pelota Cuadrada y levantar las alicaídas vistas. Una buena cantidad de
dinero por programa iría a las cuentas del Sonsei, a cambio, eso sí, de que
derramara Brutalidad de la buena; o sea, que invectivara fuertemente a sus co-panelistas,
que botara baba, que perdiera los papeles.
Pero,
Sonsei, derrame brutalidad, por favor, dijo PelHambre al teléfono. Si no, por las huevas
va a ser. Yo necesito a alguien que se meche en los debates.
Ya, ya, no
hay problema. Ahí lo vemos, PelHambre, replicó el Sonsei, ya no tan entusiasmado, una vez
que vio el primer depósito de dinero efectuado en su cuenta por adelantado.
El viejo
Groover, de haber podido intervenir en esa conversación, y sobre la base de su
experiencia con la camarada Eva, le habría aconsejado a PelHambre que nunca diera
adelas, que, si le pagabas por adelantado a tus perros, mejor era regalarles la
plata, porque plata adelantada, chamba quemada.
El Sonsei
jamás dio Brutalidad en ninguno de los episodios de los Brutos de la Pelota
Cuadrada. Se la pasaba dormido, roncando, disimulado por los lentes oscuros que
también tenían la misión de suavizar alguito su fealdad. El programa
transcurría sin ningún tipo de sobresalto. Y el moderador tampoco sabía cómo
fogonear a los panelistas para que Simio pudiese enconarse con alguno de ellos.
Estos, para empeorar las cosas, opinaban al mismo tiempo, eclipsándose las
voces, y el televidente quedaba desconcertado y sin haber recibido el
respectivo picotazo de Brutalidad. El resultado de las vistas no era el que
esperaba PelHambre, el dueño del chongo.
Para
fortuna de Simio, los enemigos del viejo Groover estaban dispuestos a jugarle
un sencillo a cambio de que les hiciera una pequeña transmisión desde, nada más
y nada menos que, el mismísimo domicilio de Groover, ubicado en una de las
zonas más arrabaleras de los Estados Unidos, Newark.
Mi
presupuesto es de quince dólares, Sonsei; tómalo o déjalo, enunció
Quinta Columna, uno de los enemigos más cizañeros de Groover en los Estados
Unidos.
¿Y crees
que el Sonsei atraque hacer un vídeo y un raid a la casa de Groover en Newark?, dijo
Coleguita Informado, otro de los enemigos de Groover en los Yunaites.
Claro que sí,
ese pata, por quince dólares, hace eso y más, dijo Quinta Columna.
No te creo,
ah, dijo Coleguita.
Es que yo
voy a aplicar la técnica del anclaje. Le voy a decir al Simio que le voy a
pagar 5 dólares.
¿Cinco
dólares? Muy poco. No, dijo Simio.
Ya, Simio,
diez dólares, pero también le haces unos cuantos destrozos a su casa. ¿Qué
dices? Es mi última oferta, dijo Quinta Columna.
Simio la
pensó. Pucha, sube un poco más y hasta me robo cosas de su casa si quieres.
Ya, quince
dólares, cerrao. Pucha, pero me vas a dejar sin comer toda la semana. Todo sea
por darle un merecido a mi enemigo Groover, dijo Quinta Columna.
¿Pero qué
te ha hecho ese tal Groover como para que lo odies tanto y le mandes un mostro
como yo a su respetable domicilio?, dijo Groover.
Me contagió
de sida, dijo Quinta Columna con cara de piedra.
Simio se quedó
en una pieza.
No seas
sapo, pes, Simio. Mira que los sapos siempre mueren reventados.
***
¿Está en
Estados Unidos?, dijo Cambrito, desilusionado. Estaba listo para
mecharse con Simio empleando las técnicas pugilísticas que le había enseñado su
tío, el señor Román Clavijo. ¿Y cuándo vuelve? Quiero sacarle la mierda.
