domingo, 30 de mayo de 2010

Raymundo y su metamorfosis

Cuando uno es ingenuo y no ha abierto los ojos al exterior, uno cree que es invencible y que los problemas jamás se le presentarán. Uno es más ingenuo cuando es más soberbio. Uno es más soberbio cuando cree tener mucho dinero. Y si un problema, o un conjunto de ellos, se presenta pues uno cree que el dinero los solucionará tan rápido como el chasquido de los dedos. Algunas veces es verdad.

Acabo de llegar a Chimbote. He venido a visitar a mi padre, a mis dos hermanitas y hermanito, a Elizabeth –la esposa de mi papá y segunda madre para mí cuando arribo a este puerto peruano- y a toda la multitud que conforma mi familia paterna.

Mi papá me recibió muy alegre. Me condujo a la habitación que ocuparé por los próximos días. Vi con mucha satisfacción lo bien organizada que está la clínica que mi padre está implementando en su casa. Le felicité por ello.

-¿Quieres descansar un poco más?-me dijo Raymundo.

-No, papá. Te agradecería más bien si me puedes permitir usar la computadora para leer el periódico-le digo, así, con esa formalidad. Cuando era pequeño mi papá solía ser muy estricto conmigo y con mi hermano. En algunas ocasiones mi hermano y yo cometíamos ciertos desmanes propios de la edad que teníamos. Raymundo utilizaba su correa para corregirnos y amonestarnos. Miguel, que siempre ha sido el más despierto, escurridizo y cazurro de los hermanos, me usaba como adarga o escudo humano y, era yo, por tanto, quien recibía las tundas que estaban destinadas a él.

Debido a los flagelos que recibíamos por parte de nuestro padre, Miguel y yo edificamos cierto respeto fundido con miedo hacia nuestra figura paterna. Siendo mucho mayor el miedo que sentíamos cuando él llegaba del trabajo, por ejemplo.

La decisión sobre si pensábamos permanecer con la madre o el padre cuando ellos decidieron separarse fue inmediata para nosotros: disfrutaríamos mucho más pasando el resto de nuestras vidas al lado de mamá. Y así crecimos.

Mi papá regresó a su Chimbote natal. Luego de haber trabajado en grandes hospitales en Lima, tuvo que empezar desde cero en aquella ciudad del norte chico peruano. Se instaló en la casa de mis abuelos. En un par de habitaciones de la casa ubicada en el distrito de Villa María implementó un pequeño consultorio médico. Además, consiguió trabajo en el hospital regional chimbotano Eleazar Guzmán Barrón.

El tiempo se encargó de darle a mi padre lo que su habilidad e inteligencia iban sembrando a su paso. Conoció a Elizabeth y, en el año 2000, ella dio a luz a mi hermanita Alicia. Mi padre había alcanzado un puesto gerencial en el hospital. Por esos tiempos, compró un extenso terreno en el emergente distrito de Garatea. Con mucho esfuerzo y no poco sudor, mi padre edificó su casa, siempre con la idea de convertirla en una exitosa clínica médica. Cuando la casa estuvo en condiciones de ser habitada, dejó la residencia que el hospital le ofreció por ser el director –residencia en la que casi llego a copular con Janet, una chica muy carismática y encantadora que estaba encargada del cuidado de mi hermanita Alicia. Yo había aprovechado la ausencia de Elizabeth y Raymundo quienes habían salido con dirección a un compromiso. Janet tenía unos granitos en la cara y poseía un exceso de peso para su edad. Sin embargo, esas “minucias” no arredraron mi libidinoso espíritu que me apuraba por dar cuenta de su apoteósico y duro trasero-.

La casa de mi papá ahora tiene tres pisos. De lejos es la más grande y mejor edificada de todo Garatea. Tengo miedo de que pueda sufrir un atraco o algún tipo de extorsión por parte de criminales que no ven una mejor salida a sus problemas que medrar del dinero que otros han conseguido con denodado esfuerzo.

Ahora tengo dos hermanitos más: Rebeca y Raymundo.

La relación con mi padre se ha hecho más sincera y el miedo que antes me dominaba cuando lo veía o tenía que pedirle algo, ha desaparecido. Mi padre es otro hombre, muy diferente al que empleaba la correa para corregir los desmanes míos y de Miguel. Raymundo se ha suavizado, creo yo, gracias a la presencia de mis tres hermanitos. Y es que en verdad, los hijos le cambian la perspectiva a uno para bien.

Me siento muy bien cuando a mi padre le digo, ya no papá, sino “pá”. Me siento muy bien cuando me sale un trato natural y de cariño hacia él. El tiempo y mis hermanitos –que están preciosos y por suerte para ellos no se parecen en nada a mí- han hecho su trabajo en Raymundo.

Esta columna iba a tener como objetivo contar sobre la ocasión en que un par de señoritas muy pechugonas me pepearon y despojaron de una cantidad no menor de dinero. Esto, en alusión a una noticia que salió hoy en Perú 21 sobre la captura de una tía de 40 y su sobrina de 20 que pepeaban a los despistados parroquianos que frecuentaban el boulevard de Los Olivos.

Pero cuando escribo, siempre me dejo llevar por los espíritus que dominan mi estro literario.

Dejaré la historia del pepeo para otra ocasión.

Hasta pronto.

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