viernes, 22 de diciembre de 2023

Novela "El conquistador de Risso" de Daniel Gutiérrez Híjar - Capítulo 03 de 17

 


Casualidad

 

Lo que llamamos casualidad no es ni puede ser

sino la causa ignorada de un efecto desconocido.

Voltaire

 

Mi esposa me esperaba con dos infortunadas noticias: Pedro, nuestro hijo de seis años, estaba con treinta y nueve grados de temperatura. Había que ir al hospital. Juan, nuestro pequeño de cuatro años, tenía diarrea. Había que ir al hospital.

Cuando se enferma uno, se enferma también el otro, me dijo.

Pero no tengo plata para llevarlos al hospital; con las justas para comprar pastillas.

¿Y qué quieres? ¿Que se mueran?, se exasperó mi esposa.

No, por eso te digo que le consultemos al boticario y compremos unas pastillas. Además, no creo que todos los niños con fiebre tengan que ir al hospital. Estarían recontrallenos. Debe de ser que algo les cayó mal.

Todo el día he estado preocupada por esto, atendiendo a Pedrito y limpiando a Juancito. Y tú llegas muy campante de la calle y no haces nada para ayudarme. No es justo.

Voy a comprar las pastillas, dije.

¡Pastillas, pastillas! Vamos al hospital. Vamos, te lo exijo.

Odié a mi esposa. ¿No era capaz de entender que lo que ganaba en el trabajo me era insuficiente como para costear un taxi de ida y vuelta, el hospital y los medicamentos caros que recetasen?

Voy a comprar las pastillas y punto. Si quieres que vayan al hospital, llévalos tú. Yo no tengo plata.

Cogí las llaves y saqué de mi mochila las pocas monedas que tenía; lo que me había sobrado de lo de Tania. Me quedaría misio luego de la compra. Iría caminando al trabajo. Abrí la puerta y salí. Mi esposa la cerró con contundencia. Casi me vuela los dedos. Carajo, grité desde afuera, casi me aplastas la mano.

Quédate afuera con tus pastillas. No las compres si quieres, porque igual no te las voy a recibir. Y no vuelvas, que no te voy a abrir. No quiero verte. Yo voy a llevar a mis hijos al hospital, así tenga que prostituirme, ¿entendiste?

Compré las pastillas y regresé a casa. Me habían sobrado tres solcitos. Para algo servirán, me dije.

Metí la llave en la puerta y nada. Mi esposa había corrido el picaporte.

Toqué el timbre. No hubo respuesta. Y era obvio que mi esposa y mis hijos estaban allí. Se podía ver la luz por debajo de la puerta. Me asomé a la ventana. Le di unos golpecitos al vidrio. Ábreme, por favor. No quiero gritar. Los vecinos eran muy chismosos. El mínimo grito los alertaba, y alistaban sus celulares para registrar todo el chisme. Una de las vecinas, doña Concho, tenía un canal de YouTube en el que transmitía en vivo las peleas de los vecinos. Le iba tan bien que su marido ya estaba considerando dejar de trabajar.

Dejé de insistir. Cuando mi esposa se ponía en ese plan, solo el tiempo la calmaba. Caminé sin rumbo. Me arrepentí de haber tirado con Tania. No le había sacado ninguna información que me ayudase a empezar con la conquista de Risso. Por el contrario, había quedado más misio que antes. Estaba todavía a quince días de fin de mes, de recibir mi salario, un respiro.

Tras cinco minutos de caminata, llegué al parque del barrio vecino. Me senté en una de las bancas. Si se hubiera acercado un choro, menuda sorpresa se habría llevado. Se hubiera tenido que conformar con birlarme tres soles. ¿Mi celular? Era viejo. Tenía la pantalla destrozada. No hubiera valido la pena su robo.  

Sentado, observé los alrededores. Por suerte, no hacía frío. Entonces, cuando miré hacia la vereda que daba a la avenida Alborada, reconocí al caficho de Tania, al gordo que hacía unas horas me había abierto la puerta del cubil de Lince. ¿Vivía por acá ese huevón? Esta era mi oportunidad de retomar el sueño de conquistar Risso, de hacerme rico, de salir de misio. Salté del banco y caminé hacia el gordo. Mientras me acercaba, con muchos nervios encima, fui elaborando mentalmente el discurso con el que lo abordaría. ¿Se asustaría? ¿Me mandaría a la mierda?  


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