Va a volver
cuando uno de sus seguidores allá se deje picar para el pasaje de regreso.
Con las ganas
que tenía de sacarle la mierda por haber ninguneado a mi amo y señor PelHambre
y también por haber tratado de ridiculizar en vivo a mi madurita favorita Cécica
Berninzone, preguntándole que cuál era el peso oficial de una pelota de fútbol.
Se pasó de misógino el Sonsei, dijo Cambrito, sacándose conejos de los nudillos,
haciendo sombras boxísticas, imaginando que tenía delante de él a ese despojo
de periodista.
Un mensaje
en el celular interrumpió sus ágiles fintas. Era un vídeo que le acababa de
llegar a su cuenta de Discord. Cambrito recibía material fílmico de todo jaez
que luego distribuía en sus círculos sociales virtuales para sembrar la concienzuda
cizaña entre los personajes de la Brutalidad con los que mantenía contacto.
***
Hola, te
saluda Simio Violencia. Groover Miura, aquí está tu casa: seis cuarenta y seis, anunció
el Sonsei ante una cámara de celular que no perdía ningún detalle de su
fealdad. Muchos decían que era el doble idéntico de Reptilio, entrañable
personaje de los Thundercats.
El Quinta
Columna, quien grababa, le ondeaba el prometido billete de veinte dólares al
Sonsei, para estimularlo, como quien le blande un huesecillo a una obediente
mascota. El Sonsei, por ese monto, había aceptado tocarle la puerta a Groover. Toca,
toca la puerta, Sonsei, susurraba y animaba el Quinta Columna.
A ver,
vamos a tocarle la puerta a este sidoso que está esparciendo el virus por todo
Newark. Que me sigan las cámaras.
El Quinta
Columna, residente en los Estados Unidos desde hacía una buena cantidad de años,
estaba muy enterado de la ley conocida como la “Doctrina del Castillo”, que
autorizaba a los propietarios de una casa a balear, acuchillar o empalar a todo
aquel intruso que osara inmiscuirse en ella sin ningún tipo de autorización.
Sabía que,
si Groover los sorprendía en plena
grabación, dentro de su propiedad, estaría en todo el derecho de dispararles a
quemarropa. En varias de las transmisiones de su programa de YouTube y Kick,
Cuchillos Largos, Groover había asegurado poseer un par de armas de fuego y un
contingente de no pocas balas.
En la
entrada de la casita, una humilde vivienda de madera de dos pisos que apenas se
sostenían uno encima del otro, había un pequeño jardincito, o lo que había sido
un jardincito, ya que ahora se hallaba sin plantas, sin flores, sin vida, a no
ser por la vida de las ratas que jugueteaban dentro de los tres cubos metálicos
colocados detrás de unas verjas en las que Groover había ensartado un par de
caballos.
Los equinos
eran usados por Groover para hacer Uber, movilidad. A falta de automóvil,
llevaba a sus pasajeros en el lomo de sus corceles. Uno se llamaba Pandolfi y
el otro Boloña, ladinos ministros del gobierno fujimorista a quienes Groover
admiraba en secreto. Y cuando terminaba la agotadora jornada, dejaba colgados a
sus caballos en la ya mencionada verja. En las briosas pingas, les había
instalado sendas cámaras de videovigilancia que registrasen las marrullerías de
aquellos intrusos enviados por sus enemigos, intrusos que le dejaban pizzas
explosivas, hamburguesas con heces o six pack de chelas rellenas de pichi.
Groover
maricón, mira lo que tienes, pendejo, mira en lo que has terminado, basura, por
qué has puesto estos caballos en tu verja, exclamó el Sonsei, estirándoles
la pata a los equinos, siempre mirando a la cámara de Quinta Columna, como si le
estuviera hablando al mismísimo Groover.
El Sonsei,
al haber manipulado los caballos, activó la silenciosa alarma de intrusión.
