martes, 22 de marzo de 2011

El pene y el perfume

El joven ha estado emocionado porque hace una semana tuvo su primer polvo. Su amigo del barrio lo había llevado a Fiori, a debutar con una de las tantas prostitutas de abdómenes abultados y culos ampulosos que había por allí. Eran prostitutas que, en muchos casos, le doblaban la edad.

El joven no conocía Fiori; pero ahora sabe que es un lugar al que puede ir solo, sin la compañía de nadie. Está ansioso por introducir su miembro en la vagina de una de esas prostitutas. Tiene en mente a una en particular: la señora de pelo negro ensortijado, blancona, de cintura delgada y nalgas redondas, que vestía trajes muy ceñidos y vistosos; y que podía tener cuarenta o cuarenta y cinco años.

Ha ahorrado una platita que le puede asegurar el polvo con la señora de sus sueños. Ha esperado a que caiga la noche para visitar Fiori y arrendar los servicios de su puta. Antes, considera que debe bañarse. Tiene que oler bien para ofrecerle su cuerpo a esa mujer, cuyas curvas lo han venido alterando desde que la vio.

Mientras se baña, el joven piensa en esa mujer; la imagina desnuda y en diferentes posturas. Tiene una erección que el agua fría de la ducha no logra aquietar. Termina, y se pasa la toalla alrededor. A pesar de que tiene la pinga corta, la toalla se hincha un poco, ahí abajo.

Se asoma a la puerta para asegurarse de que ningún familiar suyo se tope en su camino hacia su habitación. No quiere que le vean la pichula parada, mal disimulada por la toalla.

En su cuarto, se seca y se echa talco en todo el cuerpo: quiere estar limpio para la puta; para su puta. Este joven no considera que las prostitutas sean seres inferiores o despreciables. Todo lo contrario, él considera que ellas merecen tanto respeto como el que le puede guardar a algún familiar. Por ello es que pretende visitar a la prostituta, despidiendo su mejor fragancia. Coge el frasco de su perfume y aplica su contenido en zonas estratégicas de su cuerpo: el cuello, el pecho, los brazos, y… El joven lo piensa; ve su miembro –ahora fláccido-, colgando hacia la derecha; esa pinga también tiene que oler bien; la puta, al olerlo, tiene que enamorarse de ese minúsculo colgajo cuando le haga un mameluco. Decidido. Gentilmente, aplica una dosis del perfume sobre su pene. Las gotitas aterrizan sobre el diminuto tallo y sobre el glande.

El joven, de pronto, siente un intensísimo ardor en la cabeza de su pichula. Está viendo a Judas calato. Había sido un error perfumarse el pájaro. Quiere gritar; pero no quiere hacer escándalos. Muerde la almohada para reprimir el aullido que le provoca el alcohol del perfume sobre su balístico glande.

Este joven ha tenido las mejores intenciones. El dolor, sin embargo, lo ha obligado a guardar cama y a dormir desnudo, sin cubrirse; para evitar que su magullado pene roce contra las sábanas y para facilitar su adecuada ventilación.

Desde ese momento, el joven nunca más se echará perfume en esa zona. Solamente se limitará a lavar su apocado miembro con agua y jabón –pero jabón Ego, para varones (para varones que soportan el dolor de tener alcohol sobre el glande)-.

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