Groover recibió la señal y chequeó en su celular las imágenes. Vio al famoso
Simio Violencia, periodista peruano trajinado, que laboró diez años de su carrera sin haber cobrado un centavo
y que ahora se había convertido en una figura muy mediática en la televisión
peruana, invadiendo su propiedad. El famoso Violencia estaba en su territorio,
haciendo mofas de su penosa enfermedad y mentándole la madre con fruición.
Groover
conchatumadre, el Sonsei estuvo en tu casa. Tu territorio es mío. Lo acabo de
poseer. Me he cachado a tu casa, maricón. No te vuelvas a meter con mis seguidores
de los Estados Unidos. Te tienen vigilado, se descocía Simio, dándolo
todo de sí, entregándose al show perpetuo de la Brutalidad, que exigía de sus víctimas
hasta el último gramo de decencia.
Al Sonsei
le llamó la atención que el dibujito Quinta Columna se quedase grabando desde
el otro lado de la verja.
Acércate más
para que enfoques bien cómo me meo en la puerta de Groover, dijo
Simio en un vano intento por hacer que Quinta Columna también lo acompañase a
desacralizar el terreno de Groover. Se conocía que Quinta Columna estaba en sus
cabales muy bien puestos como para ser una cojuda víctima de la “Doctrina del
Castillo”.
Entra, pe,
carajo, reclamó Simio, la paciencia colmada. Grábame bien.
En ese
momento, Simio y Quinta Columna (y también las ratas dentro de los botes de
basura) oyeron un clic-clic. Era Groover que acababa de rastrillar su arma.
Simio vio hacia los altos de la casa, pues de ahí provinieron esos sonidos
metálicos. Vio a un hombre cachetón, apuntándolo con una Remington 700, uno de
los ojos cerrados y el otro muy abierto, tratando de centrar la futura bala en
medio de su cráneo. A esa arma, Groover la llamaba su Frejolera. Cuánto había
esperado por frejolearse a alguien, por estrenar esa arma. Claro que le hubiera
gustado matar a tiros a cualquiera de sus enemigos más encarnizados, pero el
Sonsei, por prestarse a juegos cojudos, iba a tener que ser esa primera y tan
ansiada víctima.
No,
amiguito, no dispares, dijo el Sonsei, arrodillándose, del mismo modo en
que se había hincado ante Cécica, suplicándole el respectivo perdón por haber
querido humillarla en plena transmisión en vivo.
Hipócrita
de mierda, dijo Groover, con que te gusta prestarte a
huevaditas por unos pesos, ¿no?
¿Eres
Groover?
Sí, cojudo.
Amigo
Groover, yo no quise hacerte nada. Fue este huevón quien…, pero ya
no había nadie; Quinta Columna, con el vídeo ya hecho, se había quitado a
difundir su grabación para escarnio de Groover. Además, apenas vio al
francotirador, puso pies en polvorosa para que no le salpicase la frejoleada ni
la sangre del Sonsei.
Ah, ¿ya
ves? Te dejaron solo, Sonsei. Bueno, alguien la tiene que pagar y ese alguien
serás tú. Así son las cosas, Simio.
Si quieres
te la mamo, pero no me mates, suplicó Simio.
¡Fuera,
chuchetumare!, lanzó Groover, listo para iniciar la frejoleada.
***
Con los
huevos todavía de corbata, Simio Violencia abandonó el recién estrenado nuevo aeropuerto
Jorge Chávez. Había regresado sin valijas, solo con una mochila. Tuvo que
vender sus maletas para comprarse el pasaje de regreso desde los Estados Unidos.
Su gira americana había sido un fracaso ruidoso. Para colmo, no cumplió con la
mentada entrevista al escurridizo Messi. Tampoco hizo ninguna entrevista
relevante, salvo por balbucearle una pregunta en alemán a un jugador de esa
nacionalidad, quien al no entender qué carajos había querido indagarle debido a
su pésima pronunciación, le contestó que sí le gustaba el ceviche con papa a la
huancaína y tallarines rojos, el famoso Combinoche, pero en inglés, para que
Simio no entendiese un picho y desistiese de repreguntar.
Los
taxistas del aeropuerto, que a menudo acosaban a los recién llegados, se
abstuvieron de ofrecerles sus servicios a Simio, ya que lo vieron con las
fachas más misias posibles. Había que señalar que aquellos taxistas eras unos
clasistas de cuidado. Si veían a alguien de apariencia lastrada, ni cagando se
le acercaban.
Simio
Violencia se encontró con Cambrito cuando se disponía a detener una combi, ya
en las afueras del aeropuerto.
Por fin te
encuentro, Sonsei. He estado acampando aquí afuera, esperándote. Sabía que arribarías
tarde o temprano, lo recibió Cambrito. Mientras hablaba, se había ido despojando
de la camiseta mugrosa que lo cubría, dejando ver un torso huesudo y espeluznante.
Prepárate porque te voy a sacar la mierda por haber hablado pestes de mi socio
PelHambre.
Cambrito
había colocado su celular contra una pared para que registrara todos los
incidentes de la golpiza que pensaba propinarle al Sonsei. Al acabar con él, le
enviaría el vídeo a PelHambre con la esperanza de que lo contratara en su canal,
pagándole por concretar su tan ansiado proyecto de streaming: Envidiando con
Cambrito, en donde hablaría pestes de todos aquellos que tuvieron una mejor
fortuna en la vida que él. Si PelHambre le regalaba mil pesos a Cocavel por
hablar huevadas, por qué no a mí, pensaba Cambrito.
Te vas a ir
al suelo, Sonsei, advirtió Cambrito, colocándose en la posición de
ataque que le había enseñado su tocador, el señor Román Clavijo.
Oe,
chibolo, no le he tenido miedo a un pistolón de este tamaño y ¿crees que te voy
a tener miedo a ti?
Ven, pe,
Simio, ven para sacarte la entreputa, se agrandó Cambrito.
No, tengo
algo mejor para ti.
No me rehúyas,
cobarde. Ven para sacarte la mierda. Claro, como estás viendo mis movimientos
elásticos y perentorios quieres sacar la cola. Vivo eres, ¿no?, dijo
Cambrito.
Claro que
soy vivo, pe, imbécil, si no, no estaría aquí hablando contigo. Mira, antes de
que me pegues, quiero darte un regalito que uno de mis seguidores en los
Estados me encargó para ti especialmente.
El
esquelético Cambrito siempre se emocionaba cada que oía la palabra regalo. Le
encantaban las cosas regaladas. Eran su pasión y su debilidad. A ver, qué
será, dijo, deponiendo su actitud hostil.
Simio sacó
de su mochila descocida un caballo plateado con la pinga erecta. El falo
terminaba en una cabeza espectacular, redonda y enorme. A mi tío, le
encantará este caballo, pensó Cambrito, recibiendo el objeto equino. Lo
guardó en su mochila y luego se volvió a poner el polo con la intención de marcharse.
Tenía razón
el huevón de Groover; este Cambrito por un regalo se baja los pantalones, pensó
Simio. ¿Ya te vas?, le dijo a Cambrito.
Sí, huevón,
ya me voy, tengo que ir a una orgía entre travestis y streamers a la que me
invitaron. Te salvaste de la golpiza que te iba a dar. Solo te voy a decir una
cosa: No te vuelvas a meter con mi amo, señor y socio PelHambre.
Ya, dale
nomás,… Cambrito te llamas, ¿no?, dijo Simio.
Sí, Sonsei,
¿por qué?
No, nada,
quería asegurarme de que fueras tú, porque mi seguidor quería estar seguro de
que ese regalito llegue a tus manos. Gracias a este favor que le estoy haciendo
salvé la vida.
A nadie le
importaba lo que Simio dijera, mucho menos a Cambrito, por ello hacía rato que
ya se había ido a su orgía, dejando al Simio hablando solo.
***
Era una
gran habitación cerrada, repleta de humo, de risas torcidas por el alcohol y de
piel, mucha piel. La fiesta estaba ya muy avanzada a pesar de ser las cinco de
la tarde. Todo se transmitía por el canal de Kick de un streamer conocido por
meterse zanahorias en el culo para luego echarles sal y comérselas muy rico.
Cambrito había
entrado con su caballo pingón sin saber que en el glande estaba camuflada una
camarita fisgona por la cual Groover miraba todo atentamente. Él tenía
calculado que Cambrito llevase el caballito hasta su casa, con su tío, y una
vez ahí, detonarlos a ambos, ya que dentro del caballo había instalado un
detonante indetectable por cualquier autoridad aeroportuaria.
Groover se
sorprendía al ver el contenido del lugar donde estaba Cambrito. Los streamers punteaban
a los travestis y estos, al término de una canción, volteaban a los streamers
para puntearlos a su vez.
Cambrito
tomó una botella de whisky, la destapó y se sentó en una silla para alicorarse
como era debido, observar el paisaje y ver a qué trava podía empezar a toquetear
para luego pasar al cuarto oscuro.
Los
toqueteos eran transmitidos por Kick y las vistas ya sobrepasaban las veinte mil
puntas; todo un éxito. En un canalito pequeño, un profesor imbécil, que se
hacía llamar Zepita, enseñaba inglés, pero solo era visto por él mismo. Fracaso
estrepitoso que bien merecido se lo tenía por brindar educación al público
peruano. Cambrito había sentado al caballo plateado de Groover en su regazo, de
modo que la pinga cabezona apuntaba hacia los invitados de la orgía.
Cambrito
chuchetumare, se suponía que debías ir a tu cuartucho de mierda, calatearte con
tu tío para que él te zampe la pinga del caballo por el orto y luego yo pueda
detonarlos a los dos, par de miserables, pensaba Groover.
A pesar de
la penumbra lúbrica del lugar, Groover podía columbrar el desfile y desenvolvimiento
de una serie de travestis, todas contratadas por el streamer organizador del
evento para elevar las vistas de su canal de Kick con las consecuentes
copulaciones contra natura. Entonces, cuando estuvo a punto de presionar el
detonador, porque pensó bueno, la idea era bajarme a Cambrito y a su tío,
pero ahora estos trabucos y estos streamers pagarán pato, se detuvo al ver
por el ojo de la cámara a un travesti vestido de monja. Groover la reconoció al
instante: era la persona que lo había contagiado de esa maldita enfermedad que
le estaba carcomiendo los huevos con más ferocidad cada día. Era la Sister
Hong.
Groover revivió
en su mente aquella vez en que la conoció, en que le brindó el servicio de
taxi, en que entraron a un cuartucho de hotel de cinco soles en la avenida
Uruguay, en el Centro de Lima, en que prefirió no comprar un poncho para sentir
el pelancho pelancho. Con lágrimas de venganza en los ojos, presionó el
detonador con todas sus fuerzas, no tanto porque la Sister Hong le hubiera
contagiado aquella enfermedad, sino porque tenía la misma cara de Simio
Violencia. La realidad era así de triste: Groover se había contagiado, por lo
borracho y coqueado que estaba, con un trabuco que parecía Simio Violencia con
peluca.
No quedó nada de Cambrito, ni de ninguno de los invitados a esa fiesta desenfrenada del sexo. Se había hecho justicia desde los Estados Unidos. A contrapelo de lo que cantó Walt Whitman en sus Hojas de Hierba, Groover exclamó: Nadie me ha hecho justicia. Entonces, yo mismo me la tuve que hacer, carajo.